La realidad irreal

Por José Ignacio Wert, sociólogo y presidente de Inspire Consultores (EL PAÍS, 16/05/06):

Pese a que el apellido da pistas falsas, el infrascrito tiene como mínimo un 75% de sangre andaluza: mi padre lo era por los cuatro costados, y aunque mi madre es manchega (y a mucha honra) su madre era sevillana. Así que, aunque nacido y residente en Madrid, me siento también racional y emocionalmente llamado a la parte en este debate sobre la realidad nacional de la tierra de mis mayores.

Pensaba -la verdad- cabrearme privadamente, porque ya tiene uno la nómina de los adversarios suficientemente nutrida, pero el reciente artículo en este diario de Manuel Pimentel ("La no discriminación, ésa es la cuestión"; 3 de mayo) me ha empujado a hacerlo de forma pública. No se trata de ninguna forma de animadversión hacia el simpático ex ministro, sino más bien agradecimiento: su artículo me ha abierto los ojos sobre la clave argumental en la que reposa este quiebro identitario.

Andalucía inició en 1980 la espinosa senda del artículo 151 de la Constitución que establecía un procedimiento endiablado para acceder a la autonomía al mismo nivel que el País Vasco, Cataluña y Galicia que en tiempos de la II República plebiscitaron sus respectivos estatutos. El Referéndum de 1982 ratificó la iniciativa en todas las provincias salvo Almería y esa victoria política fue hegemonizada sagazmente por los socialistas que edificaron una fortaleza de poder de la que nadie -solo o en compañía de otros- ha conseguido expulsarlos desde entonces.

No toca aquí evaluar los frutos de esa sostenida hegemonía. Quienes tienen la condición política de andaluces gozan de esa oportunidad cada cuatro años y, hasta ahora, no podría decirse que hayan puesto en cuestión a sus gobernantes.

Pero lo que es evidente es que Andalucía en este casi cuarto de siglo de despliegue autonómico no ha sido una realidad nacional, sino una parte esencial, un aporte básico y un ingrediente de primera calidad de la realidad nacional española. Así ha sido en estos últimos años y también a lo largo de más de cinco siglos, desde que los Reyes Católicos construyen, desde Andalucía, la España que con todas sus transformaciones hemos heredado.

Andalucía es, para muchos visitantes extranjeros, especialmente para los viajeros románticos del siglo XIX, una especie de España hipertrofiada, un lugar donde virtudes y defectos se hacen más visibles y la personalidad del conjunto se refleja de forma más intensa. Andalucía es la vibración más intensa de España, el troquel en el que se funde la imagen oriental que configura el estereotipo español en esa época. Andalucía ha sido así una especie de España excesiva, prototípica, en la que la identidad nacional común se expresaba por rebose.

Y así lo sienten los andaluces. De forma masiva e inequívoca. En el último barómetro autonómico del CIS nada menos que el 85,8% de los andaluces consultados responden que Andalucía es una región, mientras que no llegan al 7% quienes creen que es una nación. En simetría inversa, para el 74% de los andaluces España es -lisa y llanamente- su país. Esto es evidente en el habla popular: los andaluces se refieren a sus paisanos como a su "gente" y hablan de su "tierra", pero su "país" y su "nación" son, siempre, España. Pocas veces se puede ver con más claridad la distancia entre el buen sentido de la gente y las construcciones artificiosas de sus élites políticas.

¿A qué viene por tanto esta torsión del brazo de la realidad? Pimentel nos da una versión cuya desconcertante franqueza me desarmaría, si no fuera porque me irrita en mayor medida: "Entre 'realidad nacional' sí o no, no cabe duda de que a los andaluces les viene mejor tener tantos galones en la solapa como el que más. Realidad nacional, sí, sin duda alguna". Y añade en otro párrafo: "Mejor todavía que 'realidad nacional' hubiese sido incorporar una fórmula que aun nos acercara más a la opción aprobada para los catalanes aunque fuese a simple título denominativo, sin consecuencia jurídica alguna" (cursivas no originales).

Acabáramos. Es decir, que se trata de reconstruir la lógica territorial del Estado desde el agravio comparativo. No ser menos que nadie. Aunque sea al precio de inventarse la realidad y aunque se reconozca palmariamente que esa invención no tiene consecuencias.

Lo malo es que las tiene. Después de Andalucía, si finalmente prospera su realidad nacional, seguirán otras tantas realidades irreales. Al precio de vaciar de contenido la realidad real, la de la Nación española. La nación de naciones (si no es como esa figura retórica llamada ponderativo o superlativo hebraico: "rey de reyes") no es jurídica ni políticamente compatible con la Nación española "patria común e indivisible de todos los españoles". Porque si hay tantas naciones como Comunidades Autónomas, la Nación española deja de ser común; y, si se divide, deja de ser indivisible.

Por eso, como decía el Guerra (Rafael, no Alfonso, aunque creo que en esto Alfonso estaría también de acuerdo), "lo que no puede ser no puede ser y además es imposible". Y por mucho que lo diga el Estatuto, Andalucía será tan realidad nacional para los andaluces como Madrid para los madrileños. O sea, nada.

El problema es que las normas jurídicas, y más aquellas que como los Estatutos suponen normas políticas básicas, no tienen una capacidad ilimitada de admitir en su seno realidades virtuales de este tipo, sin que la realidad que importa -es decir, la organización política, la posibilidad efectiva de la igualdad, el espacio de ciudadanía común- se resienta. Por eso, aunque parezcan inocentes, las tonterías se pagan. Aún estamos a tiempo de evitar ésta.