La rebelión de la sinrazón

En una ocasión Theodor Adorno afirmó que no era posible escribir poesía después de Auschwitz. Escribió esas famosas palabras en 1949, antes de que la palabra Auschwitz pasara a simbolizar el terror y la destrucción a gran escala que fue el Holocausto. La afirmación se enmarca en una crítica más general de la modernidad capitalista y la Ilustración, de la que Auschwitz y la barbarie nazi se consideran ramificaciones. En este sentido, cuando Adorno mencionó Auschwitz no aludía al campo de concentración de la Polonia ocupada, sino más precisamente a los perturbadores procesos culturales occidentales que produjeron lo que hoy se conoce como Holocausto. Un proceso que redujo a humo y cenizas a seres humanos vivos, reduciendo al tiempo todas las formas de discurso al nivel de lo innombrable. “Auschwitz niega todos los sistemas, destruye todas las doctrinas”, afirmó Elie Wiesel. Quizá por eso la afirmación de Adorno sea prácticamente inevitable al debatir la relación entre cultura y barbarie.

En los últimos 50 años, la observación de Adorno ha sido una de las piedras de toque de quienes han escrito sobre la concepción de la cultura y en general sobre la historia de las ideas. Necesitamos analizar lo que podríamos calificar de paradigma pos-Auschwitz, tan evidente en las reflexiones de Adorno sobre la cultura posterior al Holocausto. Adorno expresa la imperiosa necesidad de representar las atrocidades nazis y la imposibilidad de hacerlo. Sin embargo, su llamamiento al silencio no puso fin a la posibilidad de la cultura después de Auschwitz, sino que más bien recalcó la paradójica situación en la que se encontraban poetas, escritores y filósofos después del Holocausto que, siendo una sistemática y mecánica aniquilación de los judíos, perversamente organizada con burocrática eficacia, destruyó la propia idea de cultura vigente hasta el siglo XX. Como escribió George Steiner: “Ahora sabemos que un hombre puede leer a Goethe o Rilke por la noche, que puede tocar a Bach y Schubert, y por la mañana acudir a su trabajo en Auschwitz”.

Si Auschwitz formó parte esencial del proceso civilizador, parecería razonable decir que no solo tenía que ver con Alemania y con los judíos, sino con el conjunto de la humanidad. La paradoja a la que nos enfrentamos en tanto que sujetos posteriores al Holocausto aparece claramente en primer plano gracias a la siguiente actitud intelectual: guardar silencio y racionalizar ese silencio partiendo del reconocimiento de la incapacidad subjetiva para representar el horror no es más que una ilusión autocomplaciente. La cultura humana ya se había utilizado para envolver los crímenes más bárbaros. Hacer caso omiso de esa cultura después de tales atrocidades se considera una labor imposible. Es decir, Auschwitz es una aberración de nuestras esencias porque constituye una degradación y una destrucción ilimitadas de la condición humana. En consecuencia, no es un accidente o un error histórico, es un trauma de la civilización humana.

Irónicamente, ese trauma no ha quedado detrás de nosotros en la historia contemporánea. Nos mira a la cara en el futuro en calidad de imperativo ético. Esto explica que, para la labor socrática de la cultura en el mundo actual, sea crucial mantenerse fiel a la ética. Esa fidelidad no consiste en desear que la propia vida vaya lo mejor posible, sino en hacer lo que es éticamente mejor para que sea diferente. Kierkegaard vio en este proceso el momento justo en el que se pasa de la “no verdad” a la “verdad”, del “no ser” al “ser”. En consecuencia, la idea de que se puede analizar la vida planteándose preguntas intemporales y universales sigue siendo tan revolucionaria hoy como en la época de Sócrates.

Esta labor socrática de “vivir en la verdad” suscita el espectro de un problema más amplio: pensar en la cultura es una labor crítica que, sin embargo, se enmarca dentro de otra labor mayor: la lucha contra la mediocridad. Las épocas mediocres hacen de la labor socrática algo todavía más necesario y pueden conseguir que los individuos que buscan la excelencia sean más receptivos a sus lecciones. El hecho de que una entidad como la cultura, en apariencia impotente, sea realmente capaz de superar la mediocridad es en verdad sorprendente y alentador. Sin embargo, en muchos sentidos la cultura contemporánea es la peor enemiga de sí misma. La mediocridad, con su insistencia en la fama más que en la ejemplaridad, ha minado la repercusión moral del arte, la filosofía y la literatura en la sociedad contemporánea. El presente será incapaz de criticarse a sí mismo en tanto no pueda acceder a lo que le es ajeno o conceptualizarlo. Sin una crítica del conformismo general, el presente se extenderá indefinidamente y sin solución de continuidad hasta el futuro. En consecuencia, la crítica es la posibilidad de una ruptura, experimentada en el presente. Es una situación en el mundo vivido que ofrece posibilidades alternativas que exigen atención.

A la luz de esta idea de la crítica es donde el lúcido punto de partida de Ortega y Gasset encuentra hoy en día toda su pertinencia y relevancia. “La vida es, esencialmente, un diálogo con el contorno”, decía Ortega en 1924 en Las Atlántidas. En 1929 escribió La rebelión de las masas, libro en el que analizaba la crisis política y social que sufría Europa. No fue el único pensador en detectarla, pero su análisis fue especialmente importante, ya que para él las causas de tal situación radicaban en la generalizada distribución del poder social entre las masas. No hace falta decir que su evaluación, esencial cuando se escribió, resulta todavía más esencial y relevante al aplicarse a nuestro tiempo.

En consecuencia, la “rebelión de las masas” no es un fenómeno privativo del siglo XX, ya que se ha abierto paso hasta el XXI y está cobrando impulso. La “rebelión de la sinrazón” es ahora un problema mundial. Nos enfrentamos a ella en la vida cotidiana, plasmada en diversas formas de absolutismo y fundamentalismo que ponen en peligro los fundamentos básicos de la civilización humana. En la sociedad contemporánea, la rebelión de la sinrazón también ha conducido a la unidimensionalidad del pensamiento y este, a su vez, al eclipse de la alta cultura y a la extinción de los valores intelectuales clásicos entre una población que se ha vuelto totalmente indiferente al sentido de la vida. Según Ortega, “no sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa, no saber lo que nos pasa”. Esta observación, escrita por Ortega en Esquema de la crisis, indica claramente la pérdida de nuestra concepción del futuro. Lo cual confirma todas nuestras sospechas sobre la mediocrización de la cultura humana en el mundo actual.

La humanidad ha quedado sola con varios gritos individuales en la oscuridad que nos animan a buscar señales de excelencia y nobleza en grandes documentos del pasado. Solo el tiempo nos dirá qué repercusiones tendrán esas nobles llamadas a la excelencia en las generaciones futuras, porque el tiempo es nuestro único pasaporte al futuro.

Ramin Jahanbegloo, filósofo iraní, es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.

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