La reconstrucción pendiente. La reconstitución necesaria

Ayer hablábamos de la regeneración pendiente y de la refundación necesaria. Hoy lo hacemos de la reconstrucción pendiente y de la reconstitución necesaria, siendo la redefinición del modelo autonómico la tarea pendiente por excelencia, poniendo coto a sus excesos e insolidarias políticas soberanistas que suspiran anhelos confederales o de independencia y autodeterminación. El Estado de las Autonomías, de indiscutibles logros, no ha sido sin embargo capaz de integrar las reivindicaciones nacionalistas, mientras que ha postergado los elementos comunes e incentivado las diferencias, pretiriendo enfermizamente los elementos centrípetos frente a los centrífugos. Y aquí hay varias tareas pendientes: cerrar un modelo de Estado que no puede permanecer indefinidamente abierto y fortalecer las competencias de coordinación y supervisión del Estado. E incluso, por qué no, la avocación por este de algunas competencias transferidas, y sobre las que algunos dirigentes autonómicos ya han adelantado, como en materia de sanidad y justicia, su disponibilidad. Una reforma que habrá de ser no solamente estatutaria, sino, en el momento de distensión política oportuna, con un amplio acuerdo y con sentido institucional, también constitucional, con una delimitación competencial diáfana de las competencias estatales indelegables, donde habría que replantearse además la desafortunada vía extraestatutaria de la delegación y transferencia de competencias estatales del artículo 150.2 de la Constitución y el restablecimiento del recurso previo de inconstitucionalidad respecto a los estatutos de autonomía. El desgraciado proceso de reforma y enjuiciamiento del Estatut de Catalunya lo ha explicitado. Y, por encima de otra consideración, hay que cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes, lo que implica la imposibilidad de dar alas a generalizadas pretensiones de conciertos económicos y a procesos de inmersión lingüística inequívocamente inconstitucionales. Aquí se vislumbra nuevamente la reclamada modificación de la Ley Electoral con criterios donde primen la representatividad real y la integración política de la nación española en su conjunto. A lo que hemos de sumar un recetario más: pongamos todos los medios políticos y jurídicos para evitar la entrada de los terroristas y sus socios y cómplices en las instituciones y administraciones públicas, pues aquí la responsabilidad no es solamente política sino moral.

Dicho esto, no quedan aquí los retos. Se impone, tanto por su ineficacia política, pero sobre todo, tal y como se está viendo con la crisis de los mercados financieros, por su inviabilidad económica, una revisión de las estructuras políticas y administrativas, evitando exageradas e insostenibles duplicidades: la estatal, la autonómica, la comarcal, la provincial y la municipal. No son necesarios ni tantos gobiernos y plenarios ni tantos órganos consultivos y de asesoramiento, ni estos favorecen la mejor gestión y seguimiento de los asuntos públicos. En suma, un futuro reparto territorial del poder que, reconociendo las singularidades de una plural España constitucional, lo redistribuya de acuerdo con criterios presididos por la lealtad, la igualdad, la solidaridad, la cooperación y la eficiencia.

Aunque, ya adelantábamos, las medidas no se restringen al ámbito axiológico, social o político. Se requiere una nueva y decidida política económica que nos saque de una situación deprimida, esclerotizada y paralizante. Una política económica que nos aleje de la quiebra y de la suspensión de pagos que nos atenaza y que cada día amedrenta a más personas y colectivos sociales. En este contexto, es comprensible la indignación de algunos colectivos que reclaman otra manera de hacer Política. Pero que no pueden sin embargo pretender presentarse como una democracia sustitutiva de la única representación que legitima los regímenes constitucionales: la democracia representativa nacida de las elecciones libres y periódicas. Y menos, querer detentar, sin título alguno, las esperanzas de cambio de la comunidad nacional, ni violentar, al socaire de un mal entendido ejercicio exclusivo de sus derechos fundamentales, los derechos y libertades de los demás. La Constitución ampara generosamente las libertades de expresión, manifestación y reunión, pero estas no pueden violar las correlativas libertades de circulación y de movilidad y los derechos de propiedad, propios de una economía de mercado, de los demás ciudadanos. Y menos, desafiar al Congreso de los Diputados e impedir la constitución de las instituciones democráticas —como la Generalitat de Cataluña y las Cortsvalencianas—, ¡que tanto nos ha costado recuperar, y que no tienen alternativa si suicidamente se derrumban!, sin la firme reacción de quienes están encargados de hacer respetar la ley. El Estado de Derecho dispone del monopolio legítimo de la fuerza para cumplir y hacer cumplir la ley, y si fuera necesario, ¡pero casi nadie se atreve a decirlo, y menos a hacerlo!, a un uso responsable de la fuerza a través de sus cuerpos de seguridad. Nadie está por encima de la ley, expresión de la voluntad popular, ni son tolerables conductas tipificadas y sancionadas en el Código Penal. Aquí no hay contradicción entre concepciones rousseaunianas o hobbesianasacerca de la condición humana. Ojo con dar pasivamente alas a la coacción y la intimidación, pues estas conducen al caos, y son el peor caldo de cultivo para la destrucción de la democracia y sus instituciones. La democracia sigue siendo, decía Winston Churchill, la peor de las formas de gobierno excluyendo las demás. No la pongamos, pues, en entredicho, y menos en peligro, por un buenismo irresponsable, por cómplice cobardía o por un imprevisible rédito electoral.

De aquí la pertenencia de suscribir un gran pacto social y económico entre todos los agentes sociales. Un pacto que nos saque del estancamiento de un modelo productivo agotado, de unas hipertrofiadas administraciones despilfarradoras y clientelares y de una situación de endeudamiento inasumible para los ciudadanos y sus familias, pero no menos para el Estado, sus instituciones y administraciones, a las que cada vez cuesta más encontrar financiación en los mercados internacionales. Nos enfrentamos a un modelo literalmente agotado. Decía el presidente Jefferson que las generaciones futuras tienen el derecho a establecer sus normas de convivencia, esto es, a reformar sus constituciones para acomodarlas a sus cambiantes necesidades; pero, de la misma suerte, las generaciones venideras disfrutan del derecho a tener un marco económico que les permita acceder al mercado de trabajo —tasas de paro superiores al veinte por ciento y que alcanzan el cuarenta en el caso de los jóvenes no son solo un problema social y económico, sino una indignidad moral, salvo que los españoles de hoy condenemos trágicamente a nuestros hijos a pagar nuestros excesos y desvaríos.
El pasado mes de julio la Universidad Rey Juan Carlos dedicaba uno de sus cursos de verano celebrados en la villa y corte de Aranjuez a reflexionar sobre las actuales dificultades económicas —la asfixiante tasa de paro, el exceso de dependencia de la financiación exterior, la falta de competitividad del tejido empresarial, la ausencia de formación profesional, la delicada situación de las cuentas públicas con un déficit creciente, el ingente incremento de la deuda, la creciente afectación de un Estado del Bienestar mal entendido— y, en especial, sobre las medidas terapéuticas aplicables. Por más que lo más relevante sea la recuperación de la confianza y la credibilidad. Así las cosas, se impone un recetario amplio que implique medidas de austeridad, transparencia, simplificación administrativa y contención del gasto público. Esto es, estabilidad presupuestaria. De esta manera, preservaremos la cohesión social, la sostenibilidad del modelo y el mismísimo Estado del Bienestar.

Las dificultades son, pues, muchas y grandes, pero el desafío merece la pena. De no ser así, terminaremos dando la razón a Goethe: el pueblo, convertido en populacho, no se da cuenta de la presencia del diablo hasta que este lo tiene agarrado por el pescuezo. Yo, como español, y como ciudadano, me niego a serlo. ¿Y ustedes?

Pedro González-Trevijano, rector de la Universidad Rey Juan Carlos.

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