La recuperación de la política

En una entrevista conjunta que François Hollande y Sigmar Gabriel dieron al FAZ y a Libération el pasado 16 de marzo, encontramos algunas perlas que nos ponen sobre la pista del nuevo discurso socialdemócrata. Lo más reseñable puede que sea esta manifestación programática que refiere el político alemán: “Mientras que la Sra. Merkel dice que está a favor de una democracia acomodada al mercado, nosotros creemos que lo adecuado es justo lo contrario: debemos crear mercados que sean conformes a los dictados de la democracia”. O, lo que es lo mismo, no es la política la que debe adaptarse a la economía, sino ésta a aquélla. Y, añade Hollande, no una política cualquiera, sino una imbuida de valores como la justicia y la honestidad, y asentada sobre una nueva comprensión del crecimiento, que debe ser solidario y sostenible.

Hasta aquí bien, es difícil no compartir estos principios. No parece que la crisis de la socialdemocracia se explique, pues, porque sus ideales de siempre se hayan desvanecido y no encuentren ya el eco de antaño. Si hoy no se halla en una situación particularmente boyante no es ya tanto porque el individualismo rampante o el irreductible pluralismo de formas de vida hubieran subvertido su clásico discurso de la igualdad y la cohesión social, aunque sin duda lo hayan erosionado. La respuesta está más bien en otro lado, en no haber sabido articular un discurso coherente en torno a los medios adecuados para alcanzarlos. Es lo que Tony Judt, un socialdemócrata convencido, criticaba de ella al referirse a su “irresponsable grandiosidad retórica”, el perseguir grandes fines, pero sin una auténtica vocación para realizarlos. Y, en efecto, aunque su historia como partidos de gobierno ha dejado indudables logros sociales, no ha podido evitar el desgaste que significa su siempre directa participación en la gestión sistémica, su subordinación a dictados más pragmáticos que utópicos.

Al borrarse la dimensión utópica de sus propuestas e identificarse al sistema de la política establecida, los partidos socialdemócratas están mostrando una gran incapacidad para canalizar el nuevo activismo político. Esta es una de sus grandes diferencias respecto a lo que vimos con el fenómeno Obama inicial, que supo integrar en su curiosa coalition of the willing a una heterogénea masa de grupúsculos, desde el movimiento sindical, pasando por los verdes o las feministas. Es obvio que un partido político europeo lo tiene bastante más difícil que un novedoso candidato presidencial estadounidense, más capaz de generar la adhesión del nuevo pluralismo social a su proyecto. Luego muchos rectificarían, pero en un principio no lo vieron como parte del orden político establecido, mientras que un partido, por muy progresista que se presente, es, casi por definición, una parte de aquello frente a lo cual se movilizan. Lo hemos visto en movimientos como el 15-M o en toda la miríada de grupos que buscan refugio en ONGs o en una miscelánea de organizaciones más o menos laxas de acción política y social.

El futuro de la socialdemocracia pasa indefectiblemente por buscar formas de seducir a los representantes de estas nuevas sensibilidades políticas y ser capaces a la vez de recuperar los votos perdidos o idos a la abstención. El hecho que han de afrontar con urgencia es que ya no tienen la masa de votos cautivos de épocas anteriores. La volatilidad del voto está aquí para quedarse y no se puede contar ya con el voto identitario que sostenía a la socialdemocracia tradicional. Hoy más que nunca los votos han de ganarse, no darse por supuestos. Esto es lo que muchos de estos partidos no han sabido calibrar. Al convertirse en partidos atrápalo-todo consiguieron ir más allá de su grupo de referencia electoral, pero no fueron consecuentes a la hora de combinar la fidelización de los excautivos y la apertura a otros grupos sociales. Ahora se ven obligados a labrarse un espacio en sistemas de partidos cada vez más fraccionados y ante una dificultad creciente por morder en sectores sociales distintos.

Contrariamente a lo que ha ocurrido hasta ahora, puede que esta fase de la crisis se convierta, al fin y al cabo, en su gran oportunidad. Sobre todo si las medidas propiciadas por Merkel no producen el efecto esperado. Aquí, como hemos visto al comienzo, las bases de su discurso pivotan sobre la necesaria vuelta de la política y la recuperación de la capacidad de decisión ciudadana. “¿Quién decide sobre cómo hemos de vivir juntos en Europa? ¿Wall Street y la City de Londres, o ciudadanos con políticos electos?” (S. Gabriel). Obsérvese que el punto de referencia es Europa, la condición de posibilidad imprescindible para ese pretendido disciplinamiento de los mercados, el único horizonte a través del cual puede recuperarse la gobernabilidad perdida. Sólo a través de ella deviene factible la capacidad de acción necesaria para imponer medidas como los Eurobonos, el impuesto sobre las transacciones financieras, el control de las agencias de calificación o las restricciones al capital especulativo.

La elevación del foco nacional al supranacional permitiría así recobrar buena parte de la credibilidad perdida por la socialdemocracia en cada uno de los Estados aislados. No en vano, el punto más débil de su discurso se encontraba en la constatación del contraste entre lo que proclamaba como necesario y los medios disponibles para llevarlo a cabo. Con un Estado en retirada y anoréxico es difícil imaginar la implementación de reformas progresistas e incluso el mantenimiento de los logros sociales adquiridos. Frente a esta situación sólo caben dos salidas, o una estrategia de movilización de la sociedad civil en la línea de la Good society que propone el partido laborista británico, o el reforzamiento de la política que ofrecería una gobernanza europea digna de ese nombre. Y esto último sólo parece creíble desde la socialdemocracia, ya que es la única opción política europea que goza de una familia de partidos con capacidad para actuar de forma coordinada a nivel continental.

Paradójicamente, esta presunta fortaleza de la socialdemocracia se convierte también en su gran debilidad. Una cosa es tomar conciencia de cuáles son las condiciones para recobrar la gobernabilidad, y otra distinta es ser capaces de venderlas a electorados crecientemente escépticos hacia el proyecto europeo. Tanto se ha malogrado Europa en su continua deriva intergubernamental, que invertir esta tendencia se ha transformado en una tarea casi imposible. De ahí que sus grandes antagonistas sean hoy las predisposiciones populistas que se arraigan en la rehabilitación de los enfoques nacionalistas, la desconfianza hacia la integración europea y el desprecio de la política establecida. Y este último rasgo, el descrédito y la desconfianza casi generalizada hacia la política, puede que sea el mayor obstáculo que hayan de sortear. La cuestión que aquí se abre es si hay otra forma de hacer política que sea distinta de la habitual. Y esto parece tanto más necesario cuanto más se reivindica su vuelta en tiempos de crisis.

Puede que esto último sea lo que informe la actual insistencia de Hollande y otros por subrayar la dimensión de la honestidad. No sólo como un atributo de rectitud moral, que también, sino como un rasgo que limita la tendencia de los políticos a entrar en una subasta de promesas que saben que luego no pueden cumplir. Decir la verdad y proyectar el ideal de la “sociedad decente” empezando por el propio partido y sus propuestas; un partido mucho más abierto ahora a la participación e integración de sus simpatizantes y, en general, a cuantos comparten la necesidad de recuperar la dimensión de lo público como prerrequisito para encontrar la solución de los principales problemas sociales. En el fondo sigue latiendo la vieja aspiración socialdemócrata de convertirse en la casa común de la izquierda; o, al menos, de quienes no se resignan a aceptar que la política siga al arrastre de los mercados.

Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política. Universidad Autónoma de Madrid.

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