La redención de las provincias

Las elecciones en Castilla y León y la presencia en el Congreso de los Diputados de formaciones como Teruel Existe ponen sobre la mesa del debate y de la preocupación de no pocos partidos la posibilidad de que las plataformas de naturaleza provincial proliferen y obtengan representación en los próximos comicios generales. El escenario de múltiples opciones tan minoritarias ocupando escaños en el Congreso y convirtiéndose en bisagras para los grandes partidos tradicionales o de ámbito nacional no es descartable, y sus consecuencias para el conjunto del gobierno del Estado deben ser estudiadas y analizadas críticamente. El fenómeno, de generalizarse, podría cambiar elementos sustanciales de nuestra democracia representativa y, para quien escribe estas líneas, conllevaría no pocas disfunciones y derivaciones abiertamente contraproducentes para los objetivos perseguidos por sus defensores. Si la finalidad de las opciones provinciales, amparadas o no bajo la indefinida rúbrica de la “España vaciada”, es la de hacer valer los intereses del medio rural y de las periferias en el centro de la decisión política nacional, nada dificulta más dicha meta que convertir a ese centro de decisión en algo inoperante e incapaz de ser orientado mediante criterios de interés general. Las causas que explicarían esta conclusión que anticipo son múltiples y están interrelacionadas, pero intentaré agruparlas en los siguientes tres grandes bloques.

La redención de las provinciasPrimero, no se nos puede olvidar la ficción jurídica de que los diputados y diputadas representan en teoría al conjunto de la nación, al conjunto del país, y no a las provincias o circunscripciones por las que son elegidos. Es el pueblo español el titular de la soberanía y del que emanan los poderes del Estado, no sus reducciones provinciales. Como dice el Tribunal Constitucional, “los diputados son representantes del pueblo español considerado como unidad” (STC 119/1990). La ficción es doble, por cuanto en verdad son los partidos políticos los que desempeñan esa función, laminando la conexión de los diputados con los representados, sí, pero unificando a su vez los criterios ideológicos por los que aquellos son elegidos. Al margen de elucubraciones teóricas, esto comporta que los representantes y los partidos deben interesarse por las cuestiones de interés general o común a todo el país, más allá de los intereses o preocupaciones exclusivos de sus circunscripciones. Algo que pone en serio aprieto a muchos partidos provinciales, pues aparte de reivindicar lo que creen necesario y justo para su demarcación, ¿qué opinión y qué voto les merecen las materias que deberán tratar, sí o sí, en el Congreso? Porque la regulación de la eutanasia, la reforma laboral o educativa, poco o nada tienen que ver con la insuficiencia de recursos públicos o de infraestructuras en Zamora o en Cuenca. Por supuesto, el motivo por el que estas formaciones se fijan en la Cámara Baja y no en el Senado descansa en la evidente y bochornosa, a estas alturas, inoperancia de la llamada cámara territorial. Convertir el Congreso en un Senado demediado es una consecuencia más de nuestra absoluta falta de coherencia institucional en la formación de la voluntad general en las Cortes. Algo que durante estas décadas ya hemos podido ver (y padecer) de forma manifiesta con el desmedido protagonismo de los partidos nacionalistas de base regional, maestros y pioneros en esto del troceo del bien común. Aunque es cierto que, al menos en ellos, sí ha sido identificable desde el inicio un ideario más o menos compacto susceptible de proyectarse sobre el conjunto de materias en las que el Parlamento decide.

Segundo, el Congreso es también, además de una cámara legislativa, el órgano del que depende la gobernabilidad del país. Nuestro sistema es teóricamente parlamentario y la legitimidad del presidente y, por ende, del Gobierno, descansa en la confianza que le otorgue la Cámara. Una preocupación constante del constitucionalismo contemporáneo ha sido, precisamente, la de garantizar cierta estabilidad a las formaciones del Ejecutivo para evitar la ingobernabilidad o la imposibilidad de llevar a buen término las políticas públicas que se proyecten, por cuanto de lo contrario se haría difícil o imposible trasladar la voluntad de la ciudadanía a decisiones reales y efectivas. Pues bien, una excesiva fragmentación de un Congreso transmutado, sin serlo, en una cámara territorial de provincias y minúsculos partidos, dificultaría en exceso la conformación de gobiernos duraderos y la consiguiente concreción de aquellas políticas, afectándose al final el propio principio democrático que sustenta todo el edificio constitucional.

Y tercero, caso de que el modelo provincialista se generalizase, nos encontraríamos con la “gran paradoja” de su resultado. Si el centro de decisión nacional termina dependiendo de opciones políticas que solo presentan demandas territoriales particularizadas, basadas en la histórica desigualdad entre regiones, sería comprensible que, como respuesta, la acción política del Estado se dirigiera a paliar esas injustas situaciones. Esa sería, reitero, la consecuencia lógica, pero no la real. La imposibilidad de formular el interés general por encima de las demandas provinciales, ahora insertas como prioridad en el Parlamento nacional, hará que aquel interés se difumine en una componenda continua de presiones de carácter territorial. Una autovía aquí, una línea electrificada de tren allá, una ampliación de un puerto acullá… ¿Y quién, en ese Congreso territorializado, tendrá más opciones de llevar siempre la balanza a su favor? Pues precisamente las provincias más pobladas y que cuentan, a pesar del actual sistema electoral, con más representación. En un Congreso donde se generalizara la fórmula de “Cáceres para los cacereños” o “Zamora primero”, también podríamos encontrarnos con “Madrileños por Madrid”, y quienes menos iban a verse beneficiados de tanta fragmentación, paradójicamente, serían los cacereños y los zamoranos, no los madrileños o barceloneses. Ya no habría, además, margen alguno para que el bien común de una política nacional coherente, de altos vuelos, pudiera redirigirse hacia objetivos de redistribución territorial de la riqueza o de cohesión regional.

La problemática de la falta de vertebración adecuada de nuestro país es evidente y su solución integral, perentoria. Lo positivo que puede desprenderse de los proyectos provincialistas ya en marcha, o de las plataformas de la “España vaciada”, es que ayudan a acelerar la urgencia y la contundencia de las posibles respuestas a la cuestión territorial, forzando la incorporación de esta perspectiva en los grandes partidos. Pero la generalización de su modelo político conllevaría, como hemos visto, no solo una preocupante mutación del sistema de representación parlamentario que tenemos en España, sino, a la postre, una imposibilidad real de que sus demandas se materializasen. Partamos del hecho de la injusta desigualdad entre regiones, partamos de la necesidad de abordarla y de la acuciante conveniencia de mejorar la cohesión territorial, que lo es también social y económica. Pero hagámoslo desde una visión de conjunto, con la defensa del interés general y del bien común como banderas para que, sin tener que difuminarlos, puedan reconducirse por las grandes opciones políticas de carácter nacional hacia las Españas olvidadas.

Gabriel Moreno González es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Extremadura

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