La reforma de la Constitución, la mejor solución al desistimiento

La disputa sobre las cifras del 9-N esconde el miedo a mirar la realidad frente a frente. Dar por hecho que dos tercios de los ciudadanos de Cataluña están contra los planteamientos de los independentistas supone asumir que las próximas elecciones las ganarían con facilidad los partidos constitucionalistas, cosa muy poco probable. Lo que sí es cierto es que esa mayoría de catalanes no creyeron que ir a votar fuera importante para ellos. A esos catalanes es a los que hay que movilizar. Para eso está la política.

El Gobierno ha vuelto a actuar con empecinada torpeza en la cuestión catalana. Inicialmente, Moncloa se planteó ignorar lo que había ocurrido el domingo, reduciéndolo a un acto de propaganda política. Finalmente, se recurrió al ministro de Justicia, Catalá, para que leyera un comunicado sin opción a preguntas. Todo para evitar algo que, finalmente, se produjo, la comparecencia de Mariano Rajoy... con día y medio de retraso.

Decíamos la semana pasada que la solución al problema de Cataluña no debía circunscribirse sólo a la aplicación de la ley y lo que hemos vivido ha sido justamente eso: la presión constante desde sectores del PP a la Fiscalía para que interpusiera una querella contra Artur Mas.

La reforma de la Constitución, la mejor solución al desistimientoLa indefinición del presidente, su falta de estrategia en este asunto, le acabará creando graves problemas en su propio partido e incluso en el Gobierno. El «desamparo» denunciado por la asociación Libres e Iguales, del que responsabilizó directamente a Rajoy, caló en gran parte del PP catalán y, sin duda, en los sectores más derechistas del mismo.

Haber impedido la votación del 9-N, que era lo que pedían estos sectores, hubiera agudizado el problema, hubiera proporcionado a los independentistas una razón de peso para movilizar a muchos más ciudadanos de los que movilizan ahora.

Desde un punto de vista político, lo importante ahora es analizar la correlación de fuerzas. Durante el franquismo, la huelga estaba considerada como un delito de sedición. Mientras las huelgas eran cosa de cuatro gatos, no hubo problemas en aplicar esa ley. Cuando los paros fueron cosa de cientos de miles de obreros, la aplicación de la norma se hizo imposible.

Mucho más importante que recurrir a la ley (recordemos que la Fiscalía debe actuar si ve indicios de delito, independientemente de lo que le digan algunos grupos) sería invertir la correlación de fuerzas políticas en Cataluña; que esa mayoría, ahora silenciosa, dijera claramente que quiere seguir en España porque merece la pena.

El país necesita un gran cambio. Seguramente, muchos de los que no fueron a votar no lo hicieron sencillamente porque creen que el debate político está demasiado alejado de sus intereses, por desengaño, por desilusión.

No podemos separar lo que está ocurriendo en Cataluña con lo que ocurre en el resto de España. El hartazgo que da votos a Podemos está parcialmente canalizado en Cataluña por el independentismo. Los que ya no tienen nada que perder apuestan por lo que sea.

Seguir analizando la realidad con el prisma de los intereses del partido, al margen de ser un error, sólo añade motivos para el cabreo.

Es hora de exigir a los políticos que hagan política, que recuperen algo de la grandeza que tuvo la Transición, en la que la clave del éxito estuvo en la concordia, en el diálogo, en la renuncia a los maximalismos.

Es en ese contexto en el que hay que plantear la reforma de la Constitución: un modo de hacer partícipe a la mayoría de los ciudadanos de un nuevo proyecto que nos haga recuperar la autoestima de pertenecer a esta gran nación que es España.

Reformar la Constitución no es una revolución. Implica, sí, un cierto riesgo. Pero, ¿hay alguien que piense que nuestros problemas pueden arreglarse sin asumir el peligro de equivocarse? O cambiamos, o nos cambiarán los movimientos populistas.

Una reforma razonable es perfectamente factible y podría contar con un amplio apoyo en el Congreso.

Desde luego, las líneas rojas deberían estar claras desde el principio y establecer como incuestionable la unidad de España.

La oferta que va a poner sobre la mesa el PSOE puede ser una buena base de partida para dialogar.

Esa propuesta tiene tres ejes.

1º Perfeccionar el modelo territorial. En primer lugar, estableciendo claramente las competencias exclusivas del Estado y de las autonomías. Eso llevaría a una racionalización del gasto y a la eliminación de duplicidades. Reequilibrar la financiación autonómica sobre la base de garantizar la suficiencia de fondos para blindar los servicios básicos. Convertir el Senado en una cámara territorial.

2º Regeneración de la vida pública. Limitación del aforamiento a los delitos que tienen que ver con el ejercicio del cargo y reducir sustancialmente el número de aforados. Limitar el papel de los partidos políticos en la vida pública y en las instituciones. Reforma del sistema electoral para que la representación de los partidos no sobrevalore el criterio territorial.

3º Reconocimiento de nuevos derechos. Llevar la igualdad de sexos a la sucesión en la Corona. Que la Carta Magna reconozca como una obligación de los poderes públicos proporcionar a los ciudadanos -y a los medios de comunicación- toda la información pública disponible.

Pedro Sánchez hará hoy esa oferta y emplazará al presidente Rajoy a discutir sobre esas reformas constitucionales.

Seguro que en el debate, al que debería incorporarse el mayor número de partidos posible, se podrán aportar otras muchas ideas.

El PSOE le ha tomado la palabra al presidente cuando dijo en su rueda de prensa esta semana que estaba dispuesto a discutir sobre la reforma de la Constitución.

Rajoy teme que abrir ese asunto pueda llevar a que otros partidos (como IU) planteen también la cuestión de la república, o a que los nacionalistas (CiU y PNV) pretendan incluir el derecho de autodeterminación en la Carta Magna.

Es un riesgo cierto. Pero no hacerlo y fiarlo todo a los efectos beneficiosos de una tímida recuperación económica es estar fuera de la realidad.

Si el PP quiere garantizar la gobernabilidad de España, más allá de las próximas elecciones generales, tiene que aceptar que el único partido que, hoy por hoy, puede garantizarle esa mayoría es el PSOE.

El inmovilismo no le garantiza nada a Rajoy. Los problemas que ahora no se quieren abordar se volverán a plantear aumentados con un parlamento mucho más fragmentado en el que los que plantean una reforma mucho más profunda de la Constitución pueden conformar la mayoría.

Es probable que la reforma que propone el PSOE, y que debería servir de base para el diálogo con el Gobierno, no convierta a los independentistas, pero si que podría movilizar a los que optan por quedarse en casa, a los abatidos por el desistimiento.

Casimiro García-Abadillo, director de El Mundo.

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