La reforma de la enseñanza de la Historia

En los últimos meses se ha escrito y opinado mucho sobre los cambios en el currículum de Historia, en sus distintas etapas y niveles educativos. La mayoría de las críticas parten de una perspectiva ideológica, y culpan a la reforma de insertarse en un programa o proyecto nacionalizador más amplio, pero también de todo lo contrario, de constituir una cesión al nacionalismo en su lucha por controlar el discurso histórico y su interés por laminar toda referencia a un pasado común. La eliminación de contenidos es el argumento principal de estos últimos, mientras que los primeros se amparan, sobre todo, en la existencia de unas instituciones propias que no aparecen recogidas en el diseño transversal de la materia. Lo que brilla por su ausencia, en todos los casos, son las referencias a los criterios pedagógicos.

La reforma de la enseñanza de la HistoriaEn este sentido, nos situamos ante dos elementos decisivos en la concepción de la Historia y de nuestro propio tiempo presente: los contenidos y su evaluación. Hace tiempo que las lecciones de una materia como esta, tan extensa, viva y expuesta a los cambios, a pesar de lo que se suele creer, dejaron de centrarse exclusivamente en la lista de los Reyes Godos. Este es el ejemplo más gráfico y más conocido de un tipo de conocimiento memorístico, que se olvida al instante una vez terminado el examen. A pesar de todo sigue, siendo necesario recordar, comprender y analizar, hay que estudiar, en definitiva, para adentrarse en una metodología que ha cambiado por completo con el mundo digital y los recursos en red. Los estudiantes no encontrarán en internet el contexto ni las preguntas para comprender la época visigoda y su trascendencia posterior. En la red pueden acceder a una sucesión de fechas y acontecimientos, mezclados con todo tipo de teorías y leyendas de época, en el mejor de los casos. Pero, difícilmente, comprenderán cómo se ha transformado la visión del pasado gracias al conocimiento de décadas de investigación científica contrastada. Y esta es la diferencia fundamental, ya que supone la base competencial para aprender a pensar históricamente: imaginando como era el mundo de ayer, tratando de ponerse en el lugar de todos los actores implicados, sus puntos de vistas, sus intereses y sus percepciones a través de los múltiples conflictos heredados. La historia como problema no es nueva. Al término de la I Guerra Mundial, la necesidad de reconstruir y comprender llevó a la integración del análisis geográfico y social para superar la vieja historia política nacida con el auge de los Estado-Nación. Se ponía fin así al relato basado solo en los grandes hombres, las sagas y la sucesión de acontecimientos que vuelve a reproducirse excepcionalmente bien hoy a través de la hegemonía del enfoque cultural e identitario.

De ahí que la eliminación de contenidos, de producirse, no pueda realizarse saltándose etapas o referencias históricas, sino, en todo caso, agrupándose en unidades didácticas cada vez más amplias e integradoras. En el comienzo de la Educación Secundaria, los libros de texto, concebidos como una parte del aprendizaje, muestran un distanciamiento del conocimiento del medio anterior, pasan a un cambio global y planetario que abre la puerta a otros mundos distintos a los que los estudiantes conocen y habitan. Los libros siguen así, en parte, fieles a una concepción de la Historia de las Civilizaciones, cuestionada por sus raíces coloniales al tiempo que reivindicada por su alta capacidad analítica y comparativa. La conquista de América, por ejemplo, se explica dentro de los imperios atlánticos, en su origen y diferenciación, alejándose así de los estereotipos mantenidos por el uso de las fuentes propagandísticas hasta nuestros días.

El problema entonces, entrando ya en la segunda cuestión, es la forma de evaluación. En Bachillerato la reforma ha de ser integral, no tiene sentido cambiar los contenidos sin modificar la Prueba de Acceso a la Universidad. Tanto el modelo de examen como la distribución de los puntos, sigue primando el estudio memorístico, el que se puede encontrar en internet, en detrimento de las pruebas de escritura y ensayo. Algo que en las carreras más técnicas hace tiempo que cambió de manera definitiva al exigir por escrito el desarrollo de la operación y no sólo su resultado.

La alteración de los contenidos, en definitiva, nos lleva a la gran cuestión central: el presentismo. Hay que hacer comprensible el mundo en que vivimos a través de una dimensión histórica, particularmente del mundo contemporáneo y de sus antecedentes. Dado que la forma de percepción y de conocimiento actual es netamente individual, parece imposible evitar que se pierda la dimensión colectiva, generacional y moral que caracterizaron las sociedades pasadas. Eso no justifica, de ninguna manera, que toda la reconstrucción del pasado se haga en función de los intereses del presente. La utilización y la apropiación de la Historia descansan, en nuestro caso, en una lógica de confrontación que busca desembocar, de manera precipitada, en la Guerra Civil y en la memoria histórica tradicional. Hay que ampliar el foco a toda la interpretación de la historia, desde la Antigüedad, a los ya señalados visigodos o a Al–Andalus. El descubrimiento, la conquista de América y el Siglo de Oro, ocuparon su lugar y así han venido siendo espacios asiduamente revisitados por los hispanistas como antesala de la leyenda negra. Una retórica grandilocuente que escondía, en realidad, un mundo de enormes privaciones y frustraciones; de una prolongada incapacidad para sortear los límites de una política exterior marcada durante años por la condena y el aislamiento internacional, entre otros factores ocultados durante años. Venimos de un proceso de renovación desigual en los estudios históricos, que no ha terminado de asentarse por completo en nuestro país, debido también, al peso específico que ha mantenido la violencia política en todo el período. Su mayor reto, por ejemplo, a comienzos de los años 80, pasaba todavía por superar el debate, envuelto en una guerra de cifras, de la naturaleza fratricida y violenta de los españoles. Desde la Transición hasta hoy, la revisión del estudio de la Guerra Civil ha adquirido un lugar omnipresente, que ha eclipsado y, lo que es peor, subordinado la visión de un siglo XIX atrasado y violento, a un proceso de desarrollo histórico, jalonado y culminado por sucesivas guerras civiles. Tendencia interpretativa que aún cuesta invertir.

La investigación ha avanzado en todos estos campos a pasos agigantados, consolidando la renovación de la historiografía española, que desmiente en la práctica la idea misma de que no se puede descubrir ya nada nuevo. Gran parte de la frustración parte de ahí precisamente, en la incapacidad por constatar avances en aspectos demostrados y consensuados nacional e internacionalmente. Hay que analizar, comprender e interpretar la evolución de este fenómeno de la revisión del pasado en la España reciente, con especial énfasis en explicar su presencia, activa o reactiva, en la idea de un pasado uniforme. Pero también tenemos que hacerlo de manera accesible a todos los públicos, no solo el académico, ya que no hay duda que el interés por los temas históricos no para de crecer. Mostrar la dimensión de ese pasado oscurecido o deformado, con el que ahora determinados sectores quieren conectar su punto de vista político con un origen emocional de nuestra historia, es una tarea pedagógica y didáctica que no puede quedarse reducida exclusivamente a la mirada histórica más reciente, que en este caso resultaría reduccionista, sino que es preciso plantearlo también desde el mundo de la arqueología, la Prehistoria, la Antigüedad, la romanización, la configuración medieval, el modelo territorial o los imperios atlánticos, por citar solo algunos de los contenidos ya señalados. La importancia de la Historia, de la historicidad, como insistía Marc Bloch, pasa por ser una categoría más de lo humano. Piensen la reforma como una inversión en futuro, no en el pasado.

Gutmaro Gómez Bravo es profesor titular de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense y director del Grupo de Investigación de la Guerra Civil y el Franquismo.

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