La reforma de la Eurozona: más allá de la cosmética

Desde hace tiempo vienen sucediéndose distintas propuestas para reformar la gobernanza del euro, como las que ha formulado la Comisión Europea o a la que lanzó E. Macron en 2017, aunque su alcance se ha limitado muy sustancialmente tras el acuerdo con A. Merkel. Reconózcase abiertamente o no, lo que esto pone de manifiesto es una profunda insatisfacción por los resultados cosechados desde la creación de la unión monetaria, particularmente después de la crisis y de las políticas aplicadas durante esta "década perdida".

España ha tardado diez años en recuperar el PIB que tenía en 2007, la economía griega se ha reducido un 25% e Italia presenta hoy un PIB per cápita inferior al que tenía antes de entrar en el euro. Las tasas de desempleo han alcanzado niveles estratosféricos, la calidad del nuevo empleo creado es muy deficiente -fruto de las reformas laborales impuestas- y los servicios públicos fundamentales se han erosionado.

Millones de ciudadanos europeos -particularmente en los países periféricos, pero no sólo- han constatado que la austeridad fiscal y la contención salarial son políticas económicas profundamente enraizadas en la propia unión monetaria. Más aún, como ilustra el último libro de Yanis Varoufakis, las principales decisiones se han adoptado -e impuesto- sin un debate genuinamente democrático sobre las opciones disponibles, y frecuentemente al margen o en contra de los propios parlamentos nacionales, representantes de la soberanía popular.

Las propuestas de reforma que discutirá el Consejo Europeo de esta semana se centran en "completar el diseño institucional" de la unión monetaria. Por ejemplo, con el desarrollo de una unión fiscal que cuente con un presupuesto común, y una unión bancaria que minimice el riesgo de que nuevas crisis bancarias terminen traduciéndose en crisis de deuda pública.

Ambas cosas son importantes, pero no serán suficientes si siguen dejando de lado lo esencial: cuestionar la orientación de la política económica y abordar los serios problemas democráticos de las instituciones europeas.

Se sigue consagrando un papel central, casi exclusivo, a las "reformas estructurales orientadas al mercado", y especialmente a la flexibilidad de los mercados de trabajo. Estas reformas han instalado a los países de la Eurozona en una competencia salarial a la baja con enormes costes sociales -generalizando la precariedad laboral y la desigualdad-, mientras su eficacia para elevar el crecimiento, reducir el desempleo o promover la convergencia real es más que dudosa.

Asimismo, el eje Berlín-París pretende mantener intacto el corsé del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, diseñado para limitar el papel de las políticas fiscales nacionales, y que impone una visión profundamente dogmática de la estabilidad presupuestaria. La estabilización macroeconómica en caso de nuevas crisis, y la posibilidad de que el Estado dinamice la actividad económica quedan dramáticamente limitadas. Un ejemplo: la transición energética constituye un bien público urgente en toda Europa, pero el margen que tienen los estados para invertir y avanzar en ella resulta muy limitado con las reglas actuales.

Es evidente que E. Macron no se plantea un cambio en la orientación económica de la Eurozona. Por sus hechos les conoceréis: el alter ego de Ciudadanos está impulsando en Francia una reforma laboral inspirada en la española y una política fiscal basada en bajadas de impuestos a empresas, reducción de los servicios públicos y privatizaciones.

Se necesita un verdadero cambio de rumbo que haga que la unión monetaria deje de ser un obstáculo y pase a ser un punto de apoyo. En primer lugar, debemos "rescatar" la política fiscal, garantizando un presupuesto común suficientemente dotado -que incluya un seguro europeo de desempleo y un ambicioso plan de inversiones productivas- pero también una reforma de las reglas que aumente la autonomía fiscal en el ámbito nacional.

El BCE ha demostrado una evidente capacidad para actuar como prestamista de última instancia de los tesoros nacionales, pero con tres años de retraso (¡cuántos recortes nos hubiésemos ahorrado si lo hubiera hecho desde 2009!). Por ello, este papel de prestamista de última instancia de los países miembros debe incluirse explícitamente entre sus funciones, y sus objetivos deben ampliarse, más allá de la estabilidad de los precios, a la estabilidad financiera y del empleo.

Una tercera idea es la necesidad de un mecanismo simétrico de eliminación de los desequilibrios por cuenta corriente, para que todo el peso del ajuste no caiga -como hasta ahora- en los salarios de los países deficitarios: terminar con la devaluación de los salarios, reconstruir la negociación colectiva, elevar los salarios mínimos hasta el 60% del salario mediano en cada país, y avanzar en la transformación productiva de las economías estructuralmente más débiles.

Una verdadera reforma de la zona euro debe impulsar además una ampliación radical de la democracia en la toma de decisiones, estableciendo una cláusula de "condicionalidad democrática": cualquier modificación en la gobernanza de la zona euro, o la creación de cualquier nueva institución, debe asegurar el control de los parlamentos nacionales en los procesos de elección y rendición de cuentas.

Hay quien contempla -también dentro de la socialdemocracia- que la aritmética política de la Eurozona hace muy difícil un cambio en esta dirección, y que sólo caben dos opciones: sostener la propuesta de Macron, o sucumbir al repliegue nacional que pide la extrema derecha. Nosotros pensamos que es posible evitar que la extrema derecha capitalice el descontento de la ciudadanía con Bruselas, sus tecnócratas y sus instituciones. Pero la solución está en la política, no en la cosmética. Reconozcamos que necesitamos cambios profundos y estructurales.

Nacho Álvarez y Jorge Uxó, integrantes de la Secretaría de Economía de Podemos.

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