La reforma del Poder Judicial

Me complace el empeño de nuestro ministro de Justicia por realizar una reforma institucional de calado en el Consejo General del Poder Judicial, el órgano constitucional garante de la independencia de nuestros jueces y magistrados. Se puede o no estar de acuerdo con cuanto Gallardón propone -yo no lo estoy en algunos puntos neurálgicos de su reforma-, pero creo que es digno de loa que alguien, por fin, haya decidido coger el toro por los cuernos con el firme propósito de resolver, de una vez por todas y con el mayor consenso posible, un problema que lleva coleteando desde que el CGPJ inició su andadura en 1980.

Si un órgano constitucional, a pesar del buen hacer de muchos de sus presidentes y vocales, no ha logrado transmitir la necesaria serenidad institucional garante de la confianza ciudadana, ése ha sido nuestro CGPJ. Por eso urge reformarlo, sin prisas pero sin pausas. No deja de ser una lástima que la labor callada y eficaz de miles de jueces y magistrados españoles que día a día dictan resoluciones judiciales motivadas de acuerdo con nuestro ordenamiento jurídico se vea totalmente empañada por la deficiente labor ejercida por su órgano de gobierno, que se halla lejos, muy lejos, de promover una justicia independiente y democrática, en su más noble sentido.

La idea de crear un CGPJ fue tomada por los padres de la Constitución española de nuestros vecinos Francia, Italia y Portugal. No fue por tanto original. Como el poder judicial venía siendo tradicionalmente considerado el más débil e indefenso de los tres poderes del Estado, al no disponer, según el decir clásico, ni de espada ni de tesoro, se pensó en la necesidad de crear un órgano constitucional específico con el fin de garantizar y velar por la independencia de los jueces frente a las presiones de los otros dos poderes. Se atendía así a los viejos requerimientos de Montesquieu de separar el poder judicial de los poderes legislativo y ejecutivo como una exigencia irrenunciable para preservar libertad de los ciudadanos. Lamentablemente, el proyecto no ha dado los frutos esperados.

El CGPJ, hoy ya nadie lo niega, ha sido durante lustros una herramienta, no en provecho de la independencia judicial, sino más bien al servicio de intereses partidistas: una suerte de llave de control político de nombramientos de jueces y magistrados en sus más altas esferas, es decir, en aquellas donde realmente se deciden judicialmente los asuntos de mayor relevancia política.

Ni la reforma de 1985 -que reguló de forma definitiva el Consejo, cambiando el sistema de elección de los vocales de procedencia judicial- ni la reforma de 2001 sirvieron para superar la permanente crisis institucional de este órgano de gobierno de los jueces, agravada recientemente por el caso Dívar. Y es que, dada la complejidad de su misión, estructura y composición, incluso resulta difícil explicar al ciudadano de a pie qué sea eso del CGPJ. Mire usted: se trata de un órgano colegiado y autónomo para el gobierno de los jueces, que no es parte integrante del poder judicial en sentido estricto, compuesto por vocales que son jueces y otros que no lo son, y cuyo presidente lo es también del Tribunal Supremo. A tan básica explicación es posible que sucedieran dos preguntas elementales. Y eso, ¿para qué sirve? y ¿quién lo paga? En la sencillez se halla siempre la clave de la verdad. Cualquier reforma estructural seria del CGPJ debe estar encaminada precisamente a responder esas dos preguntas, es decir, a clarificar la propia misión institucional del CGPJ y a fomentar su transparencia. En realidad, la transparencia de cuanto se hace en el CGPJ será una consecuencia práctica de la clarificación de su misión. He aquí su talón de Aquiles.

Lo que ha conducido a la ruina al CGPJ ha sido su propia desnaturalización. Cuanto pasa en el CGPJ se explica porque muchos políticos han querido aplicar al poder judicial el mismo paradigma que rige los poderes legislativo y ejecutivo sin advertir que el judicial -y por tanto su gobierno- es ontológicamente distinto de los otros dos poderes del Estado. De acuerdo con esta visión, tan extendida como equivocada, el CGPJ vendría a cumplir en el poder judicial la misma función que las Cortes Generales cumplen con respecto al poder legislativo o el Consejo de Ministros al ejecutivo: ser el órgano constitucional que declara la voluntad de un determinado poder del Estado. El CGPJ sería así una suerte de miniparlamento, que expresaría la volun- tad judicial, del mismo modo que las Cortes Generales manifiestan la voluntad legislativa o el Consejo de Ministros, la voluntad del Gobierno. Esta pretendida voluntad judicial sería de naturaleza política, como lo es el propio poder judicial en cuanto poder del Estado, y podría llegar a imponerse a jueces y magistrados, de quienes se esperaría, en última instancia, sumisión. Esto explicaría también la necesidad de reproducir el modelo del CGPJ en todas las comunidades autónomas, por puro mimetismo con los parlamentos autonómicos o gobiernos regionales. ¿Por qué los poderes legislativo y ejecutivo sí son divisibles y no, en cambio, el poder judicial? Al debate sobre el Estatuto catalán me remito.

La realidad, sin embargo, es muy otra. Si bien corresponde al Parlamento declarar la voluntad del poder legislativo y al Consejo de Ministros afirmar la voluntad del poder ejecutivo, el CGPJ nunca declarará la voluntad del poder judicial, porque el CGPJ no es el poder judicial, a diferencia de las Cortes Generales y el Gobierno, que sí son el poder legislativo y ejecutivo, respectivamente. La voluntad del poder judicial se expresa mediante resoluciones judiciales de jueces y magistrados y no mediante las decisiones del CGPJ.

La atribución de una pretendida voluntad judicial al CGPJ es el comienzo de un derrotero que culmina en la plena politización de la Justicia, en la corrupción más denigrante. La principal misión del CGPJ consiste exclusivamente en gobernar a los jueces para garantizar su independencia. En ese gobierno, que se concreta sobre todo en los nombramientos de los integrantes del poder judicial, sí cabe una voluntad política, pero esa voluntad nunca será de naturaleza judicial, nunca será la voluntad del poder judicial en sentido estricto, ya que sólo tiene carácter meramente ejecutivo. Esto explica que, en muchos países -como en los Estados Unidos, por ejemplo-, las funciones de gobierno encomendadas a nuestro CGPJ las ejerzan los propios órganos jurisdiccionales.

Esta particularidad de nuestro sistema es precisamente la que demanda la actuación de las Cortes Generales en el nombramiento de todos y cada uno de los vocales del CGPJ. Si la voluntad del poder judicial expresada en resoluciones judiciales no es de naturaleza política, ni por tanto democrática -de ahí que pueda ser adoptada por un solo juez- y, en cambio, el poder judicial como tal es un poder del Estado democrático, solo gozará dicha voluntad judicial de la debida legitimación democrática en la medida en que sea dictada conforme a un ordenamiento jurídico aprobado democráticamente y por un órgano judicial que, directa o indirectamente, haya sido elegido por el pueblo o sus representantes.

La necesaria legitimidad democrática de un órgano constitucional como es el CGPJ encargado del nombramiento de jueces y magistrados exige, por eso, que sus vocales gocen del pleno y absoluto respaldo de las Cortes Generales. Volver al sistema de 1980 de elección directa de los vocales por los jueces como ha insinuado Gallardón pensando que con ello se va a conseguir despolitizar la justicia constituye, en mi opinión, una ofensa contra el propio sistema democrático y contra la misma naturaleza del poder judicial. Que, como sugiere el ministro de Justicia, los vocales del CGPJ tengan una dedicación parcial o se nombre un vicepresidente del Tribunal Supremo, son medidas interesantes que, sin duda, pueden mejorar el funcionamiento del gobierno de los jueces. Pero aquí nos estamos refiriendo a algo de mucho más calado: la plena democratización del poder judicial como garantía de su independencia.

Cualquier reforma del CGPJ debe tener como fin atajar con firmeza la indeseada politización de este órgano constitucional, evitando a toda costa que se pueda formar una falsa voluntad política judicial. Pero dicha reforma jamás deberá afectar a la legitimación democrática de este órgano constitucional, garante de un sistema judicial independiente. Con la democracia no se juega.

Rafael Domingo Oslé es catedrático de la Universidad de Navarra e investigador de la Universidad de Nueva York.

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