La reforma del sector público

Nadie puede discutir que el acuerdo aprobado por el Consejo de Ministros el pasado 30 de abril sobre racionalización de estructuras en la Administración General del Estado, reducción de altos cargos y reordenación del sector público empresarial, constituyó un completo fracaso. Su impacto efectivo en la reducción del gasto no ha llegado ni a la categoría de simbólico, y su repercusión mediática en términos de imagen resultó hasta contraproducente. No son pocos los comentaristas que calificaron la medida de «tomadura de pelo», por lo que, lejos de insuflar confianza en la voluntad del Gobierno de atajar el déficit y el actual descontrol del gasto público, vino a incrementar exponencialmente las sospechas de ciudadanos e inversores sobre la falta de competencia de nuestros gobernantes para realizar las reformas estructurales imprescindibles que requiere una auténtica racionalización administrativa y no una mera operación de cosmética.

Por eso lo más preocupante del asunto no es que el Gobierno carezca de la voluntad política necesaria para asumir el coste de acometer una racionalización en serio y en profundidad del sector público español. Al fin y al cabo esto es algo que en cualquier momento puede cambiar. De hecho, cambió sólo 12 días más tarde, con el anuncio de los históricos recortes en el gasto público que anunció el presidente del Gobierno en el Congreso de los Diputados el 12 de mayo de 2010. No, lo más preocupante con diferencia es que el Gobierno, dado el actual estado de la Administración Pública española, carece de la competencia técnica necesaria para abordar una reforma estructural de estas características.

No nos referimos, por supuesto, a la personal competencia técnica de los funcionarios y empleados del sector público, muchos de ellos profesionales muy valiosos que probablemente sí podrían sugerir -por lo menos en sus respectivos ámbitos de competencia y si se les diese oportunidad para ello- las medidas necesarias para conseguir esta racionalización. Nos referimos a la falta de una competencia técnica transversal o de Gobierno, o si se quiere, a la existencia de un criterio que permita abordar con rigor y con seriedad un proceso muy necesario de racionalización del sector público español y de modernización de sus Administraciones. Sin esto estamos abocados a ocurrencias luminosas, en el mejor de los casos, o en el peor a reformas cuya única explicación es una lucha de poder interna o simplemente las ganas de quitarse de encima el tema dándole cualquier solución por poco presentable que sea.

Esto es precisamente lo que ha ocurrido en el caso del acuerdo de 30 de abril. A falta de un criterio serio instrumentado en un plan ordenado y riguroso, fueron los destinatarios de la supuesta racionalización los que decidieron a la postre qué es lo que procedía racionalizar. Desde arriba se transmite la orden de aligerar estructuras y suprimir alguna Dirección General, y, a falta de cualquier plan, se delega en los propios interesados la correspondiente ejecución. A nadie puede extrañar que el resultado no fuese precisamente el previsto por el Gobierno. Lo sorprendente no es que en las decisiones hayan pesado cuestiones personales, clientelares o de índole semejante, o que, en algún caso incluso se hayan pretendido maquillar como reestructuración y recorte la eliminación de organismos ya sin función. Lo sorprendente hubiera sido que, con estos mimbres, semejante cosa no hubiera ocurrido.

Por eso resulta perfectamente previsible y normal que la única supresión de una dirección general en el Ministerio de Industria, Turismo y Comercio afecte a la Dirección General de Servicios de la Sociedad de Información, que se supone que algo tendrá que ver -aunque sea por el nombre- con el nuevo modelo productivo cuyo deseado advenimiento tanto se proclama. Como previsible y normal es que se hayan suprimido direcciones generales vacantes, con independencia de su mayor o menor relevancia, como ha sucedido en el Ministerio de la Presidencia; o que en caso de conflicto entre direcciones a suprimir se haya optado por la ocupada por una persona no protegida (Dirección General de la Biblioteca Nacional frente a Dirección General del Libro); o que se supriman sociedades de la SEPI que ya se encontraban en proceso de liquidación, es decir, que se consagre formalmente un proceso que ya estaba en marcha; o bien que se presente como una medida de racionalización administrativa una supuesta reducción de los órganos directivos de las empresas públicas, vago compromiso que queda a expensas de las propias empresas y cuyo más que posible incumplimiento carece de sanción alguna.

Por todo ello, la verdadera pregunta que procedería hacerse hoy, más que repetir una vez más las retóricas referencias a la inanidad de la medida, es por qué en España es tan fácil tomarle el pelo, no tanto a los españoles como especialmente al propio Gobierno, en una materia tan delicada como es la reforma estructural del sector público español o, si se quiere, la racionalización administrativa. Y por cierto, no sólo al Gobierno, sino también a la oposición, dado que la respuesta de Rajoy en la sesión histórica del 12 de mayo de 2010 a las medidas del Gobierno está también muy condicionada por propuestas del tipo fusión o supresión de Ministerios, que aparte del caos organizativo que suponen, y de pérdida de tiempo y esfuerzos, tienen una trascendencia mínima en el gasto público, dado que la mayoría de su personal es funcionario. No es que no haya en su caso que proceder a estas supresiones o fusiones, y no digamos ya a nivel autonómico, pero sólo como consecuencia de una reestructuración en profundidad del sector público español, y no a manera de parches o de recetas milagrosas.

Para comprender lo difícil que le resulta al Gobierno y a la oposición abordar una reforma estructural del sector público español es necesario reflexionar sobre un hecho evidente. La Administración no es sólo el instrumento principal de la acción del Gobierno, sino su principal repositorio de información y de criterio. Pero para que la información fluya adecuadamente en ambos sentidos, es decir, para que la dirección política tenga una adecuada comprensión de la realidad que pretende modificar y la Administración de los verdaderos fines de la acción de Gobierno, es preciso que el instrumento se encuentre en las condiciones mínimas necesarias para desempeñar tal cometido. Y lo cierto es que esto no ocurre hoy en España.

A mi juicio, lo que ha ocurrido en estos últimos años es un acelerado proceso de descapitalización de la Administración Pública española y, si se quiere, de dispersión del talento existente. Este proceso ha afectado especialmente a la Administración General del Estado, que ha visto reducido el número de funcionarios, sus competencias y su presupuesto, como consecuencia de un proceso de descentralización acelerado y no siempre racional. También ha visto cómo no se ha producido una adaptación de los perfiles de los funcionarios a sus nuevas tareas, más orientadas a la estrategia, la gestión y la coordinación y menos a la ejecución. En este sentido, hay exceso de perfiles no técnicos o de escasa formación frente a los perfiles técnicos o de gestión. No se ha producido ninguna reforma en profundidad de esta Administración para adaptarla a la nueva situación y a las nuevas exigencias derivadas de la descentralización territorial, entre otros motivos por la resistencia a alterar las condiciones de los funcionarios.

Pero, paradójicamente, de este deterioro no se han librado tampoco las Administraciones autonómicas y locales. Es cierto que éstas han crecido enormemente en cuanto a número de personal y en cuanto a competencias y presupuestos, como demuestran numerosos estudios. Pero esta circunstancia no ha garantizado una mayor solvencia profesional y técnica, particularmente a nivel municipal, por las peculiaridades del proceso de selección de los empleados públicos, que no siempre ha respetado los criterios del mérito y la capacidad que en nuestro país todavía se garantizan mediante el sistema de oposición pública o de concurso-oposición.

Y si bien con relación a las Administraciones autónomicas podemos decir, con carácter general, que el reclutamiento puede calificarse de más profesional, lo acelerado del proceso, o simplemente sus peculiares características, han determinado la proliferación de entes, empresas y fundaciones públicas con procesos de selección bien distintos. Todo ello al margen de que por razón de su empeño, más o menos voluntario y consciente, de convertirse en miniestados, han replicado el mismo diseño organizativo de la Administración General del Estado, diseño que ya en los años 90 reflejaba una cierta obsolescencia, por lo que sus estructuras responden más a esa imitación (que en miniatura y replicada tiene todavía menos sentido) que a las necesidades de los servicios transferidos.

Una consecuencia lógica ha sido la asunción de competencias para cuya adecuada gestión no se dispone en muchas ocasiones del personal suficientemente preparado. Por último, y a veces como efecto de lo anterior, no cabe olvidar que las Administraciones territoriales son mucho más sensibles a fenómenos de clientelización o colonización, lo que frecuentemente redunda en un deterioro del criterio técnico.

En conclusión, es imprescindible una reforma profunda de nuestro sector público, una puesta al día inexcusable si se pretende que pueda cumplir de manera adecuada su función. Es imperativo abordar las reformas necesarias para acabar con fenómenos como la disparidad de las cargas de trabajo, para lograr que las ofertas de empleo público no obedezcan sistemáticamente a presiones corporativas o sindicales sino a necesidades previamente evaluadas, para imponer los incentivos retributivos necesarios para fomentar la responsabilidad y las sanciones en caso de irresponsabilidad y falta de productividad, incluida la separación del servicio.

Y también en ese contexto, sin duda, podemos reflexionar acerca de la racionalización de la estructura administrativa con rigor y con seriedad, enlazando con el comienzo de estas reflexiones. Pero para ello es necesario realizar un estudio detallado, tanto del sector público estatal como autonómico o local, analizando todos los datos ya disponibles y los que deben proporcionarse a los responsables políticos por los excelentes y competentes técnicos con los que cuentan a lo largo y a lo ancho de su sector público. Identificar a esos técnicos no es tan complicado -muchos de ellos escriben en los medios de comunicación- aunque no siempre resulten ser los titulares de los cargos públicos o los componentes de los grupos de trabajo a los que se dirigen las comunicaciones formales solicitando ideas o sugerencias para la racionalización.

Eso sí, esta tarea no es una tarea cosmética. Requiere esfuerzo, dedicación y conocimiento. En definitiva, criterio. Pero, sin duda, resultará bastante más eficiente desde el punto de vista del déficit y de la adaptación del sector público español a una sociedad más moderna, plural, competitiva y libre.

Elisa De la Nuez es abogada del Estado.

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