La reforma electoral y el sueño japonés

La mejor virtud del sistema electoral español es que mantiene un buen equilibrio entre proporcionalidad y gobernabilidad. En España, los gobiernos que fracasan pueden ser despedidos por los votantes, prácticamente igual que en los sistemas más mayoritarios, pero el parlamento es más plural y representativo que en estos. Quien diga que se pueden lograr estas dos cosas a la vez, mayor claridad en la rendición de cuentas electorales y mayor proporcionalidad, es que prefiere esconderse del problema.

Es revelador que este periódico haya publicado casi a la vez dos defensas de la reforma electoral proponiendo medidas en direcciones completamente opuestas, proporcional y mayoritaria, para resolver casi los mismos problemas. ¿Debe hacerse algo? Sí, pero, precisamente, no cambiar la proporcionalidad, pues empeoraríamos. Sí, se deben cambiar las circunscripciones provinciales y hacer un prorrateo equitativo de diputados, mejoraríamos; y sí, se pueden abrir las listas, con cuidado, porque el resultado es incierto. Lo óptimo sería establecer distritos medianos o pequeños (tal vez en torno a siete escaños), parecidos entre sí, y con listas flexibles.

Es aconsejable procurarse el apoyo de la mejor evidencia disponible. Los hechos que se mencionan aquí se demuestran en la literatura especializada y habrán de tomarse como verdaderos. Si solo van a leer una cosa, que sea el último libro de José María Maravall, Las promesas políticas (2013). En el mundo 2.0, comiencen por seguir el rastro de Pablo Simón.

Los sistemas muy proporcionales no establecen una relación clara entre el resultado electoral y la formación del gobierno, en cuya configuración, muchas veces tras penosas negociaciones entre las élites, los votos de los ciudadanos pueden tener una influencia bastante modesta. El ejemplo extremo de Bélgica no es solo anecdótico: sus líderes se tomaron un año y medio para componer una coalición tras las elecciones de 2010. Es un hecho que los gobiernos resultantes son más movedizos y pasajeros, a expensas como están del apoyo de un parlamento fragmentado; y esto diluye la relación de responsabilidad entre las políticas decididas por el ejecutivo, los partidos y sus votantes. Está confirmado que la satisfacción con la democracia es mayor allí donde los gobiernos son más estables.

Los sistemas muy mayoritarios tienen dificultades propias. En ocasiones, sus resultados son tan desproporcionales que parecen arbitrarios; y revelan una tendencia sistemática a favorecer a los partidos de derecha. Aunque no hay acuerdo sobre cuál es la explicación, éste es un hecho estadístico bien probado (posiblemente lo cause la geografía electoral). Además, los sistemas mayoritarios se asocian con menor inversión en bienes públicos, con menor redistribución y con más gasto en bienes de interés local (como infraestructuras), y hasta con mayor exposición a las burbujas financieras (vía la sustitución de redistribución por facilidad de crédito). No parece deseable darse más impulso en esa dirección.

El sistema electoral español gradúa la relación de intercambio entre claridad de la responsabilidad y representatividad mediante el tamaño de las circunscripciones: la mitad son de cinco escaños o menos, lo que limita la fragmentación del parlamento. El dilema puede atenuarse de otra forma. El sistema alemán lo hace excluyendo a los partidos que no alcancen el 5% del voto nacional (o sean el más votado en tres distritos). El método es más proporcional (para partidos medianos y grandes), pero en España dejaría fuera, con frecuencia, a todas las minorías salvo a los mayores partidos nacionalistas. Las esporádicas crisis de estabilidad se resuelven en Alemania con gobiernos de los dos grandes partidos. ¿Han pensado en esto quienes lo proponen como instrumento contra el bipartidismo? Si se defiende otra cosa no se defiende el sistema alemán, por mucho que insista en el adjetivo de prestigio.

Cuestión distinta es el sesgo. El sistema electoral español está escorado hacia la derecha. Por dos motivos: la representación provincial y el mínimo de dos escaños por circunscripción, lo que obliga a un prorrateo no equitativo. Estas reglas provienen directamente del final del franquismo, a través de la Ley para la Reforma Política. La varianza en el peso del voto tiene un efecto que no se le escapaba a los fundadores: el partido del centro-derecha (UCD, AP, PP), gracias a su implantación geográfica, casi siempre obtiene más escaños por sus votos que el PSOE. Hoy por hoy la renta es modesta, pero perceptible, y puede ocasionar que, con parecidos votos, el PSOE gobierne en minoría y el PP en mayoría. Una solución son las circunscripciones iguales y no demasiado pequeñas.

A algunos les preocupa más "la ventaja de los nacionalistas", pero tal cosa no existe. Con un sistema más proporcional tendrían los mismos o más escaños; con un sistema mayoritario, seguramente más. Así es el país, y bien está.

Los efectos de las "listas abiertas" son inciertos. Su presencia aumenta la variación en la disciplina de partido: en Finlandia se encuentra entre las más bajas, en Dinamarca entre las más altas. Esos sistemas también se han asociado empíricamente con mayor corrupción, resultado de la búsqueda de recursos para la competición personal entre candidatos, pero esto parece darse en el caso de las circunscripciones grandes (como en el viejo sistema italiano). Con distritos pequeños, las listas abiertas podrían tener el efecto contrario. Además, solo así son manejables y discriminan menos a los ciudadanos poco informados, que suelen ser los de menor renta.

Conviene recordar que las listas abiertas se inventaron, hace un siglo, para que los antiguos notables hicieran valer sus apellidos. Buscaban mantener el estilo político de los viejos sistemas pre-democráticos. Los nuevos políticos, socialistas o católicos, solían preferir listas cerradas y bloqueadas, para hacer prevalecer la marca de los partidos sobre los nombres de persona, la ideología sobre los favores, la organización sobre la clientela. En países como Finlandia o Italia las listas abiertas fueron compromisos institucionales en esa encrucijada. No está garantizado que el voto personal mejore la democracia. Y existen remedios para los males mayores: circunscripciones no grandes, requisitos mínimos para alterar una lista flexible (en Suecia, el 8% de los votos,) o mecanismos de agregación de partido en listas abiertas (como en Finlandia). Siendo más imaginativos, una agencia independiente debería hacer un seguimiento de los candidatos individuales y difundir su rating.

¿Qué se puede esperar del cambio? La fiebre reformista es comprensible en tiempos de tribulación. Pero se recomiendan reformas en lo que funciona, o se espera demasiado, como que las listas abiertas eliminarán la "sumisión de los políticos", para lo que más valdría limitar la discrecionalidad en los nombramientos de cargos y empleos, gran alimento de la adulación. O se pasa por alto cómo la circunscripción provincial complementa otros problemas: la organización territorial, las diputaciones, el gasto ineficiente, el reclutamiento de políticos... No sabemos tanto.

¿Hay experiencias satisfactorias en las que inspirarse? Hay tres reformas electorales drásticas en democracias avanzadas que han tenido tiempo de madurar, unos 20 años, y mostrar sus efectos: Italia, Japón y Nueva Zelanda. Las dos primeras se suscitaron durante sendas crisis de corrupción y desprestigio de la política, acompañada de recesión económica en Japón. La de Italia, en general, empeoró las cosas, la de Japón las mejoró. Pero téngase en cuenta que en ambos casos lo que se reclamaba era cohesión, bipartidismo y alternancia. En Nueva Zelanda, sin embargo, los ciudadanos decían estar, como dicen hoy algunos españoles, hartos de bipartidismo. Introdujeron proporcionalidad y multipartidismo y, en todas las encuestas hechas desde entonces, una amplia mayoría dice lamentarlo.

Además de permitir proporcionalidad moderada, listas flexibles y equidad en la competición, procurar distritos iguales, al romper con las provincias, tal vez sea un paso adelante en la modernización y reforma del Estado. Necesitamos que sea como en Japón, pero no todo puede fiarse al cambio de reglas, su éxito fue erradicar un sistema vetusto que bloqueaba otras reformas —el nuevo era casi lo de menos— y elegir un gobierno verdaderamente reformista.

Alberto Penadés es profesor de sociología en la Universidad de Salamanca.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *