La reforma fiscal mínima

En términos de recaudación, nuestros impuestos rinden mucho menos que los de otros países europeos. Frente a unos ingresos impositivos españoles que suponen el 33,6% del PIB (datos de 2012), la media de la Unión Europea alcanza el 40,6% y la media del área euro el 41,7%. De los 28 Estados Miembros de la Unión Europea, España ocupa la vigésima posición, sólo por delante de Estonia, Polonia, Irlanda, Eslovaquia, Rumanía, Latvia, Bulgaria y Lituania; con la excepción de Irlanda, todos ellos países con sistemas tributarios mucho menos consolidados que el español. Los impuestos españoles son recaudatoriamente ineficaces en el área de tributación directa, donde estamos en la decimotercera posición en tributación sobre la renta más cotizaciones sociales; y, lo que resulta sorprendente por el bajísimo lugar que ocupamos, también lo son en la tributación indirecta, donde estamos en la última posición en el IVA y en la vigésima posición en el resto de impuestos indirectos excluyendo los que gravan la importación.

Esto ocurre cuando los efectos de la crisis están teniendo repercusiones importantes sobre la deuda pública y limitando de forma significativa la capacidad de maniobra del Gobierno. En 2007 la deuda pública suponía el 36,1% del PIB, mientras que en 2014 se prevé que alcanzará prácticamente el 100%. Un escalofriante incremento de casi 64 puntos de porcentaje del PIB en siete años, a razón de más de 9 puntos por año. Por volumen de deuda, en 2008 España se situaba, con una deuda de sólo el 40% del PIB, en la decimosegunda posición de los dieciocho países del área Euro. En 2014, con una deuda del 100%, se situará previsiblemente en la séptima posición, sólo por detrás de Grecia, Italia, Portugal, Chipre, Irlanda y Bélgica.

Alcanzado este nivel de deuda, sería un error ignorar el grave problema de estabilidad financiera en el que España se está adentrando. España debe sanear sus finanzas públicas y el margen de actuación por la vía del gasto, aunque existe, es limitado. Más de tres cuartas partes del gasto son partidas muy rígidas (pensiones, transferencias a otras Administraciones, intereses y desempleo) y es previsible que aumenten debido a la lenta recuperación y al envejecimiento de la población. Y el 23,4% restante incluye gastos tan sensibles como los servicios sociales.

Siendo realistas, la reducción de la deuda tendrá que apoyarse en un aumento de la recaudación. Por eso es relevante preguntarnos qué ocurre con nuestro sistema tributario y por qué es tan ineficaz. El problema no es de tipos impositivos; los españoles son parecidos, cuando no superiores, a los de los demás países. El problema reside en la estrechez de las bases imponibles, debido a la gran cantidad de deducciones, exenciones y tratamientos preferenciales existentes, así como en la significativa incidencia del fraude fiscal.

La reforma fiscal ofrece una oportunidad para eliminar los numerosos tratamientos preferenciales que el tiempo ha ido depositando en nuestros impuestos. En el IRPF, según el Presupuesto de 2014, los beneficios fiscales totales ascienden a 15.514 millones de euros, un 21,1% de la recaudación por este impuesto incluyendo la participación de las comunidades autónomas. En el Impuesto de Sociedades, 3.010 millones, un 13,5% de la recaudación. En el IVA, 16.628 millones, un 30,3% de la recaudación. En total, el presupuesto de beneficios fiscales de 2014 asciende a 38.360 millones de euros. Si todos ellos fueran eliminados, y los contribuyentes no alteraran su comportamiento, los ingresos impositivos aumentarían un 21,5% sobre las cifras presupuestadas.

Esto sin contar los beneficios fiscales incluidos en el Impuesto sobre el Patrimonio y en el de Sucesiones y Donaciones, que son más difíciles de contabilizar por estar estos impuestos cedidos a las comunidades autónomas. Si la proporción entre beneficios fiscales y recaudación fuera en todas las comunidades igual a la de Cataluña, los beneficios fiscales del Impuesto sobre el Patrimonio ascenderían a 4.282 millones de euros, 4,1 veces la recaudación de este impuesto. Y los del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones, a 9.998 millones, 3,8 veces la correspondiente recaudación. Sumando estas dos cifras a las del Estado, los beneficios fiscales ascenderían a 52.641 millones de euros. Su eliminación aumentaría la recaudación en casi un 30%, equivalente a un 5% del PIB; mucho dinero.

¿Están estos beneficios justificados? Detrás de algunos hay ciertamente una historia de virtudes —acceso asequible a la propiedad de la vivienda, pensiones privadas más baratas, promoción de pequeñas y medianas empresas, aumento de la inversión, más I+D. Pero estas preferencias se financian con impuestos más altos de quienes no caen en las categorías beneficiadas, y no existen estudios rigurosos de si los objetivos sociales o económicos perseguidos han sido conseguidos. Nadie pone en discusión que algunos de estos objetivos puedan ser razonables. Pero si lo son, deben ser atendidos por la vía del gasto público; no vaciando la capacidad recaudadora del sistema impositivo.

Otros beneficios son simplemente ventajas fiscales difíciles de explicar ¿Por qué recibe mejor trato fiscal un premio de lotería que una renta laboral? ¿Por qué tributa menos un activo empresarial o una participación societaria que un depósito bancario? ¿Por qué lleva menos IVA la compra de bulbos que la de las flores obtenidas con los mismos? Un IVA con un único tipo para todos los bienes y servicios, sin exenciones, junto con un uso más activo de los impuestos especiales y con políticas de gasto público que sustituyan el trato preferencial del consumo de determinados colectivos de la población, sería una configuración preferible a la actual.

La reforma fiscal debería ir acompañada de un plan de acción riguroso para eliminar, o por lo menos disminuir significativamente, el alto nivel de fraude. El fraude es la amenaza más seria al funcionamiento correcto del sistema tributario español: altera la equidad del conjunto de impuestos; introduce distorsiones a la competencia; reduce la recaudación efectiva; y provoca que la carga fiscal de los que cumplen tenga que ser más alta. Por encima de todo, desanima al contribuyente y le hace perder su confianza en el sistema. Y sin aceptación social, un sistema tributario no puede funcionar.

La economía sumergida española se estima alrededor del 25% del PIB. Un nivel tan alto de actividades que escapan al fisco tiene por fuerza que cercenar la moral de los contribuyentes que cumplen. Para ilustrar de qué estamos hablando, si se hiciera aflorar una cuarta parte de la economía ahora sumergida, nuestra carga tributaria (en valores del 2012) pasaría del 33,6 % al 36,4% del PIB y España subiría de la vigésima a la decimoquinta posición dentro de los 28 países de la Unión Europea. Y si se eliminara la mitad, nuestra carga pasaría al 39,2% del PIB y adelantaríamos nuestra posición hasta la decimosegunda posición, sólo 1,4 puntos por debajo de la media de la Unión Europea.

Si la base imponible se ampliara eliminando beneficios fiscales y el fraude se redujera, el aumento de la recaudación no tendría por qué necesariamente suponer un aumento de tipos. Y probablemente el sistema tributario resultante sería más justo que el actual, con la carga mejor repartida frente al desproporcionado peso que hoy soportan las clases asalariadas.

Naturalmente, más recaudación implica menos renta disponible y menos consumo. Pero en la situación actual es difícil aumentar el ahorro público y reducir la deuda de otra manera. La caída de la actividad económica puede haber acabado, sin embargo las consecuencias de la crisis, el paro y la deuda, siguen con nosotros. Todavía será necesario mucho esfuerzo para recuperar la estabilidad financiera perdida y las condiciones de competitividad necesarias para crear empleo. La reforma fiscal puede ayudar a repartir mejor este esfuerzo, a reducir la deuda haciendo más eficaz el sistema impositivo, y a promover el ahorro privado minimizando las distorsiones que todo impuesto conlleva. Sería bueno que el gobierno pudiera dar una señal clara a los mercados internacionales de que tiene voluntad política de sanear las finanzas públicas, y capacidad para llevar a cabo una reforma fiscal coherente con este objetivo.

Antoni Zabalza fue secretario de Estado de Hacienda entre 1991 y 1993 con el Gobierno de Felipe González.

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