La reforma laboral como doble vínculo

En vísperas del referéndum de la OTAN, pidieron al sociólogo Jesús Ibáñez que formulase la pregunta más adecuada para sacar adelante el endemoniado referéndum, a lo que Ibáñez respondió: «¿Está Vd. a favor de la pertenencia de España a la OTAN con su voto en contra?». En efecto, esa era la mejor manera de resolver la contradicción entre la pulsión anti-OTAN de las bases socialistas y la necesidad de dar estabilidad al Gobierno en un momento en que España se jugaba su futuro. En esa tesitura, la dirección del PSOE entendió que si quería conseguir la integración europea tenía que pagar un precio y asumir la consiguiente responsabilidad. Nada es gratis. Pero así como Felipe González no dudó en pagar el coste electoral de la operación, Manuel Fraga se desmarcó de su responsabilidad para hacer un brindis al sol, pidiendo la abstención.

No ha sido la única vez que la política española ha pasado por situaciones de ese tipo. La reforma laboral nos ha proporcionado otra de esas situaciones de doble vínculo en que la fuerza de las convicciones entran en conflicto con el sentido de la responsabilidad. En principio, el primer interesado en que el reciente acuerdo de la patronal con los sindicatos contase con el refrendo del Parlamento podía ser el PP, por cuanto no solo consolida en lo fundamental la reforma de 2012, sino que le otorga lo que en su día le faltó a la reforma de Fátima Báñez: el consenso de los agentes sociales. Pero, una vez más, las grandes decisiones de la política española se toman con los papeles cambiados, siendo ahora la vicepresidenta Yolanda Díaz la que ha asumido el coste de sacar adelante el acuerdo de los agentes sociales y económicos, a sabiendas de que, con ello, no solo no deroga la reforma del PP, sino que la corrige en su punto más crítico: la temporalidad, tal como hemos tenido ocasión de comprobar con los datos de contratación del mes de enero (primer mes desde la entrada en vigor del decreto-ley). Por cierto, la que sí se tomó en serio la derogación fue Adriana Lastra, que la negoció con Bildu. No tiene nada de extraño, por tanto, que Bildu se haya desentendido del acuerdo entre la patronal y los sindicatos. Y quien dice Bildu dice ERC. Ellos no están por el consenso, sino por otra cosa. Por lo demás, casi dan ganas de parafrasear al citado Jesús Ibáñez y decir aquello de que «el PP ha conseguido sacar adelante la reforma laboral con su voto en contra».

Felipe González sabe mejor que nadie la factura que le pasó el referéndum de la OTAN, pero, por si a los jóvenes no se lo han contado, hay que recordar que de la Plataforma anti-OTAN surgió Izquierda Unida y, con ella, un elemento de competencia por el flanco izquierdo que prácticamente había desaparecido con la crisis del PCE de los primeros años 80. Con ese precedente, la pregunta es inevitable: ¿qué factura le va a pasar a Yolanda Díaz la controvertida convalidación de la reforma laboral? ¿Cómo le puede afectar a sus intereses electorales, después de haberse equivocado tanto a la hora de buscar los apoyos necesarios para sacar adelante su política estelar?

Antes de responder a la pregunta, conviene recordar también cómo se llegó a la formación del bloque de gobierno que hizo posible la investidura de Pedro Sánchez. No sabemos qué hubiera pasado si Sánchez e Iglesias hubieran acordado un Gobierno en la primavera de 2019, aprovechando la incomparecencia de Rivera, pero todo se complicó con la repetición electoral de ese mismo año, la pérdida de 13 diputados de PSOE y UP en las elecciones de noviembre, y la consiguiente dependencia de ERC (que, a su manera, compensó esa pérdida con 13 abstenciones para sacar adelante dicha investidura). Aunque, a decir verdad, dicha complicación tenía un significado muy distinto para Iglesias y para Sánchez pues, así como convirtió al primero en el hombre bisagra capaz de muñir acuerdos entre el PSOE y los independentistas (asegurándose de esta manera que decisiones cruciales de gobierno llevasen su sello personal), condujo al segundo a una gestión ineficiente y errática, cuyo resultado final está a la vista de todos: el bloque ya no suma. Y aunque el daño es particularmente evidente en el caso de UP, afecta también al PSOE. De ahí la ansiedad y la desazón de la izquierda por recomponer el bloque que la condujo al Gobierno.

Que la gestión del Gobierno no reportaba los beneficios esperados ya se vio cuando el vicepresidente segundo optó por abandonar el cargo, si bien la forma en que lo hizo podía interpretarse como que él era parte del problema y que la solución se llamaba Yolanda Díaz. En este punto, hay que reconocerle a la nueva vicepresidenta que había empezado con buen pie, por cuanto había conseguido recuperar la intención de voto a Unidas Podemos en la segunda mitad de 2021, tal como se desprende de la fusión de barómetros que proporciona el CIS. A partir de la comparación entre el cuatrimestre abril-julio y el cuatrimestre septiembre-diciembre, he podido estimar que, por un lado, el PP perdió dos puntos porcentuales entre esos dos cuatrimestres, al tiempo que Vox ganaba uno. En tanto que, por el lado izquierdo, el PSOE perdía un punto porcentual, al tiempo que UP ganaba dos. En el primer caso, las pérdidas del PP llegaban a los cuatro puntos en Madrid y Valencia, que podemos atribuir sin temor al contencioso entre Casado y Díaz Ayuso. Por su parte, el PSOE perdía dos puntos en Andalucía y Valencia, pero la pérdida más significativa se producía en Galicia, que era justamente donde la vicepresidenta conseguía la mayor ganancia de UP (cuatro puntos). De esa manera, UP pasaba de una intención de voto del 10% en los meses de abril-julio (coincidiendo con la retirada de Pablo Iglesias) a una del 12% en el último cuatrimestre del año. No era mal balance para el estreno de la vicepresidenta.

El problema de Yolanda Díaz es que sigue sin disponer de una plataforma organizativa capaz de sostener su proyecto y eso la hace especialmente vulnerable a cualquier traspiés. En este punto, puede tropezar, por lo pronto, con el problema de haber generado unas expectativas desproporcionadas: tanto hablar de la derogación de la reforma laboral del PP puede convertirse en un bumerán si sus socios de coalición se empeñan en recordárselo. Puede que sus votantes lo entiendan simplemente como un ejercicio de responsabilidad pero no es seguro que el núcleo duro de Podemos se lo perdone.

La cuestión que se plantea ahora a la coalición de Gobierno es doble: por un lado, Pedro Sánchez ha vuelto la vista a los votantes de Cs, lo que dejaría margen a la vicepresidenta para salir de la «esquinita» en la que parece tan incómoda. Por otro, la vicepresidenta quiere recuperar la transversalidad del primer Podemos, el de la apuesta populista diseñada por Errejón, pero que Pablo Iglesias se encargó de arruinar (Con todo: De los años veloces al futuro, Íñigo Errejón). A fin de recuperar lo que él mismo destrozó, el propio Iglesias ha sugerido la conveniencia de un nuevo 15-M que facilite la tarea de Díaz. Ahora bien, ¿de verdad le conviene a Díaz un nuevo 15-M? ¿No temen acaso que esta vez la indignación cambie de bando? Es claro que aumenta el malestar social y la protesta, ¿pero qué les hace pensar que los sectores sociales dispuestos a movilizarse van a acudir en su apoyo?

En suma, la manera un tanto surrealista como el Ejecutivo ha sacado adelante la reforma laboral plantea dilemas peliagudos a la hora de recomponer el bloque de gobierno: por un lado, si Sánchez quiere recuperar el nivel de apoyo de 2019 tiene que soltar el lastre de su propia investidura y tender puentes a su derecha. Por otro, si la vicepresidenta quiere salir de la «esquinita» hace falta, por lo pronto, que Podemos no se lo impida.

Al final, cada uno es prisionero de su pasado... Y lo único que está claro es que el bloque ya no suma, y que ni las elecciones de Castilla y León ni las de Andalucía se lo van a facilitar.

Juan Jesús González es catedrático de Sociología de la UNED.

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