La reforma laboral que viene

La recesión laboral que está sufriendo la economía española es la peor desde que disponemos de medidas fiables de los flujos del mercado de trabajo a través de la Encuesta de Población Activa. Entre el segundo trimestre de 2007, cuando la serie de desempleados alcanzó un mínimo de 1,76 millones nunca visto desde 1981, y el segundo trimestre de 2009, cuando se alcanzaron los 4,14 millones de desempleados y el récord de la serie, se habían sumado 2,38 millones de efectivos al paro. A toda recesión le sigue una reforma laboral.

Desde mediados de los años setenta, se han sucedido varios episodios recesivos en la economía española, que han tenido un correlato muy intenso en el mercado de trabajo. En los 10 años que duró la "crisis del petróleo" el paro pasó de los 600.000 efectivos a mediados de 1976 hasta los 2,8 millones de 1985 (serie revisada de la EPA, metodología 2002). No fue fácil lograr que, en plena expansión de la actividad en la segunda mitad de la década de los ochenta, el paro bajase de manera significativa, lo que sólo se logró en parte entre 1988 y 1991 con un "aterrizaje" de este indicador algo por encima de los 2,2 millones de efectivos. En 1984, se promulgó la primera reforma laboral de cierta entidad de nuestra historia reciente. La Ley 23/1984 de 2 de agosto de reforma del Estatuto de los Trabajadores introdujo el contrato temporal para el fomento del empleo con costes de despido muy reducidos. Un intento en 1988 para introducir nuevas figuras contractuales para los jóvenes acabó en la huelga general del 14 de diciembre.

Pocos años después, se produjo la recesión de 1992-93, severa, pero de corta duración. En el plano del empleo, sin embargo, la recesión se prolongó hasta 1994 y el número de parados remontó en casi tres años hasta la cota jamás alcanzada antes de 3,5 millones de parados en el primer trimestre de ese año. Una nueva reforma del mercado de trabajo tuvo lugar en mayo de 1994 (Leyes 10/1994 de Medidas Urgentes de Fomento de la Ocupación y 11/1994 de Reforma del Estatuto de los Trabajadores), sin el acuerdo sindical, pero con escasa reacción por su parte. Esta reforma limitó el contrato de fomento del empleo, pero creó otras figuras de contratación temporal, amplió las causas de despido individual e introdujo la actividad de las agencias privadas de empleo. Una nueva reforma que trataba de completar la anterior tuvo lugar en 1997 (Decretos Ley 8/1997 y 9/1997), fruto de los acuerdos sociales alcanzados entre el Gobierno y los sindicatos, por la que se introdujo un nuevo contrato indefinido con una menor indemnización en caso de despido improcedente para determinados colectivos y se trató de flexibilizar la negociación colectiva.

La recesión de 2001-02, por fin, que sufrieron muchos países avanzados, como consecuencia del estallido de la burbuja de las puntocom, desaceleró el crecimiento de la economía española, pero no evitó que aumentase el paro en alguna medida hasta que el relanzamiento de las economías occidentales, el auge de la inmigración y el boom inmobiliario español redujeron el número de desempleados a los 1,76 millones antes comentados en el segundo trimestre de 2007, la cota más baja desde 1981. La economía española ya estaba creando empleo de manera significativa y, hasta 2007, hablar de una nueva reforma del mercado de trabajo parecía a muchos totalmente innecesario.

La evidencia anterior nos muestra que la economía española puede reducir el paro después de una recesión, pero cada uno de los episodios anteriores de descenso del desempleo está pautado por una reforma de cierta entidad en el mercado de trabajo español. Una reforma que siempre se ha impuesto por la fuerza de los hechos después de una recesión y de un enorme deterioro de las bases del empleo y del bienestar de los trabajadores.

¿En qué medida se va a reducir el desempleo en nuestra economía en los próximos años? A los mejores ritmos observados, por ejemplo, entre 1994 y 2001, unos 60.000 parados menos al trimestre, en promedio, necesitaríamos nueve o diez años, como mínimo para volver a los dos millones de parados, cota que parece ser nuestro nivel de paro de "equilibrio". ¿Podemos permitirnos un ajuste tan lento? En mi opinión, no sólo no debemos aceptar un ritmo tan lento de corrección del paro, sino que debemos hacer todo lo posible para que la tasa de desempleo estructural de nuestra economía sea mucho más baja. Una vez más, tras años de debate y resistencias al cambio que han impedido un abordaje decidido a la reforma del mercado de trabajo, estoy seguro de que acabaremos teniendo en 2010, una reforma laboral impuesta por la fuerza de una situación intolerable.

Todas las reformas anteriores sólo han servido para segmentar enormemente el mercado de trabajo preservando empleos muy protegidos y creando muchos otros muy poco protegidos en una estructura de costes de despido muy dispersa y discriminatoria. La negociación colectiva no se ha flexibilizado hasta lograr que las condiciones se fijen a nivel de empresa. La protección al desempleo sigue pidiendo un cambio que la haga más orientada hacia la empleabilidad de los trabajadores. Las políticas activas para el empleo siguen pesando poco en los presupuestos del Sistema Público de Empleo. La reciente propuesta de los 100 economistas avanzaba recomendaciones sensatas en estos cuatro ámbitos precisamente y debería ser tenida en cuenta.

La cuestión clave en este momento es cómo detener la destrucción de empleo. Recientemente, la vicepresidenta segunda del Gobierno ha propuesto la creación de una prestación parcial de desempleo compatible con el empleo a tiempo parcial de trabajadores que de otra forma serían despedidos causando una prestación de desempleo completa. La reducción del tiempo de trabajo vendría acompañada por una reducción equivalente del salario, pero esta última se vería compensada por la prestación parcial de desempleo. Este sistema se conoce como Kurzarbeit (trabajo corto, literalmente) en Alemania y Austria y, de hecho, se practica en España y en muchos otros países en el sector de la automoción, especialmente, bajo la forma de EREs de reducción. Se trata de generalizarlo al conjunto de la economía. Sus beneficios son múltiples: las empresas aligeran sus costes sin prescindir de trabajadores valiosos, los trabajadores no ven reducidos sus ingresos de forma relevante y disponen de más tiempo para aumentar su empleabilidad y el sistema público de empleo ahorra los gastos correspondientes a las prestaciones plenas de desempleo que se evitan con la prestación parcial. El desempleo, al fin, es menor. Posiblemente, este sistema permitiría a muchas empresas sobrevivir a la crisis.

Un punto que ninguna reforma del mercado de trabajo debe obviar, para no cerrar en falso como ha sucedido con la saga de reformas españolas, a la postre, es el de los costes del despido. Hay muchas formas de abordar este espinoso tema. Siendo de los más elevados entre los países desarrollados, los costes de despido a los que se enfrentan las empresas españolas deben reducirse en su conjunto. La actual dispersión de esquemas admite mucha racionalización que se puede ver favorecida por la simplificación de figuras contractuales para los nuevos trabajadores que vayan sustituyendo vegetativamente a los contratos indefinidos convencionales de mayor coste sin que los trabajadores establecidos tengan merma de sus derechos y mejorando, incluso, la protección de los trabajadores más desprotegidos. Pero ayudaría mucho a este debate el que se pensase en trasladar la indemnización por despido a un esquema de seguro obligatorio ajeno a las empresas que hiciese innecesaria para los trabajadores la permanencia a toda costa en el puesto de trabajo, por temor a perder los derechos adquiridos, y permitiese a las empresas ajustar sus plantillas más eficientemente.

José A. Herce, socio-director de Economía de Afi.