La reforma laboral trufa varios debates con significativa intensidad. Hay un extendido debate social que se manifiesta en los medios de comunicación y en la propia calle, alcanza a los ámbitos más técnicos protagonizados por los distintos especialistas y operadores jurídicos, incluido el académico. Sorprende que una reforma "justa, buena y necesaria", como ha calificado el presidente del Gobierno, haya causado tanto disenso entre los protagonistas de las relaciones laborales, gran parte de los partidos políticos del arco parlamentario y sea aplaudida por determinadas instituciones internacionales que postulan la flexibilidad laboral y la defensa de los mercados.
En un primer momento se ha destacado la reducción de la indemnización por despido y la desaparición de la intervención administrativa en los expedientes de regulación de empleo. Con ser aspectos importantes de la reforma, cada día que se van desentrañando aspectos mucho más profundos y cualitativos en torno a la denominada flexibilidad interna y a la negociación colectiva que provocan escalofríos y un vuelco en la gestión de los recursos humanos en las empresas, sin la disimulada satisfacción de algunos representantes de la clase dirigente empresarial que, no obstante, manifiestan una cierta preocupación porque se pueda no ya revertir sino relajar la reforma laboral en el trámite parlamentario.
Estamos en presencia de una reforma justa, pero que, sorprendentemente, no persigue la justicia social que ha caracterizado el mundo del trabajo y nos devuelve a una relaciones laborales desequilibradas que reabren las costuras de una nueva cuestión social en plena postmodernidad. Se produce una clara asimetría que golpea los dos elementos claves del equilibrio de las relaciones laborales: el refuerzo de los derechos de los trabajadores mediante la regulación legal y el poder colectivo reequilibrador de las singulares posiciones empresarial y sindical en el escenario de intercambio entre capital y trabajo. En términos de poder, la reforma viene a reafirmar la autoridad empresarial y permite imponer sus decisiones con la quiebra de voluntades de trabajadores y venciendo resistencias de sindicatos, ello, bajo el revestimiento del manto legitimador que le atribuye la flexibilidad laboral que, casualidad, le permite al empresario modificar, reducir, suspender o extinguir la relación laboral de forma unilateral sin más límite que unas causas descafeinadas de difícil control judicial y cumpliendo un mero trámite de consultas. Causas que, sin embargo, exigen necesariamente el concurso de la representación de los trabajadores para lograr una modificación del convenio y, por consiguiente, el descuelgue de las condiciones de trabajo. De esta forma, se puede ver amenazada la negociación colectiva y la posición de los trabajadores y generar procesos de deslegitimación contra los representantes de los trabajadores cuando ante una negativa a modificar el convenio el empresario opte o amenace con una medida de suspensión del contrato o de reducción de la jornada o, in extremis, la extinción de contratos. Situación de poder que, en el caso de las modificaciones unilaterales de condiciones de trabajo, ya están conduciendo a una reducción de condiciones más beneficiosas y que afectan, entre otras, a drásticas rebajas salariales.
La reforma es buena para el empleo, pero la bondad no está en la propia modificación legal, hay que buscarla en la reactivación económica y el propio Gobierno se cura en salud cuando admite que la reforma no creará empleo a corto plazo, puesto que las expectativas de crecimiento son pesimistas. Ninguna de las muchas reformas que ha soportado el Estatuto de los Trabajadores desde 1980 ha surtido efectos por sí mismas y de forma inmediata. Basta recordar que la primera gran reforma laboral de calado (1994) se adoptó con una tasa de paro del 24,1% y tuvieron que pasar algo más de seis años para que se redujera a la mitad. La reforma de 2012 no tiene paragón con la de 1994 --que no contentó a nadie--, puede tener efectos inmediatos y es buena, pero sólo para algunas empresas y para algunos sectores, como la banca y el sector público, porque posibilitará una restructuración de empleo y unos ajustes más rápidos y baratos y, para todas la empresas, en una reducción de los costes laborales unitarios vía flexibilidad como factor de competitividad y su menor aportación de las rentas salariales al PIB.
El Real Decreto-Ley es como una bomba de racimo, que ha dejado a lo largo de su articulado un reguero de submunición de distinta intensidad que han alcanzado sus objetivos en diferentes ámbitos de la regulación laboral. De ahí, que sea necesaria para quienes consideran la legislación laboral y la flexiseguridad como una variable de ajuste de las políticas económicas. El derecho del trabajo se aleja, así, de su finalidad liberadora y promueve el trabajo mercancía cosificando a las personas.
Por Manuel González Labrada, profesor de Derecho del Trabajo de la Universidad de Zaragoza.