La reforma penal y el ‘procés’

El delito de rebelión ha sufrido varias modificaciones en la reciente etapa democrática. Hasta la aprobación del llamado Código Penal de la Democracia por ley orgánica 10/1995 de 23 de noviembre, se mantuvo la vigencia del Código Penal de 1973 (aprobado en las postrimerías del franquismo) que definía el delito de rebelión como un alzamiento público y en abierta hostilidad (expresión equivalente a agresión armada, según el significado del diccionario de la Real Academia de la Lengua), con una redacción idéntica a la contenida en todos los códigos penales de los siglos XIX y XX.

La ley orgánica 2/1981 de 4 de mayo introdujo algunas novedades relevantes: suprimió el requisito de la abierta hostilidad, definiendo como rebelión cualquier alzamiento público, incluso sin violencia y sin armas, realizado con el fin de derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución o declarar la independencia de una parte del territorio nacional (art. 214 CP); sancionó la rebelión por astucia o empleando medios contrarios a las leyes aun cuando no fuera público el alzamiento (art. 217.1º); y consideró como conducta rebelde el hecho de atentar contra la integridad de la Nación o contra la independencia de todo o parte del territorio nacional por otros medios distintos a los que se prevén en los delitos de traición. Posteriormente, mediante ley orgánica 14/1985 de 9 de diciembre volvieron a modificarse algunos aspectos más accesorios de estos preceptos penales.

Fue el Código Penal aprobado en 1995 el que introdujo como elemento típico de la rebelión el carácter violento del alzamiento, elemento sobre el que han girado fundamentalmente los debates jurídicos que se han suscitado a propósito de los gravísimos acontecimientos que tuvieron lugar en la Comunidad Autónoma de Cataluña entre los meses de septiembre y octubre de 2017.

No es correcto, por lo tanto, afirmar que el delito de rebelión en su redacción actual no ha sido objeto de ninguna modificación, alegando que estaba previsto exclusivamente para los alzamientos militares de épocas bien lejanas; como tampoco lo es que los hechos que sucedieron en Cataluña no tengan encaje normativo en el referido tipo penal, so pretexto de que nos encontramos ante una rebelión civil postmoderna carente de tipicidad. Un alzamiento civil puede ser configurado como un delito de rebelión siempre que se cumplan los requisitos básicos que integran tal infracción criminal. La inclusión de las tramas civiles de los golpes de Estado fue precisamente la razón que justificó las reformas de los años 1981 y 1985.

La ubicación de aquellos hechos acaecidos en Cataluña durante el otoño de 2017 en el tipo penal de la sedición no deja de ser un tanto forzada. Porque seamos sinceros y rigurosos: convertir una rebelión contra el orden constitucional en una sedición contra el orden público, al socaire de una pretendida ensoñación –insólita licencia literaria rechazada incluso por los propios condenados en diferentes entrevistas– no parece la solución jurídicamente más correcta para unos hechos que la Sala de Apelaciones del Tribunal Supremo definió, en un auto de 17-4-2018, como una rebelión institucional de las autoridades de un territorio que ostentaban los poderes legalmente establecidos, y cuya gravedad fue manifiesta.

El discurso de el Rey (con un solo precedente histórico de similares características, el pronunciado por su padre con motivo del golpe de Estado del 23-F), el envío de miles de policías al territorio de la Comunidad Autónoma catalana, y la aplicación de un mecanismo excepcional de defensa de la Constitución, cual es el previsto por el artículo 155 de la Carta Magna, no son medidas que se adopten para sofocar una alteración del orden público, por grave que esta sea.

En un contexto temporal tan alejado de las antiguas asonadas militares, otrora requisito imprescindible de los alzamientos rebeldes, el uso de la violencia –cuando los alzados disponen de todos los resortes del poder (a excepción del Poder Judicial)– solo resultaba preciso para transitar determinados momentos del procés (los acaecidos el 20 de septiembre y la celebración del referéndum ilegal del 1-O), lo que no le resta un ápice de instrumentalidad y de funcionalidad a la violencia que se utilizó. En algunos momentos, el empleo de una oposición violenta (con agresiones, acometimientos, coacciones, daños, etcétera) llegó a ser un medio necesario para avanzar en el proceso rebelde, de modo que la violencia utilizada cumplió una función esencial y contribuyó como instrumento imprescindible a la consecución de sus objetivos.

Pero imaginemos por un instante que en el desarrollo de los episodios violentos que el tribunal reconoce, se hubieran empleado armas. ¿La apuesta por la sedición habría sido la finalmente asumida?

La sustitución de la Constitución por una legalidad paralela absolutamente inconstitucional, y la proclamación de la independencia, fines característicos de la rebelión (art. 472 apartados 1º y 5º CP), más allá de las garantías de éxito y aunque fuera por poco tiempo, justificaban el encaje normativo de los hechos en el tipo penal de la rebelión, y su definición jurídico-política como un golpe de Estado en toda regla.

A juzgar por la percepción que tuvieron los millones de ciudadanos españoles que presenciaron, con indisimulada sorpresa y mayor preocupación, los acontecimientos que se fueron produciendo a lo largo de esos dos meses, no parecían actos puramente simbólicos o declaraciones retóricas surgidas de un universo onírico o quimérico, incapaces de generar un riesgo para el orden constitucional.

Como tampoco se percibió, entonces, esa hipotética mutación de los fines que perseguían los líderes del procés, en virtud de la cual el derecho a decidir se convirtió sorpresivamente en un derecho a presionar. Una circunstancia esta que –como acertadamente sostiene el profesor Gimbernat– no altera para nada el elemento tendencial propio del delito de rebelión: el fin sigue siendo la obtención de la independencia, bien de manera directa (como así sucedió), bien de forma indirecta obligando bajo coacción al Gobierno de la Nación a negociarla, ya que en ambos casos la vía para su consecución era ilegal y delictiva.

Con estos antecedentes se ha alumbrado la idea de modificar estas figuras delictivas. Habrá que esperar a conocer cuál va a ser la redacción de los tipos penales y las sanciones anudadas a los mismos, pero todo induce a pensar que el núcleo central de la reforma, al menos en cuanto al delito de sedición, va a consistir en la creación de un subtipo agravado por el uso indebido de fondos públicos y en la reducción de las penas, tanto las de prisión como las de inhabilitación, incluso para los casos en que se trate de una sedición agravada por el uso indebido de fondos públicos. Todo ello so pretexto de modernizar un tipo penal, de escasa aplicación en nuestros tribunales, previsto para sancionar alteraciones de orden público de una cierta gravedad (motines carcelarios, caso de los controladores aéreos, etcétera).

El manido y recurrente argumento de que las penas impuestas a los condenados en la causa del procés son excesivas y desproporcionadas carece de fundamento jurídico alguno, y salta por los aires si se tiene en cuenta que la malversación de caudales públicos en cuantía superior a 250.000 euros –art. 432.3, pfo. último CP– lleva aparejada una pena de prisión con un mínimo de seis años y un máximo de 12 años, y una pena de inhabilitación absoluta de 12 a 20 años. En buena lógica, el delito de sedición agravado por una malversación de estas características no debería llevar anudadas, en ningún caso, penas de prisión e inhabilitación menores que las señaladas individualmente para el referido delito de malversación de fondos públicos.

Si así sucediere, el carácter ad hominen de la reforma quedaría en evidencia, y el principio de proporcionalidad de las penas absolutamente laminado. Y ello porque pese al mayor desvalor antijurídico de la acción delictiva (sedición con malversación) se estaría imponiendo una sanción penal inferior, sin tener en cuenta la mayor gravedad del hecho y la pluralidad de los bienes jurídicos afectados.

Una reforma penal de esta naturaleza se justifica exclusivamente por razones de interés general, que en el presente caso solo cabría identificar con la incorporación de aquellos tipos penales que garanticen una defensa más efectiva del orden constitucional y eviten la repetición de hechos delictivos tan graves como los sucedidos.

Todos somos conscientes de que la respuesta penal frente a los ataques al orden constitucional presenta algunas grietas que es necesario cerrar. Pero la solución no consiste en desmantelar o neutralizar los efectos preventivo-punitivos de los tipos penales vigentes, sino en protegerlo frente a las nuevas amenazas y agresiones de los tiempos actuales. Y ello exige, además de mantener los delitos de rebelión y sedición en sus propios términos, implementar la legislación penal mediante la incorporación de nuevos instrumentos jurídicos que garanticen una eficaz protección del marco constitucional: entre ellos, el delito de convocatoria ilegal de consulta y/o referéndum (como ya se anunció en período electoral), o la tipificación específica de la desobediencia reiterada al Tribunal Constitucional, como una modalidad agravada de la desobediencia, que lleven aparejadas penas de prisión e inhabilitación de cierta gravedad.

Es muy probable que, si estos tipos penales hubieran estado vigentes en aquel momento, su inmediata aplicación por la justicia penal habría permitido conjurar o prevenir muchos de los graves episodios delictivos que entonces se cometieron, lo que habría hecho innecesario el recurso a otras modalidades delictivas de una mayor gravedad.

Javier Zaragoza es fiscal de Sala del Tribunal Supremo.

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