La reforma pendiente de las leyes

El 14 de febrero pasado analicé en estas páginas el programa penal del PP, y no ahorré críticas a sus retrógrados contenidos y sus clamorosas ausencias. Habiendo vencido en las elecciones el PSOE, es conveniente echar un vistazo a su programa en materia criminal y en el de justicia, en el que se engloba.

En la legislatura recién fenecida, el PSOE impulsó la aprobación de la protección integral contra la violencia machista, del antidopaje deportivo y una apresurada reforma en materia de seguridad vial. En general, un balance positivo. Sin embargo, los proyectos eran mucho más amplios: reforma en profundidad del Código Penal, de la ley procesal penal, introduciendo la doble instancia y la instrucción en manos del ministerio fiscal.

También llegó a las Cortes otra reforma sustancial de la ley del Poder Judicial para adecuar la Administración de Justicia al Estado autonómico, ya imprescindible con los nuevos estatutos de autonomía, y la reasignación de competencias de los tribunales superiores de justicia y del Tribunal Supremo, una vez ya aprobada la necesaria reforma de la ley del Tribunal Constitucional y la reafirmación de su primacía.

Ahora, las líneas generales del programa de la legislatura anterior se mantienen en la presente y se incrementan aspectos tales como hacer llegar la justicia a todos los ciudadanos de forma rápida y segura en garantía de sus derechos.

No olvidemos que la base de cualquier reforma legal es la existencia de una adecuada maquinaria judicial. Para ello hacen falta tres elementos. El primero es una ampliación sustancial de los órganos judiciales y su dotación personal y material adecuada; el segundo, incrementar seriamente el esfuerzo presupuestario en la dignificación de las retribuciones de todos los servidores de la Administración de justicia que constituye, recuérdese, el tercer poder del Estado y el guardián de nuestros derechos y libertades; por último, poner en práctica las drásticas reformas orgánicas y procesales que la realidad demanda, en especial en materia penal y del Consejo General del Poder Judicial.

Sentado lo anterior, como el grueso de las reformas penales han constituido ya proyectos en la legislatura precedente, lo siguiente que habrá que preguntarse es por qué no han pasado en el Parlamento del escalón inicial: la mayoría ni siquiera han superado la fase de enmiendas. La respuesta es simple: no se han encontrado mayorías suficientes para aprobarlas. Por ello, tiene poco sentido hablar aquí de concretos temas penales, como la plasmación de compromisos europeos en materia de seguridad, en la lucha contra la corrupción, la más que discutible responsabilidad penal de las personas jurídicas o nuevos mecanismos alternativos a las penas convencionales.

En efecto, para que un proyecto de ley salga adelante son requisitos obvios, por lo menos, dos: calidad técnica y consenso. En cuanto a su calidad, es opinión extendida entre los juristas que las leyes modernas rozan la imperfección, fruto de la precipitación y de una dotación teórica y técnica poco satisfactoria. Para mejorar la calidad de las leyes hace falta cambiar radicalmente el proceso de su elaboración. Ha de crearse, en primer término, un calendario que abarque toda la legislatura, pues estamos hablando de normas de largo alcance y con vocación de perdurabilidad. Para ello hay que saber qué hay que reformar, qué se puede reformar técnica y políticamente, y, finalmente, los ministerios de turno han de ponerse manos a la obra.

No me parece nada descabellado, teniendo como tenemos en la actualidad la plétora de mejores juristas que se recuerda, crear amplias comisiones que los alberguen, que realicen las tareas mencionadas y presenten las propuestas de los preceptivos anteproyectos de ley. Me parece una recomendación nada desdeñable liquidar de una vez por todas las comisiones que tienen más de club de afines que de grupos de trabajo, donde académicos y prácticos realicen su labor en profundidad.

En segundo término, confeccionados los proyectos y asumidos por el Gobierno, con las modificaciones que se estimen pertinentes, pero aprovechando los trabajos efectuados, su presentación en el Parlamento debe estar precedida o, cuando menos, seguida, de la búsqueda de los consensos razonables. Consenso razonable quiere decir que cada grupo parlamentario ha de ser consciente de su fuerza y no querer imponer, por la vía de las presiones excesivas, sus convicciones o, incluso, meros intereses.

Hay que trabajar en esta línea, en mi opinión, desde ahora y sin desmayo. Cuando los perdedores, aún noqueados, se den cuenta de verdad de que han perdido, pueden ocurrir dos cosas: que el golpe les haga recuperar la razón manteniendo sus señas de identidad o que el golpe les suma todavía más en el griterío autista, tan cansino y conocido como insufrible. Sería altamente provechoso que los conservadores, sin dejar de serlo, se sumaran al consenso abandonado el extremismo; y los demás grupos, también. Así evitaríamos el espectáculo de que cada legislatura produce, o al menos intenta perpetrar, una reforma penal que, a la postre, por insuficiente, despierta en los adversarios el ansia de deshacerla a la menor oportunidad. Y así, ad infinitum.

Joan Josep Queralt, catedrático de Derecho Penal de la UB.