La refundación del capitalismo

La crisis que comenzó a hacer acto de presencia hace 18 meses ha resultado ser imprevisible. Primero se produjo el estallido de la burbuja inmobiliaria norteamericana y la detección del abuso en las hipotecas de alto riesgo; después, ocurrió el tsunami de la escalada de los precios de los alimentos y las materias primas; más tarde, irrumpieron la escasez crediticia y la parálisis del mercado interbancario a causa de la desconfianza provocada por la inundación de valores contaminados, de forma que la crisis hipotecaria se convirtió en crisis financiera; finalmente, la crisis financiera se ha convertido en una dura recesión.

Por fortuna, los estados han reaccionado y, al contrario de lo que ocurrió en 1929, han salido al rescate de las instituciones afectadas poco después de las primeras quiebras relevantes. Y ahora se disponen a revisar los fundamentos del mercado financiero global en la próxima cumbre de Nueva York del 15 de noviembre.

De momento, el pragmatismo se impone en forma de tratamientos sintomáticos, aplicados con encomiable celeridad, hasta el punto que la crisis financiera propiamente dicha está encarrilada. La lucha contra la recesión económica será más ardua. Pero resultará después inevitable que se extraigan graves lecciones de todo lo ocurrido. Es un hecho que los grandes cambios políticos acaecen después de las grandes crisis.

Tras la Gran Depresión del 29, Roosevelt edificó el New Deal, una apuesta progresista por el mercado regulado por la intervención estatal, que fue asumida por todo el Occidente y que incluía la edificación de un significativo welfare state. Fue la llamada edad de oro del capitalismo. Pero después de la crisis de los años 70, sobrevino la revolución conservadora de la mano de Reagan y Thatcher, que, bajo la batuta teórica de Friedman y Hayek, acuñó un neoliberalismo exacerbado y dogmático que satanizó el Estado de bienestar, consagró el axioma de que los mercados son plenamente capaces de autorregularse (cualquier intervención es contraproducente), apostó por el Estado mínimo y trató de demostrar que las bajadas de impuestos no son onerosas (la célebre curva de Laffer). Aquel modelo de la mano invisible, que acabó inspirando en buena parte la integración europea (el pacto de estabilidad y crecimiento tiene estas fuentes), alcanzó su praxis más exacerbada con el advenimiento de los neocon.

La revolución conservadora engendró una poderosa economía virtual en incesante expansión especulativa que llevó a algunos a creer que habían terminado los clásicos ciclos económicos y que nos habíamos embarcado en un milagroso y cuasi eterno ciclo largo de Kondratieff. El volumen del crédito mundial ha llegado a ser 10 veces el producto interior bruto (PIB) mundial; los gestores de las empresas, como los inversores de riesgo, se han guiado exclusivamente por la cotización de bolsa, sin la menor concesión a la racionalidad y a la eficiencia; la globalización económica no ha tenido el contrapeso de una mínima gobernanza mundial; los bancos centrales han actuado sin visión de futuro, y han reaccionado a las crisis sistémicas --la de los puntocom o la del 11-S-- mediante grandes inyecciones de liquidez y bajada de tipos que, al llegar la inflación y subir el precio del dinero, han dejado en precario a los más débiles, familias hipotecadas o pymes endeudadas en exceso.

Hoy, cuando el Gobierno republicano norteamericano ha realizado insólitas nacionalizaciones de bancos y cuando Sarkozy habla de fondos soberanos para adquirir empresas en dificultades, la regulación y la supervisión se imponen sin discusión. Y crece una corriente de opinión, que bien pudiera llamarse socialdemócrata, que aboga por combatir la recesión a la manera keynesiana clásica: mediante políticas anticíclicas. Es decir, entregando subsidios a los parados, transfiriendo recursos desde el Estado a los entes regionales y locales, acometiendo grandes obras públicas, etcétera, mediante el recurso al déficit público para estimular la demanda.

La tesis anglosajona del Estado mínimo está dando paso a la europea del Estado civilizador, encargado de la regulación y la supervisión, titular de una política económica vigilante y anticíclica, inspirador de reglas no estrictamente mercantiles --desde las ecológicas a las sociales--, sostén de un Estado de bienestar que otorgue el contrapunto de la seguridad a la libertad. Un Estado que trabaje asimismo internacionalmente para ordenar la globalización mediante unas normas de gobernanza que impidan los paraísos fiscales, el dumping social y medioambiental, la existencia de intermediarios financieros sin control...

El capitalismo selvático está, en fin, refundándose, es decir, dando paso a otro democráticamente reglado sin zonas vacías. Esta es la gran transformación ideológica en curso que, con seguridad, será la consecuencia fecunda de esta dramática crisis. Una crisis que hubiera podido evitarse si no hubiese hecho estragos el fundamentalismo.

Antonio Papell, periodista.