La regeneración de las instituciones

Vivimos y padecemos una compleja situación de crisis económica, al igual que les sucede a otros países europeos, fulgurantes tan solo por su desarrollo económico artificial, fruto de un inconsecuente proteccionismo oficial, en los cuales las prácticas abusivas perturbadoras del mercado también se han internacionalizado, aunque con las peculiaridades propias de una sociedad alarmada por una riada que ha hecho aflorar la evidencia de otras crisis soterradas. Cuando en las sociedades capitalistas, ancladas y sostenidas por la posesión de riquezas y el relativismo económico, se resquebraja su eje dominante, surgen la intranquilidad social o el pánico individual, lo que se traduce en la desconfianza sobre gobernantes e instituciones. La cascada de miserias que provoca la ausencia de recursos primarios modifica el desarrollo vital de sus miembros y se descubre que los principios morales y valores éticos, que como contrapeso deberían igualmente ser parte sólida de la conformación de esa sociedad, desaparecieron hace tiempo bajo intereses especulativos, y su falta convierte la crisis económica en una crisis existencial para millones de personas.

Los gobernantes, y adyacentes, han instalado a nuestra la sociedad en una plataforma giratoria fundamentada en el relativismo materialista, y cuando, como ahora sucede, las hipotecas se desbordan y las promesas resultan un cúmulo de engaños sobrevenidos, los ciudadanos se plantean otras crisis subyacentes, emergen la desconfianza, la incredulidad y las dudas sobre el sistema político de convivencia y las instituciones constitucionales, que deben ser, en su origen y desarrollo, referencia de dignidad y eficacia pública. Para que los ciudadanos crean en la democracia es preciso que esta se refleje en las propias instituciones, en su necesidad y utilidad social y en el comportamiento de quienes están encargados de que cumplan correcta y adecuadamente sus cometidos. Caso contrario, difícilmente puede exigirse que sean respetadas por muy bien que vengan diseñadas en la Constitución. Si la división de poderes, piedra angular de un Estado de Derecho para evitar aberrantes modos de gobernar, no se refleja en la actuación de las instituciones, es urgente clamar por su regeneración democrática, a fin de evitar la podredumbre del sistema, la instalación del salvajismo social como modo de coexistencia y del relativismo moral como norma.

En España tenemos un Parlamento cuyo diseño constitucional es bastante aceptable, fruto de un determinado momento histórico y con las reservas de rigor en cuanto a la funcionalidad del Senado. Sin embargo, la opinión que de la actividad y el comportamiento público de los legisladores tienen la mayoría de los ciudadanos es manifiestamente mejorable. La existencia de la institución no es en absoluto cuestionable; lo que está socialmente en entredicho es la actuación de los representantes de la soberanía popular, de la que por cierto se desentienden una vez que han sido elegidos en las urnas. Así, el ejercicio del derecho a votar es más un acto de fe que de participación consciente en la gobernabilidad del Estado. Otra institución fundamental e imprescindible en una sociedad democrática es el Poder Judicial. La Administración de Justicia es lenta, y por tanto dudosa en su eficacia, y su Consejo General, órgano de gobierno de jueces y tribunales, configurado correctamente en el Título VI de la Constitución y en la Ley Orgánica de 10 de enero de 1980, empezó su perversión con la promulgación de la también Ley Orgánica de 1º de julio de 1985, para que sus veinte miembros fueran directamente elegidos por los partidos políticos con representación parlamentaria. La consecuencia, entre otras que afectan a la dignidad de la Justicia, es que las plazas de presidentes de Sala y magistrados del Tribunal Supremo, presidencia de la Audiencia Nacional y presidentes de sus Salas, presidencias de Tribunales Superiores de Justicia y presidencias de sus Salas, así como de los magistrados de las Salas de lo Civil y Penal de los mismos, y presidencias de Audiencias Provinciales se eligen discrecionalmente por el Consejo, que a su vez es elegido por los partidos políticos bajo la carpa democrática de las Cortes Generales. Al efecto, conviene recordar que el posible enjuiciamiento de los ministros del Gobierno, y de su presidente, al igual que el de los miembros de las Cámaras, es competencia de la Sala de lo Penal del Supremo; y en el caso de los gobiernos de las comunidades autónomas y componentes de sus asambleas legislativas, de las Salas de lo Civil y Penal de los Tribunales Superiores. Sobre el Tribunal Constitucional, órgano constitucional imprescindible por su función de máximo intérprete de la Carta Magna, que debería servir de freno y ordenar la incontinencia legislativa, la elección de ocho de sus doce magistrados es decisión de los partidos políticos con representación parlamentaria. Recientemente, a través de la Ley Orgánica de 4 de noviembre de 2010, se ha cometido un posible fraude constitucional al reducir el tiempo de mandato de los magistrados, que tiene su antecedente inmediato en la Ley Orgánica de 24 de mayo de 2007, por la que se prorrogaba sine die el mandato de la Presidencia. Mediante una ley se alarga el mandado y por otra se reduce amparándose en razones de Estado, pero que en realidad solo esconden inconfesables conveniencias partidistas. Y se podría continuar citando también el sometimiento a que están sujetos otros órganos constitucionales, como el Consejo de Estado, Fiscalía General del Estado, el Tribunal de Cuentas, el Defensor del Pueblo o el Consejo Económico y Social, sin olvidar el Consejo de Administración de la radiotelevisión pública.

¿Cuál es el denominador común que aboca a la desconfianza y demérito del funcionamiento de estas instituciones y órganos que conforman el Estado social y democrático de Derecho que proclama la Constitución, y que deben servir de ejemplo y referencia a la ciudadanía? Que sus componentes son elegidos por el perverso «sistema de cuotas» entre miembros de la correspondiente fuerza política o afines a su ideología con una fidelidad a pruebas de leyes, lo que permite prever sus decisiones. Es la expresión de la mercapolítica y el cambalache que arrastra la incredulidad y el desprestigio.

La regeneración democrática debe empezar por la forma de elegir a los componentes de las instituciones básicas, las que conforman el sistema de división de poderes que permite evitar las concentraciones dictatoriales, para que su funcionamiento y desarrollo sea el constitucionalmente previsto. La necesidad de que los representantes libremente elegidos sean conscientes de que representan a la soberanía popular y no únicamente a los líderes de los partidos que los proponen para formar parte de unas listas electorales cerradas y bloqueadas. Y sobre todo, que quienes están al frente de las instituciones asuman que la vida democrática de una sociedad empieza con el ejemplo que ellos mismos aporten.

Teodoro González Ballesteros, catedrático de Derecho Constitucional.