La regulación de los «lobbies»

A principios del siglo XIX, Alexis Tocqueville señalaba de manera muy gráfica que siempre que a la cabeza de una nueva empresa se vea, por ejemplo, en Francia al Gobierno y en Inglaterra a un gran señor, en los Estados Unidos se verá, indudablemente, una asociación, destacando ya desde antiguo el papel que los lobbies iban a jugar en este sistema político. Dos siglos después parece haberse cumplido su profecía en la medida en que el fenómeno de los lobbies queda siempre muy vinculado a los Estados Unidos.

En nuestro país el debate no es nuevo, aunque aparezca ahora con mayor vigor. Este ha estado siempre presente en nuestra democracia, tanto en los propios trámites de elaboración de la Constitución de 1978 como en diferentes propuestas de la oposición en los años posteriores. Tales iniciativas eran muy similares a las que ahora se ponen sobre la mesa, proponiéndose la regulación de un registro de grupos de interés y de las condiciones para acceder al mismo y la elaboración de un código deontológico.

El fenómeno tampoco ha sido desconocido por nuestros tribunales. En una sentencia dictada con ocasión de un litigio por la falta de pago de los servicios de intermediación de un profesional en el desarrollo de negocio de una empresa del sector sanitario, el Supremo no tuvo reparos en calificar dichos servicios de lobby. Decía dicho Tribunal que la ausencia de normativa concreta en nuestro ordenamiento sobre el lobby no privaba del uso de categorías contractuales similares, como la analizada, no pudiendo declararse que el contrato que tenía por objeto el desarrollo de lobbying fuera por sí mismo ilícito. Los lobbies no sólo han estado presentes en nuestra realidad política y social, sino que también lo han estado en el mundo jurídico, aunque no haya fructificado en norma alguna. Sin embargo, dicho debate ha cobrado mayor relevancia estos últimos meses como consecuencia del proceso más o menos generalizado de revisión y mejora de nuestro sistema democrático, en el que el principio de transparencia y la lucha contra la corrupción constituyen ya objetivos indiscutibles.

La pregunta acerca de si es conveniente regular o no los lobbies no puede plantearse en clave meramente nacional. La integración en la UE provoca una nueva dimensión del problema, no ya como ejercicio de transparencia del poder público y de la lucha contra la corrupción, sino como un elemento indispensable en orden a favorecer la influencia de los intereses nacionales en las políticas comunitarias. Ello ya lo apuntó con acierto el propio Consejo de Estado en un informe de 2008, en el que señalaba que emerge sin remedio la realidad que deriva de la intervención que, en el proceso normativo y decisorio comunitario, tienen los grupos representativos de intereses sociales y el diálogo social, añadiendo el Consejo como realidad indiscutible la aparición en torno a las sedes de las instituciones europeas de grupos de intereses. El Consejo de Estado parecía proponer la conveniencia de regular o, al menos, abordar el fenómeno de los lobbies con una pretensión que no había de quedar ceñida a nuestras fronteras nacionales, sino que habría de llevarse a cabo como una propuesta de impulso de la influencia de los intereses nacionales en el ámbito comunitario.

En consonancia con ello, en el ámbito de los Estados miembros de la UE se aprecia un cambio de tendencia respecto del tratamiento jurídico de los lobbies, de manera que frente al silencio que mantenían la mayoría de los sistemas jurídicos sobre dicho fenómeno, con la excepción prácticamente de Alemania, hemos pasado a una situación en la que un importante número de Estados han introducido o han iniciado la regulación de la actividad de tales grupos. Por tanto, parece que el debate acerca de la conveniencia de regular expresamente los lobbies en España debe abordarse conjuntamente desde una doble perspectiva, y así no sólo valorar en qué medida es conveniente regular en nuestro sistema político el papel de los grupos de interés o presión, sino, también, en qué medida dicha regulación nacional ha de incidir en una mejor defensa de los intereses nacionales, tanto públicos como privados, en el ámbito de la toma de decisiones de la UE. Además, nuestro país no puede quedar al margen de la tendencia ya generalizada en los Estados de la Unión Europea en los que ya se recoge.

En todo caso, tal necesidad no debe hacernos olvidar que el acceso a los centros de decisión política debe quedar garantizada a todos los ciudadanos y no sólo a aquellos que pueden disponer de los recursos económicos necesarios para acudir a la fórmula del lobbyism, no estando de más recordar al profesor Cascajo cuando manifestaba hace una década que «el principio democrático reviste sin duda una naturaleza compleja, donde el elemento representativo puede conjugarse en diversos grados con la manifestación directa de la voluntad popular». Sin embargo, «muchas de las propuestas tendentes a articular una mayor participación ciudadana en los asuntos públicos caen en esa trampa perfeccionista que oculta políticamente lo poco meditado de las ideas y que acaba por convertir al ciudadano democrático en simple cliente del mercado político monopolizado por los partidos y por otros grupos».

María Isabel Álvarez y Federico de Montalvo Jääskeläinen, profesores de Derecho Constitucional de la Universidad Pontifica Comillas.

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