Para poder funcionar en una democracia por lo demás normal, la monarquía hereditaria necesita que la ciudadanía acepte un poco de ficción: en concreto, que una familia elevada por encima de la política pueda representar a la nación y sus valores.
Eso lleva su trabajo, sobre todo para la casa real más escudriñada de todas, la de los Windsor, que reina en el Reino Unido y en otros 14 reinos de la Commonwealth. Pocas familias han tenido tantos escándalos públicos y han sido tan sometidas a la lupa de los tabloides. La caída en desgracia del príncipe Andrés, debida a las acusaciones de violación y abuso sexual, y las desavenencias entre la realeza británica y el príncipe Enrique y su esposa, la estadounidense Meghan Markle, son solo los últimos golpes que han tenido que sobrellevar los Windsor.
Sin embargo, es la mesura de la reina Isabel II, la monarca más longeva en su reinado, lo que hará que sea menos recordada por cualquiera de esas cosas que por interpretar su papel tan bien, con tanta dignidad y durante tanto tiempo. Como escribiera una vez el más excelso dramaturgo de su país, a propósito del final de otra reina: “Está bien hecho y como conviene a una princesa / que descendía de tantos reyes soberanos”.
Extrañamente, los muchos pecadillos de “la firma”, como se ha llamado jocosamente al clan real, no parecen sino reforzar el prestigio monárquico de la reina. Por mucho que haya debido de sufrir por las correrías de sus seres queridos, nunca se desprendió del estoicismo y la entereza que los británicos han dado en considerar su propia marca de aplomo. Prácticamente, solo hubo una vez en la que verbalizó en público alguna turbulencia interna, y fue cuando se refirió a 1992, año en que se rompieron tres matrimonios en la familia real y se incendió el Castillo de Windsor, como su “annus horribilis”.
Durante la mayor parte del tiempo, mientras los tabloides de todo el mundo se regodeaban con los dramas de su hermana, sus hijos y sus nietos, la reina pareció estar por encima de todo ello. Su popularidad creció con los años, como también el apoyo del público por mantener en pie la familia real. Es muy elocuente que el príncipe Enrique y Markle, en su explosiva entrevista con Oprah Winfrey el año pasado sobre su decisión de escindirse de “la firma”, se cuidaran de acusar a la reina de insensibilidad o de racismo.
En muchos aspectos, a través de su comportamiento, su decoro, su constancia y su inquebrantable servicio —y simplemente por estar ahí tantos años—, la reina Isabel acabó definiendo la monarquía constitucional para Europa y buena parte del mundo. Fue la monarca más viajada del mundo: el periódico británico The Telegraph calculó que, cuando cumplió 90 años, había recorrido al menos unos 1.661.000 kilómetros y visitado 117 países. Los 13 presidentes estadounidenses que conoció se esforzaron mucho en comportarse correctamente en su presencia.
Parte de su atractivo era la extravagante —y excesiva, podrían decir algunos— pompa y ceremonia que acompañaba cada una de sus apariciones reales. Mientras que los países escandinavos se propusieron vaciar de contenido sus monarquías hasta que sus reyes y sus reinas fueron apenas distinguibles de los ciudadanos normales, el Reino Unido puso mucho orgullo en mantener el lote medieval completo: carrozas doradas, cascos con piel de oso, lacayos de librea y toneladas de tradición.
Era marketing, sin duda; la familia real está en el centro de la marca y la identidad británicas. Sin embargo, la reina Isabel se dispuso a tratarlo todo —desde leer un mensaje protocolario en el Parlamento con una corona de más de 2 kilos en la cabeza hasta fingir deleite en alguna ceremonia tropical— como parte del servicio al que dedicó su vida. Como dijo en un emocionante discurso cuando cumplió 21 años: “Declaro ante todos ustedes que dedicaré toda mi vida, sea esta larga o corta, a su servicio y al servicio de esta gran familia imperial a la que todos pertenecemos”.
Aunque la democracia no le dejó ninguna verdadera competencia de gobierno, fue una adelantada a su tiempo al defender la igualdad y la diversidad en la Commonwealth y, por lo que cuenta la mayoría, transmitió discretamente sus opiniones a los sucesivos primeros ministros, con los que mantenía reuniones semanales.
Las relaciones de la reina con otra mujer poderosa, Margaret Thatcher, primera ministra durante muchos años y más o menos de la misma edad que la reina, son el mejor ejemplo conocido. Las medidas políticas de Thatcher en materia laboral y su renuencia a imponer sanciones a Sudáfrica entraban en directo conflicto con las opiniones de la reina y, en un determinado momento, el secretario de prensa de la Casa Real, Michael Shea, declaró a los periodistas que, al parecer de la reina, las medidas políticas de la primera ministra eran “insensibles” y “generan enfrentamiento y división social”.
Se le ha dado mucha importancia a ese momento en las películas y en la serie televisiva The Crown, enormemente popular. Pero, como ocurre con muchas palabras atribuidas a la reina en la prensa y en el cine, se desconoce la realidad. La reina negó que esas fuesen sus verdaderas opiniones, y Thatcher nunca hizo declaraciones públicas sobre su relación con la reina.
Esa reserva pública también ha distanciado a la reina de otros miembros de la familia, entre ellos su difunto marido, el príncipe Felipe, y su heredero, el príncipe Carlos, mucho menos reacios a dar a conocer sus puntos de vista. Esto plantea una pregunta fundamental: ¿puede la monarquía sobrevivir a Isabel? O, por citar de nuevo Antonio y Cleopatra, de Shakespeare: “¡Que el dorado Febo nunca más sea contemplado / por tan regios ojos!”.
El príncipe Carlos ha esperado tanto que, a los 73 años, debería estar jubilándose, en vez de empezar el trabajo para el que fue capacitado, y no goza de especial popularidad. Las encuestas británicas han indicado que muchos preferirían un salto lo más rápido posible al príncipe Guillermo, duque de Cambridge, que con su encantadora duquesa y sus adorables hijos ha demostrado cierta destreza para desempeñar el trabajo de la realeza. En cambio, Carlos, príncipe de Gales, ha admitido que para él fue “una experiencia espantosa, inexorable” ser consciente de lo que le esperaba.
Con un Carlos entronizado a regañadientes, sin duda subirá el volumen de las preguntas sobre el costo y el valor de que una familia consentida y mancillada sea la imagen del Reino Unido. Es probable que los países de la Commonwealth compartan esas dudas, y algunos podrían seguir el ejemplo de Barbados en 2021, cuando dejó de tener a la reina como jefa de Estado y anunció: “Ha llegado el momento de que dejemos atrás nuestro pasado colonial”; o de Jamaica, cuyo primer ministro dijo que el país estaba “pasando página” respecto a la monarquía británica tras la desastrosa visita real de los duques de Cambridge, este mismo año.
Quizá, más allá de todas esas preguntas sobre la popularidad, la utilidad y el decoro, está la de si alguien podrá alguna vez compartir con la reina Isabel su aprecio innato por la mística del monarca, y su dignidad regia natural. Eran rasgos heredados de una época en la que la dignidad y el papel del trono todavía eran patentes para muchos; de cuando Winston Churchill, uno de los primeros mentores de la joven reina Isabel, ensalzó a la soberana como “el esplendor de nuestra herencia política y moral”. Es difícil nombrar un monarca en activo que siga personificando ese poder, y ninguno que lo haga de forma tan digna y convincente como lo hizo la reina Isabel.
Mucho dependerá de las generaciones más jóvenes. Lo más probable es que sigan haciéndolo funcionar. Uno de los misterios de la vida es que muchos cuentos infantiles se empeñen en centrarse en reyes y reinas que, o bien son buenos gobernantes y queridos por su pueblo, o bien son suplantados por un buen príncipe o por una buena princesa. Nuestro primer contacto en la niñez con el concepto de gobierno suele ser el del buen monarca que trasciende los sórdidos embrollos de la política.
La reina Isabel demostró que eso no tenía por qué ser ficción.
Serge Schmemann se unió al Times en 1980 y trabajó como jefe de la oficina en Moscú, Bonn, Jerusalén y en las Naciones Unidas. Fue editor de la página editorial de The International Herald Tribune en París de 2003 a 2013.