“Su majestad es una chica bastante agradable / Pero no tiene mucho que decir”, cantaba el Beatle Paul McCartney en una cancioncilla juguetona incluida en el álbum Abbey Road de 1969. La letra me viene a la mente cada vez que la reina Isabel vuelve a ser noticia, lo cual ha ocurrido a menudo en los últimos años, con la serie de Netflix The Crown; la muerte de su marido, el príncipe Felipe, y las desventuras que acaparan titulares de su progenie real.
Sin embargo, las últimas noticias —que la reina ingresó a un hospital “para realizarle algunas investigaciones preliminares”— suscitaron un nivel distinto de emoción y ansiedad, que no disminuyó del todo con el mensaje tranquilizador de que “sigue de buen humor”. Incluso a sus 95 años, con 69 en el trono, la reina Isabel no es alguien que se tome una licencia por enfermedad a la ligera.
En una época en la que la vejez y los privilegios hereditarios están en desuso, la reina Isabel sigue siendo muy apreciada, como evidencian sus altos índices de popularidad. Ningún otro jefe de Estado ha logrado combinar los antiguos ritos de la monarquía hereditaria con el gobierno democrático como lo ha hecho ella.
Puede que haya una decena de monarquías en Europa y casi 27 países con familias reales en todo el mundo, pero más allá de sus reinos, poca gente sabe siquiera que Noruega tiene un rey (Harald V), puede nombrar al monarca de Tailandia (Maha Vajiralongkorn Bodindradebayavarangkun) y, mucho menos, tomarse en serio la “boda real Romanov” escenificada recientemente en San Petersburgo. Cuando la reina Isabel muera, es dudoso que el príncipe Carlos o el príncipe Guillermo, los dos siguientes en la línea de sucesión al trono británico, estén a su altura. Puede que sea la última monarca global del mundo.
Aunque podría “tener mucho que decir”, por todo lo que ha visto, oído y soportado, en gran medida se lo ha guardado. A pesar de los discursos innumerables que ha pronunciado y de la gran cantidad de banquetes que ha compartido con un interminable desfile de gobernantes, políticos, celebridades y súbditos, incluidos cinco papas y trece de los últimos catorce presidentes estadounidenses (el que falta es Lyndon B. Johnson), nunca ha concedido una entrevista a un periodista. Entre las escasas declaraciones reveladoras que ha dejado escapar está la célebre referencia a 1992, un año en el que terminaron tres matrimonios reales y un incendio destruyó cien habitaciones del castillo de Windsor, como su “annus horribilis”. Y eso fue en latín.
Por lo general, sus discursos —a diferencia del “Discurso de la reina”, que lee en la apertura anual del Parlamento— han sido invocaciones vigorosas al deber, el valor y otras virtudes caballerescas. En uno de sus primeros discursos importantes —en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, el 21 de abril de 1947, cuando cumplió 21 años y era heredera de la corona— invocó el “noble lema” adoptado por los herederos precedentes cuando alcanzaron la mayoría de edad: “Yo sirvo”.
“Me gustaría hacer esa dedicatoria ahora”, continuó. “Es muy simple. Declaro ante todos ustedes que toda mi vida, sea larga o corta, estará dedicada a su servicio y al servicio de la gran familia imperial a la que todos pertenecemos”.
En retrospectiva, la historia de ese servicio puede no parecer tan noble. Hace siete décadas, Sudáfrica era gobernada exclusivamente por blancos y muchos países aún no se habían independizado del Imperio británico. El racismo inherente al pasado colonial del Reino Unido ha sido objeto de un nuevo escrutinio a causa de las acusaciones de Meghan Markle y el príncipe Enrique.
Sin embargo, la reina Isabel se ha mantenido fiel al voto “muy simple” que hizo cuando era una princesa de 21 años. Década tras década, mientras sus imágenes en las divisas de los numerosos reinos de la Mancomunidad en los que sigue siendo la jefa de Estado constitucional han cambiado para reflejar a una reina en proceso de madurez, ha seguido cumpliendo fielmente sus numerosas obligaciones reales, que a menudo incluyen largos viajes. Mientras tanto, se ha convertido en la monarca británica más longeva y con el reinado más duradero. Si permanece en el trono para el 27 de mayo de 2024, superará a Luis XIV de Francia como el monarca europeo que más tiempo ha reinado. (Él ocupó al cargo desde los 4 años).
Eso es lo único en lo que Isabel II y el extravagante “Rey Sol” pueden compararse: el rey francés se encargó de glorificar su gobierno absoluto en cuadros y palacios fastuosos. La reserva, la sencillez y la obediencia a las limitaciones constitucionales han sido intrínsecas al reinado de la reina Isabel, lo que ha generado un retablo que escritores, artistas, directores, tabloides, merceros y el público han llenado con los colores, las emociones y los detalles que han considerado oportunos.
Las reinas Isabel de Helen Mirren, Claire Foy y Olivia Colman, tres de las actrices que la han representado, son muy diferentes, aunque cada una es una interpretación plausible de los hechos conocidos de su vida. El secretario de comunicaciones de la reina, Donal McCabe, advirtió que el palacio real no era “cómplice de las interpretaciones” presentadas en The Crown.
Colman, quien interpretó a la reina en esa serie, la considera una “feminista definitiva”. “Ella es el sostén de la familia. Es quien aparece en nuestras monedas y billetes. El príncipe Felipe tiene que caminar detrás de ella. Arregló coches en la Segunda Guerra Mundial. Se empeñó en llevar en auto a un rey que venía de un país en el que no se permitía conducir a las mujeres” (se trató del príncipe heredero Abdullah de Arabia Saudita en el castillo de Balmoral, en Escocia, en 2003, cuando pidió a la reina que condujera más despacio).
En su mensaje de Navidad de 1966, la reina abordó explícitamente las limitaciones a las que se enfrentan las mujeres en todo el mundo. “A pesar de estas incapacidades, han sido las mujeres quienes han fomentado la dulzura y el cuidado al progreso arduo de la humanidad”, comentó.
Comentarios como ese y programas como The Crown pueden dar a la gente la sensación de conocer a la reina Isabel. Sin embargo, es una medida de su mística que nadie sabe con certeza si ella ha visto alguna de las películas o series de televisión que la retratan. Tampoco se sabe cómo le han afectado todas las crisis a las que se ha enfrentado, desde la muerte de la princesa Diana hasta la amistad del príncipe Andrés con el delincuente sexual convicto Jeffrey Epstein. Tal vez eso es lo que quiso decir McCartney con la frase “Su Majestad es una chica bastante agradable / Pero cambia de un día para otro”.
Lo paradójico es que, a lo largo de todos los cambios —los escándalos, la vacilante entrada del Reino Unido a la Unión Europea, la desgarradora salida de esta y toda la demás agitación del mundo— y a pesar de que realmente sabemos tan poco de ella, la imagen compacta de la reina, amablemente sonriente con esos abrigos de color pastel y sombreros combinados, a veces acompañada por un corgi galés igual de compacto, se ha convertido en una constante reconfortante a lo largo de las décadas, y de esas ya no quedan muchas.
Serge Schmemann se incorporó a The New York Times en 1980 y trabajó como jefe de buró en Moscú, Bonn, Jerusalén y en las Naciones Unidas. Fue editor de la página editorial de The International Herald Tribune en París de 2003 a 2013.