La reina loca

'Doña Juana la Loca' (1877), de Francisco Pradilla, de la colección del Museo del Prado.
'Doña Juana la Loca' (1877), de Francisco Pradilla, de la colección del Museo del Prado.

Cuando en el Museo del Prado contemplo el célebre lienzo de Francisco Pradilla Doña Juana la Loca (1877) —que ahora se exhibe junto con otras telas más desconocidas del pintor aragonés para conmemorar el reciente centenario de su fallecimiento—, siempre he creído que la obra contribuyó a despertar el interés por la figura de la reina Juana I de Castilla que mostraron algunos de nuestros escritores, como Ramón Gómez de la Serna, que en Automoribundia habla del famoso retrato de la reina que colgaba de las paredes de todos los hogares españoles, como el de su abuela, hermana de la poeta romántica Carolina Coronado.

En el verano de 1917, Federico García Lorca participó en otro de los viajes culturales organizados por el profesor granadino Martín Domínguez Berrueta (catedrático de Teoría de la Literatura y de las Artes), que recorría con sus alumnos las ciudades y los pueblos de España combinando, según los métodos pedagógicos institucionistas, el estudio en las aulas o archivos y bibliotecas con las visitas a museos y monumentos. “Ha despertado anhelos, descubierto vocaciones, iniciado a toda una noble juventud en el amor del trabajo y de la cultura”, escribió de él Antonio Machado. Al final de cada jornada, los alumnos escribían sus anotaciones y experiencias del viaje.

Así nació el primer libro de Lorca: las prosas reunidas en el volumen Impresiones y paisajes (1918). Aquel verano, el poeta recorrió las tierras de la Vieja Castilla, y en Sepulcros de Burgos aparece ya una primera referencia a doña Juana: “Se siente gran extrañeza al contemplar los sepulcros vacíos de la Cartuja que encerraron en un ánfora las entrañas de Felipe el Hermoso y ante los cuales la ideal Juana la Loca, de pasión, lloró desgarradora ante el cuerpo de su alma”. Poco después, en diciembre de 1918, fechaba el poeta la Elegía a doña Juana la Loca (perteneciente al Libro de poemas, 1921), una extensa composición de 60 versos alejandrinos agrupados en cuartetos, en la que Lorca destaca básicamente dos notas: la pasión y la muerte de la reina. No es el verso inicial el más logrado (“Princesa enamorada sin ser correspondida”), ni tampoco los elementos elegidos para expresar la pasión, que transforman la figura de Juana, tiñéndola, quizá en exceso, de un cierto sensualismo (clavel rojo, paloma de alas tronchadas, collares de perlas, princesa morena), deudor del orientalismo y exotismo modernista que también tentó al joven Lorca. Es al hablar de la muerte de la reina cuando encontramos imágenes más auténticas: el sueño “entre nieves y cipresales” o esa tumba rezumando su tristeza “a través de los ojos que ha abierto sobre el mármol”. Tampoco podía faltar, desde luego, el recuerdo de uno de los episodios más llamativos de la vida de Juana —su peregrinaje de amor—, que le inspira al poeta posiblemente la mejor estrofa de la Elegía: “Y tu grito estremece los cimientos de Burgos. / Y oprime la salmodia del coro cartujano. / Y choca con los ecos de las lentas campanas / perdiéndose en la sombra, tembloroso y rasgado”.

Es este episodio el que más desarrolla Ramón Gómez de la Serna en una de sus Novelas superhistóricas (1944), donde, lejos de aplicar las habituales reglas del género, Ramón elude el marco circunstancial para abismarse en la interioridad y el subconsciente de la protagonista, obedeciendo únicamente a la intuición poética. A Ramón le interesa lo que la historia de doña Juana tiene de locura, de amor, de perpetuo éxodo, de esperanza, de peregrinaje que muere en un ocaso. De ahí el espléndido capítulo cuarto de la novela, en el que el paisaje —jarales resecos, plantas doblándose sobre la tierra como garfios, árboles retorcidos— se vuelve silencioso para recoger el dolor y la soledad de esa locura de amor repetida en las viudas de los pueblos, en los coros de perros aulladores, en las estatuas yacentes de las iglesias, en las piedras miliares de los caminos o en los puentes donde doña Juana “apresuraba el paso porque en los puentes se pasa de la razón a la locura y temía tirarse por ellos a la Historia, que es a donde se tiran los suicidas”. Ramón toma esa imagen clásica —río, tiempo, muerte— y la proyecta hacia el futuro porque le interesa presentar la actualidad de una locura de amor en medio del tiempo. Y una sinrazón: la de una reina, la única, “que exhibe ante los pueblos la desgarradura de su razón”.

En 1994, la muerte sorprendió a Rosa Chacel trabajando en un proyecto sobre la compleja y atractiva personalidad de Juana la Loca, abordando la pasión llevada al paroxismo de la locura, pues estudiaría allí otra modalidad de “la implacable, indestructible, polimorfa y voraz especie del Deseo”. Quedaron algunos fragmentos: “Se adueñó una imagen de Fernando hasta que a su razón otras ya no llegaron. ¿Qué hacer para que nos reconozcamos como nosotros y así poder transmitir mi deseo en esta tierra cuya forma he soñado?”.

Las de Lorca, Ramón y Rosa Chacel son solo tres muestras de pervivencia poética de aquella locura de amor en la que se extravió, errante, doña Juana.

Ana Rodríguez Fischer es catedrática de Literatura Española en la Universidad de Barcelona.

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