La reivindicación del mal

Anota Kafka en su cuaderno azul en 1916 viendo su tiempo y el nuestro por venir: «Una vez escogido el mal, éste no pretende ya más que creamos en él». Poco después, la Gran Noche–cuyo 70 aniversario conmemoramos– no hizo sino darle razón a nuestro avisador judío. La abdicación de las democracias como «régimen vigilante» dejó al mal hacer tan de las suyas que sucedió lo inimaginable o al decir exacto de Emile Fackenheim, «lo imposible fue hecho posible». Y esa posibilidad muy real se llamó Auschwitz con su radical novedad de las «fábricas de la muerte». De modo que con tal singularidad en la capacidad humana de hacer el mal y de la significación del mal mismo, se introducía un hiato en la Historia como tempranamente vio Arendt.

Y, salvando el abismo cualitativo y cuantitativo, la dialéctica del «mal imposible» nos arroja ahora un nombre con un crimen nuevo, ciertamente inimaginable, y que supone un antes y un después en la historia de la aviación comercial: el de Andreas Lubitz con su acción homicida del Airbus en los Alpes. El consejero delegado de Lufthansa –antiguo comandante– expresó con exactitud la perplejidad inherente en que nos sume el «mal radical» ante su espectáculo: «No nos era dado representárnoslo ni en nuestras peores pesadillas». Lo irrepresentable de la acción de Lubitz –«un suicidio asesino» con voluntad planeada de acabar con un pasaje sin beneficio secundario alguno a diferencia del 11-S– la sitúa más allá de los límites ya no de la razón sino sospecho que de la psiquiatría misma.

La reivindicación del malA lo sumo, tan solo nos cabe encuadrar el crimen del copiloto alemán en esa «aceleración del Mal» que está adoptando formas inéditas e inauditas de aparición como venimos observando desde el 11-S, cuyo mayor exponente cotidiano es la «refinada barbarie» del nuevo totalitarismo del IS con sus decapitaciones y hogueras retransmitidas. Sin olvidar la carga de malignidad que tienen dos fenómenos que definen nuestro presente: la extensión impensable y sobrecogedora de la pederastia y las sofisticadas honduras de la corrupción en nuestras democracias. Como si fuera distintivo de lo maligno adoptar nuevas formas de superación de sí mismo que hacen palidecer el mal anterior, en una reivindicación sin fin.

Y sin embargo vivimos una gran paradoja: mientras el mal va in crescendo en las últimas décadas en torno nuestro, al mismo tiempo despreciamos la advertencia kafkiana y la triste constatación citada de Fackenheim, a la vista de la profusión de la ideología del «pensamiento positivo» que empapa a Occidente. Creencia en la que se educó y creció también Andreas Lubitz y que acentúa el hecho de que los embates del mal siempre nos pillen por sorpresa y como a remolque e impidan un mínimo de atisbamiento preventivo.

Para entender tal olvido del mal, notemos que la noticia de la caída del Muro de Berlín y la década pacífica de los 90 tras la «angustiosa seguridad» de la Guerra Fría permitieron a Fukuyama proclamar el fin de la Historia. Final que suponía la «consolidación del bien» con el triunfo definitivo de la democracia liberal que abría un tiempo en el que se cumpliría lo que escribe el profesor de Harvard: «El fin de la Historia significará el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas, donde los hombres satisfacen sus necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en ese tipo de batallas». Ese mal con sus ramificaciones que Kafka vislumbró como antes lo había hecho toda la tradición occidental con Platón, san Agustín y Kant y el epígono de Freud, lleno de honduras y radicalidades, se esfumaba ante nuestros ojos como un «suceso del pasado» impropio ya de nuestro dominio de la Historia. Si el siglo XIX había supuesto la muerte de Dios, el XXI se anunciaba como el del enterramiento del Mal. Y se dejaba congruentemente de leer a Dostoievski.

De manera que bajo esta confianza en la solidez definitiva de nuestra democracia y una naturaleza humana sin mácula, encontró buen abono la «psicología de la positividad» que pronto se ha popularizado en forma de libros de autoayuda, estilos de vida, enfoques de coaching y patrones de management. Y que suponen el triunfo de la psicología –y de una psicología muy superficial– sobre la reflexión e inteligencia morales. El tipo de libros que muy probablemente también leyera Andreas Lubitz, como nosotros. Obras que coincidían en exaltar como supremo el valor de ser positivos, al tiempo que nos prevenían con voz firme frente a lo tóxico, fuera esto personas o realidades preocupantes. El polo estimativo bueno-malo se permutaba así por el eje positividad-negatividad que no es en absoluto lo mismo. Y así lo preocupante –y por lo tanto lo siniestro y morboso– se orillaba para terminar expulsado de nuestra comprensión y desarrollo vital, olvidando aquello de lo que nos advertía Kant: que el mal está entretejido y enraizado en nuestra naturaleza misma y que hay una propensión al mismo. Y que ese mal –como en el caso de la acción destructiva de Andreas Lubitz– puede alcanzar en lo abisal una dimensión misteriosa y demoniaca como intuía Freud.

Pero frente a ello la expansión de la «psicología positiva» ha llegado hasta un punto que, como recuerda Helena Béjar, el «sea usted positivo» se ha convertido en un nuevo imperativo vital, social y profesional. Desde Estados Unidos, Bárbara Ehrenreich lo ha explicado lúcidamente en su libro Sonríe o muere, la trampa del pensamiento positivo donde denuncia este nuevo tipo de «pensamiento mágico» en el que no cabe la queja ni la conciencia de la fragilidad de nuestra existencia individual y civilizatoria. Y es que a tenor de dicha ideología, basta simplemente con cambiar nuestro estilo de pensamiento negativo a pensamiento positivo para que el mundo sea modificado y se pueda concebir como espacio de felicidad y triunfo. Y sin embargo, Andreas Lubitz sabía que sus problemas de visión no eran modificables y que resultaría ineludible en pocos meses no superar la revisión ocular y tener que abandonar su máxima aspiración: ser comandante de Lufthansa. Sospecho que es en su descubrimiento de que el pensamiento mágico resulta pura ilusión cuando Lubitz madura su decisión asesina. Como si fuera de la positividad no existiera salvación. Pocas veces se han entreverado tanto en una sola persona la banalidad del mal, por un lado, con lo insondable del mismo.

¿Y qué podemos hacer ante este olvido del mal sepultado entre tanto discurso dominante superficial, olvido que favorece su insolente expansión individual, social, económica y política, como estamos padeciendo?

Creo que ante todo hay que volver a pensar el mal, sin eufemismos ni barandillas hacer frente a él con la inteligencia, no abdicar de su pensamiento. Claro que para ello habrá que pensar también en una filosofía del bien, sin el cual nada del mal se puede entender ni categorizar. De modo que por la fuerza de las evidencias, volvamos a creer en él como nos aconsejaba Kafka y tal vez así saber mejor a qué atenernos en las realidades privadas y públicas.

Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos Humanos.

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