La relevancia de la lengua de Heidegger

Del alemán se dice que es un idioma muy difícil de aprender. Pero ello sólo es cierto en parte, porque, si lo comparamos, por ejemplo, con el inglés, presenta frente a éste tanto desventajas como ventajas en su aprendizaje. Entre las desventajas del alemán -idioma oficial de Alemania (con más de 82 millones de habitantes) y de Austria, cooficial en Suiza y ampliamente conocido en algunos países de la Europa oriental como República Checa o Polonia- figura, en primer lugar, y al contrario de lo que sucede con el inglés, que, ni siquiera rudimentariamente, se puede aprender de viva voz. Durante mis frecuentes estancias en Alemania pude comprobar que inmigrantes españoles que llevaban muchos años viviendo en ese país apenas eran capaces de articular frases cortas con sujeto, verbo y predicado.

Ello se explica -segunda desventaja- porque es imposible aprender alemán sin haber estudiado previamente, y muy a fondo, su gramática. Y ello no sólo porque los géneros de los sustantivos alemanes (masculino, femenino y neutro) no sólo no coinciden con los españoles, sino que a veces nos deparan inesperadas sorpresas: la estación (de ferrocarril), por ejemplo, se dice en alemán el estación (der Bahnhof) y el regalo, lo regalo (das Geschenk). Por otra parte, tanto los artículos como los sustantivos se declinan, de tal manera que, cuando hemos aprendido la equivalencia entre una palabra española y el nominativo de la palabra alemana, con ello no hemos llegado aún al final del camino, porque todavía nos queda por averiguar la restante declinación del vocablo (genitivo, dativo, acusativo, tanto en singular como en plural, plural que, para mayor dificultad, no se suele construir con la adición de una simple ese; y así, por ejemplo, plural de Bahnhof: Bahnhöfe, plural de Land: Länder), a lo que hay que añadir además que, naturalmente, no podemos llevar a cabo la correspondiente declinación si previamente no conocemos el a veces enigmático género (masculino, femenino o neutro) de la palabra alemana en cuestión.

Además, y ésta sería la tercera desventaja importante, en las oraciones subordinadas el verbo se coloca al final, con lo que no podemos comprender el sentido pleno de una frase hasta que el interlocutor o el escritor la concluyan, regla que exige, por nuestra parte, cuando queremos expresarnos en alemán, que lleguemos a automatizar que el verbo no sigue al sustantivo, sino que hay que situarlo justo en el momento en el que acabemos la oración. Y así, la frase alemana: «Ich hoffe Enrique, dass Du den Aufsatz, den [acusativo] Du mir [dativo] zu schreiben versprochen hast, einen lehrreichen, aber nicht zu langen und zu langweiligen Aufsatz [acusativo] sein wird», traducida al español palabra por palabra tendría el siguiente tenor: «Yo espero Enrique que tú el artículo que tú escribir a mí prometido has, un instructivo pero no demasiado largo ni aburrido artículo será».

Hasta aquí las desventajas frente al inglés -que no son pocas- que encierra el aprendizaje del idioma germano, y que significa que, si no se estudia su gramática como si fuera, por ejemplo, una asignatura de Anatomía, de Derecho Procesal o de Contabilidad -lo cual supone «repetir y memorizar» muchas veces-, ni es posible comprender ni tampoco lanzarse a hablar o a escribir en ese idioma. El alemán es, por consiguiente, y en primer lugar, un problema «de codos». Lo que no sucede tanto con el inglés, porque en éste existe tal multitud desbordante de reglas y de excepciones que la certeza de no incurrir en una falta gramatical -porque esas reglas gramaticales (o la ausencia de ellas) difícilmente pueden exponerse sistemáticamente en un libro- sólo se adquiere -si se adquiere- con el transcurso de muchos años, de muchas conversaciones y de muchas lecturas, mientras que las reglas del alemán, una vez aprendidas en un espacio de tiempo más o menos dilatado, en función de las horas que se dediquen a su estudio, y porque esas reglas están estructuradas de una manera muy lógica y racional, nos proporcionan la relativa seguridad de que, al hablarlo o al escribirlo, nos estamos expresando de una manera gramaticalmente correcta.

Una ulterior facilidad que puede encontrarse en el alemán es que su vocabulario de uso habitual es más reducido que el del inglés -una lengua ésta que siempre está creando nuevas palabras-, por lo que, una vez aprendida su gramática, y, consiguientemente, con un menor esfuerzo memorístico -vaya lo uno por lo otro-, es más fácil dominar aquella lengua que no la inglesa con su inabarcable e ilimitado vocabulario.

Y last but not least: La pronunciación del inglés, especialmente para los españoles, cuyas cuerdas vocales desde que empiezan a hablar sólo han aprendido a emitir las cinco vocales (a, e, i, o, u) con un único sonido, sin que seamos capaces de distinguir, fonéticamente, las vocales abiertas, de las cerradas, de las breves y de las prolongadas, esa pronunciación inglesa constituye para nosotros un enorme obstáculo que, no obstante, hay que superar, porque, si no pronunciamos bien el inglés, nuestro interlocutor nativo no nos entiende, y si no somos capaces de aprender la diferencia que media del inglés escrito al hablado, tampoco podremos comprender lo que se nos está diciendo, por lo que ese idioma exige no sólo saber cómo se escribe, sino también cómo se pronuncia cada uno de sus vocablos. Por el contrario, el alemán prácticamente -y con algunas excepciones: la v se pronuncia como la f-, y tal como sucede también con el español, se pronuncia como se escribe, lo que no sólo hace posible que los alemanes nos comprendan en el lenguaje hablado, por mucho acento extranjero que tengamos y por mucho que desconozcamos la amplia gama fonética de las vocales (que igualmente existe en el alemán), sino también que, como apenas hay diferencia entre la palabra escrita y la hablada, si hemos llegado a entender lo que se escribe, entonces también hemos llegado a hacerlo de lo que se habla.

Se me pide que, prescindiendo de la evidente necesidad que actualmente existe entre muchos profesionales españoles de aprender alemán, ya que Alemania en estos momentos, como primera potencia industrial de Europa, puede ofrecer puestos de trabajo con los que aliviar el dramático número de parados que existe en nuestro país, haga referencia también al interés cultural vinculado al conocimiento de ese idioma, interés que no se limita a la posibilidad de poder leer en su idioma original a gigantes de la literatura como Goethe, Schiller, Thomas Mann, Kafka o Bertolt Brecht.

Ciertamente que ya no se puede afirmar, como lo hacía Ortega y Gasset en el siglo pasado, que «España es el problema y Europa [Ortega se refería especialmente a Alemania, en cuyas universidades se había formado] la solución», ya que la identificación que en aquellos tiempos efectuaba Ortega entre Europa y la Ciencia hoy ha dejado de tener validez, en cuanto que los grandes avances científicos tienen su origen actualmente en EEUU, como lo pone de manifiesto la circunstancia de que, mientras que hasta la II Guerra Mundial, la mayoría de los premios Nobel de Medicina, de Física y de Química correspondían a sabios germanos, a partir de entonces son los científicos norteamericanos quienes con mayor frecuencia son galardonados con esos premios.

Pero esa innegable superioridad de EEUU frente a Alemania (y a Europa en general) dentro de las ciencias de la naturaleza ya no se puede predicar con la misma contundencia respecto de las llamadas ciencias del espíritu o humanidades (Filosofía, Derecho, Filología, etc.).

Ello se debe, en mi opinión, a dos circunstancias. En primer lugar, a la capacidad de abstracción del pensamiento germano frente al carácter pragmático de la manera de razonar norteamericana. Algo que se pone de manifiesto, por ejemplo, en el Derecho anglosajón que, huyendo de la abstracción, prescinde en gran medida de grandes textos legales (códigos), dejándolo todo en manos de la jurisprudencia de los tribunales, del case law, ya que existe la inquietud de que, si se llega, por ejemplo, a un concepto abstracto de la definición de un determinado delito, pueda escaparse de su merecido castigo un comportamiento concreto que no encajara exactamente en dicha definición: en resumidas cuentas, en el Derecho anglosajón se busca la solución del caso, no en la subsunción en una definición legal, sino en la similitud con un anterior caso ya resuelto. Sucede, sin embargo, que en las ciencias del espíritu, como por ejemplo en la Filosofía, la creación de un sistema exige precisamente examinar una multitud de casos, detectar sus rasgos comunes e ir subiendo en una escala conceptual hasta llegar a un concepto abstracto-general. Ciertamente que nadie puede poner en cuestión la actual superioridad norteamericana en, por ejemplo, la Física, pero cuando los descubrimientos de ésta no se alcanzaban, como ahora, mediante la inversión de grandes cantidades de dinero en costosos aparatos y en sofisticados laboratorios y mediante el trabajo en equipo de numerosos científicos, sino por eminentes individualidades que elaboraban sus teorías casi exclusivamente -por así decirlo y exagerando las cosas- con la ayuda de sus poderosos cerebros funcionando a toda máquina bajo la luz que alumbraba la mesa de trabajo de su despacho, entonces los avances había que atribuirlos a genios como Einstein, Max Planck o Heisenberg.

Y como en la Filosofía -al igual que en las restantes ciencias del espíritu- no se necesitan ni sofisticados aparatos ni costosos laboratorios, y como el trabajo en equipo tampoco es necesario para alumbrar una idea, de ahí que haya permanecido ininterrumpida hasta nuestros días la tradición de las obras cumbres del pensamiento escritas en alemán, desde, por sólo mencionar a unos cuantos gigantes, Kant, Hegel, Freud o Max Weber, hasta Heidegger, Adorno o Jürgen Habermas.

La segunda circunstancia a la que habría que atribuir que la filosofía alemana siga figurando en un primer plano reside, como afirmó Heidegger, con razón, en la flexibilidad del idioma para crear nuevas palabras o para juntar en un solo vocablo, por ejemplo, sustantivos entre sí o con adjetivos o con participios pasivos, lo que permite formular con una gran economía y precisión un determinado concepto. Un ejemplo: la expresión strafrechtswissenschaftsähnlich, que me acabo de inventar ahora, se compone de los vocablos: Straf (pena), Recht (Derecho), Wissenschaft (ciencia) y ähnlich (semejante), y significa, por consiguiente, y comprimido en una sola palabra: «semejante a la ciencia del Derecho Penal», palabra que puedo utilizar como un único adjetivo para referirme a otra ciencia análoga a la del Derecho Penal.

Ciertamente que el alemán no es tan fácil como para que se pueda aprender intuitiva y onomatopéyicamente como aquel español que creía que tranvía en ese idioma se decía: «suban, estrujen, bajen». Pero tampoco tan difícil que no se pueda aprender si uno está dispuesto a estudiarlo con la misma intensidad con la que se está dispuesto a hacerlo para sacar sobresaliente en una asignatura hueso de una carrera universitaria. Si se aprende esa gramática, lo demás es casi pan comido.

Enrique Gimbernat es catedrático de Derecho Penal de la Universidad Complutense de Madrid, doctor en Derecho por la Universidad de Hamburgo, doctor Honoris Causa por la Universidad de Múnich y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO. Su último libro (en prensa), 'Handlung, Kausalität und Unterlassung', con prólogo de Claus Roxin, se publica en la editorial LIT (Münster y Berlín).

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