La religión devalúa la Constitución

Una profesora de religión pierde su trabajo por convivir con un divorciado, otra docente de la misma materia es despedida por participar en una huelga, otra sufre idénticas consecuencias porque iba de copas y además era concejala de Izquierda Unida; un líder sindical gana varios pleitos en la jurisdicción ordinaria por acoso moral frente al Gobierno canario y la Iglesia, por denunciar hechos como los citados. De todos se ha hecho eco la prensa diaria.

En amplios sectores de la opinión jurídica se entendía que estos actos de pura arbitrariedad inquisitorial e impropios de una sociedad abierta, cometidos por las autoridades representantes del culto religioso católico, eran sólo posibles a causa de las previsiones contenidas en los Acuerdos sobre enseñanza y asuntos culturales, de 3 de enero de 1979, ratificados entre España y el Estado Vaticano. Y se creía que el Tribunal Constitucional, cuando tuviese la oportunidad de pronunciarse en un juicio abstracto de constitucionalidad sobre este Tratado internacional, interpretaría en qué medida en dichos Acuerdos se encontraba la raíz del problema. Que no es otro que el omnímodo poder del llamado Ordinario diocesano para decidir acerca de la idoneidad de los profesores que han de impartir la docencia de esta, por otra parte, singular materia académica. Pero el Tribunal ha resuelto que los citados Acuerdos no ofrecen problemas de constitucionalidad y en consecuencia, ha desestimado la cuestión de inconstitucionalidad que hace más de cinco años le planteó el Tribunal Superior de Justicia de Canarias. Este último debía juzgar un caso concreto, consistente en decidir si según los Acuerdos de 1979 era adecuada a la Constitución la propuesta del obispo de Canarias de no renovar el contrato de trabajo a una profesora de religión, por mantener una relación afectiva con un hombre distinto de su esposo. Como era evidente que sobre la constitucionalidad de los Acuerdos el tribunal canario no podía decidir, planteó sus dudas de constitucionalidad a quien sí puede resolverlas, el Tribunal Constitucional. Y el resultado ha sido una sentencia que avala la plena constitucionalidad de los Acuerdos, con una fundamentación jurídica que deja muy poco margen de maniobra para que los jueces ordinarios y, en su caso, la propia jurisdicción constitucional por la vía del recurso de amparo, puedan hacer frente en un futuro inmediato a la omnipotencia, no ya divina -acerca de la cual la razón nada puede argüir- sino a la contractual, de este cómodo empresario que es la Iglesia católica española.

Los argumentos en defensa de la plena potestad de la autoridad eclesiástica para decidir sobre la idoneidad de los profesores de religión para impartir su docencia, son especialmente sorprendentes. En efecto, el Tribunal establece que este juicio de idoneidad que la Constitución permite (la denominada Declaración Eclesiástica de Idoneidad), "no se limite a la estricta consideración de los conocimientos dogmáticos o de las aptitudes pedagógicas del personal docente, siendo también posible que se extienda a los extremos de la propia conducta en la medida en que el testimonio personal constituya para la comunidad religiosa un componente definitorio de su credo, hasta el punto de ser determinante de la aptitud o cualificación para la docencia, entendida en último término, sobre todo, como vía e instrumento para la transmisión de determinados valores. Una transmisión que encuentra en el ejemplo y el testimonio personales un instrumento que las iglesias pueden legítimamente estimar irrenunciable". Ni un párroco de iglesia podría decirlo mejor.

Según este planteamiento, el profesor de religión no sólo ha de ser evaluado por sus conocimientos de la materia y su aptitud profesional sino también por su actividad fuera del trabajo. En consecuencia, el ejercicio que de su libertad personal pueda hacer individual o colectivamente ha de ser tenido en cuenta como canon jurídico, para la renovación del contrato laboral que le une temporalmente con un colegio financiado con cargo al presupuesto público. La debida adecuación a ese ejemplo y testimonios personales a los que alude el Tribunal Constitucional como instrumento irrenunciable de las iglesias ha de permitir enjuiciar el uso que el profesor pueda hacer respecto -por ejemplo- de su derecho a sindicarse, a ejercer el derecho de sufragio pasivo presentándose como candidato a unas elecciones, al derecho al matrimonio y al divorcio, al derecho a su intimidad como ámbito de su vida personal inaccesible a los demás salvado su propio consentimiento, etcétera. Y no se trata de una invención abstracta de supuestos posibles, sino una realidad que afecta a los tribunales, destinatarios de demandas por lesión de estos derechos y de cuya protección dependía, y mucho, lo que el Tribunal Constitucional dijese respecto de los Acuerdos de 1979.

Desde la perspectiva del juicio de razonabilidad que merece este criterio del Constitucional respecto de los docentes de religión cabe plantearse si su situación es distinta a la de otros profesores. Por ejemplo, la de su colega profesor de matemáticas, que en sus horas libres se inscribe en una academia de bailes de salón, o de la profesora de literatura que colabora con Amnistía Internacional, etcétera. Es decir, ¿se trata de supuestos de hecho distintos que merezcan un tratamiento jurídico diferente? Parece evidente que no, salvo que se pretenda constreñir al profesor de religión a la condición de mitad monje y mitad soldado. Una opción personal que es tan legítima como la del docente que a su vez es representante de un sindicato de clase. Pero lo que en ningún caso resulta admisible es una opción impuesta por un canon religioso, que es lo que se deriva de la interpretación dada por la jurisdicción constitucional. Razón por la cual trascender el juicio de idoneidad del profesor de religión a ámbitos extradocentes, desvinculados de su actividad profesional, constituye un tratamiento normativo discriminatorio.

El mandato constitucional de cooperación con la Iglesia católica no puede ser entendido con abstracción de otros derechos fundamentales de estos profesores en tanto que ciudadanos. La libertad religiosa y el derecho de los padres que así lo deseen a que sus hijos reciban una formación religiosa debe cohonestarse con el respeto a la libertad, igualdad y la no discriminación a las que se refiere el artículo 6.1 de la Ley Orgánica 7/1980 de libertad religiosa. Sin embargo, con la interpretación del Tribunal Constitucional de los Acuerdos con el Vaticano de 1979 la condición aconfesional del Estado deviene una pura falacia y la Constitución como norma suprema queda devaluada.

Marc Carrillo, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.