La rendija

No es de buen tono, en estos tiempos neoliberales, hablar en contra de la sacrosanta libertad de mercado que, como es bien sabido, nos traerá toda clase de beneficios, a la manera de un mesías prometido. De manera que es comprensible que no se hayan producido algaradas callejeras saludando la nueva ley del libro, pues se trata de una ley proteccionista en la medida en que establece el precio fijo para los libros. No habrá, por tanto, en España hipermercados ni cadenas de librerías lanzando reclamos como los que se ven cada día en el Reino Unido, donde es usual encontrar en esa clase de comercios ofertas de novedades con descuentos de hasta el 50%.

Habrá quien se pregunte si nos hemos vuelto todos locos cuando, desde los diversos sectores de la industria del libro, se ha apoyado la aprobación de una ley así. Tal vez haya quien piense que somos colectivamente víctimas de un desdichado ataque de corporativismo, que hemos olvidado la función social del libro y que pretendemos negarle la cultura al pueblo a base de impedir el abaratamiento de los precios.

Por si fuera poco, mientras esa ley lograba un consenso ejemplar, o sospechoso, según se mire, y avanzaba con rapidez en su trámite por el Congreso y el Senado, los cines cerraban sus puertas en protesta por la actual redacción de la nueva ley del cine, porque los exhibidores entienden que hay que acabar con la cuota de pantalla, es decir, la forma que el proteccionismo (en este caso, del cine producido en España) adopta en el mundo de la cinematografía.

Como es bueno aprender en cabeza ajena, acostumbro a preguntar a escritores y editores extranjeros cómo van las cosas en su país. Salman Rushdie fue tajante: el establecimiento de la libertad de precios en el Reino Unido, me dijo, ha destruido la red británica de librerías, y ha puesto en manos de un puñado de personas (los jefes de compras de las grandes cadenas de supermercados y de librerías) la política editorial de un país. Me confirmó sus recelos el director editorial de Random House UK, Dan Franklin, cuando recientemente me dijo que, debido a la proliferación de la política de descuentos, ya no había apenas lugares donde vender literatura ni ninguna clase de libros no mayoritarios. "Ahora, los libros difíciles ya sólo se venden por Amazon, y tenemos que limitar cada vez más el número de apuestas literarias que hacemos". Que diga eso el responsable de sellos históricos como Cape, Secker, Chatto, Harvill, etc., resulta estremecedor. Según sus informaciones, Tesco, una cadena de supermercados, se ha convertido en el principal cliente de los editores británicos, y desde su posición dominante consigue comprarles libros con descuentos de hasta el 70%. Waterstones, que fue una interesante cadena de librerías, ha ido degenerando y se aproxima cada día más a la política de Tesco, y en sus mesas de novedades ya predomina el libro de entretenimiento por encima del ensayo crítico y de la literatura.

Si eso ha ocurrido en apenas unos años en el Reino Unido, un país con índices de lectura un 25% superiores al español, y con una red de librerías extraordinaria, ¿qué habría ocurrido en España de haber prosperado la iniciativa del anterior Gobierno, que liberalizó los precios de los libros de texto y que al parecer habría hecho lo mismo con todos los demás de haber ganado las últimas elecciones generales?

Cualquier día aparece el anterior presidente del Gobierno diciendo que él lee lo que le da la gana, de la misma manera que conduce su coche a la velocidad que quiere, o que habla catalán en la intimidad, y nos arenga diciendo que ancha es Castilla y que viva el descuento, que es lo que mola. Al señor Aznar debemos el momento más delicado que ha vivido el mundo del libro español cuando, hace unos años, decidió que el proteccionismo se tenía que acabar.

Aquella decisión encuentra un eco en la ley actual, pues, si bien ésta consagra el precio fijo, también abre una rendija en uno de sus artículos, que excluye de la regla del precio fijo los libros de texto y material didáctico para los ciclos de la educación primaria y secundaria obligatoria. En la campaña del próximo septiembre comprobaremos el resultado, qué vientos se cuelan por esa rendija a mi entender peligrosa.

Esa rendija produce cierto vértigo, pues, aparte de representar una quiebra de la lógica de la ley (si el precio fijo es bueno, ¿por qué esa excepción?), parece dejar abierta la puerta a una futura modificación que sería terrible. La industria editorial española se ha beneficiado sobremanera del crecimiento de ventas experimentado por los grandes almacenes, cadenas de tiendas y, últimamente, también en los hipermercados. Sumando las facturaciones de estos canales de venta se alcanza una cifra superior al 70% del total. Sería de necios quejarse. Pero sería más necio todavía no recordar que, en un país que ha odiado históricamente la letra impresa; que ha tolerado que la lectura fuera cosa de la casta sacerdotal, como en el antiguo Egipto; que conoce el Quijote de oídas, pero no por su lectura; no recordar, digo, que en un país como el nuestro las librerías en el sentido clásico de la palabra son la vida misma del libro, el único futuro posible para la existencia de literatura, del pensamiento.

No quiero ni tratar de imaginar lo que ocurriría si se abriese más esa rendija. Al fin y al cabo, y pese al precio fijo, una tras otra, las librerías españolas van cerrando. O hay que salvarlas a fuerza de voluntarismo, como en la bella historia de esa librería de barrio salvada por gente del barrio, según contaba Rosa Rivas en la última página de este diario el miércoles 27 de junio. La librería es exactamente lo mismo que una especie biológica en peligro de extinción, y todo cuanto se haga por protegerla equivale a proteger al escritor, al libro, al pequeño editor aventurero que se atreve con libros que no tienen vocación de alcanzar ventas superiores a los cien mil ejemplares, que sólo pretenden decir cómo es nuestro mundo. O explicarnos por qué, con tanto neoliberalismo, nos han vuelto a subir las tarifas de la luz.

Enrique Murillo, escritor y editor.