La renta básica, pilar de un nuevo contrato social

Asegurar el derecho de los ciudadanos a no sufrir la miseria e incentivar ocupaciones de alto valor añadido deben ser dos de los principales objetivos de la sociedad española. Si a primera vista puede parecer que uno y otro exigen políticas de distinta naturaleza es precisamente porque el actual contrato social se ha ido desgastando al oponer justicia social a eficiencia económica.

El avanzado desarrollo económico de la sociedad española -pese al retroceso de la crisis- proporciona diversas prestaciones que en la práctica evitan la pobreza severa, pero responden a una ineficiente lógica de parches y en muchas ocasiones implican una intromisión moralista del Estado en la intimidad de las personas. El nuevo contrato social debe proporcionar una renta básica -también llamada universal- para asegurar la dignidad de cada persona, por un principio de solidaridad dentro del cuerpo social, sea cual sea el punto de partida de cada uno. No solo se aseguraría la subsistencia en términos materiales, sino que se erradica de raíz la desigualdad de oportunidades de quienes eligen su modo de vida por defecto o incluso por desesperación.

Como se explicará después, esta renta básica se estructuraría como un impuesto negativo. Un notable defensor de este sistema fue el economista Milton Friedman; desde el ámbito social e incluso filosófico también lo defendieron personalidades como Martin Luther King o Michel Foucault, y cada vez hay más defensores de esta propuesta desde posiciones políticas muy variadas. Resulta por lo tanto desacertada la argumentación de Daniel Lacalle en la edición de ayer de EL ESPAÑOL de intentar demoler el principio mismo de la renta básica para acabar proponiendo un impuesto negativo, que no es sino una de sus modalidades para aplicarla.

Esta renta básica podría situarse actualmente en España en aproximadamente 450 euros para los adultos y la mitad para los niños, subiendo progresivamente a partir de los 14 años. Su coste presupuestario es similar al que se destina actualmente por el conjunto de administraciones a prestaciones no contributivas más los primeros 450 euros de las contributivas, pensiones y sueldos públicos.

Se debe contar también con el ahorro de una engorrosa y en ocasiones indiscreta burocracia, que da lugar a desigualdades entre casos equivalentes no solo por el lugar de residencia, sino por la habilidad del ciudadano a identificar las ayudas a las que puede optar, o por la configuración legal del núcleo familiar. Atajar la pobreza en su raíz permitiría también ahorrar en programas sectoriales con frecuencia poco eficaces: la pobreza energética o la pobreza sanitaria no son sino manifestaciones de una misma pobreza que no consigue atender todas las prioridades vitales.

Además, la renta básica no desincentivaría el empleo, como sí puede ocurrir con los sistemas actuales de mínimos sociales que se pierden -aunque sea parcialmente- al obtener un salario. También es más neutra respecto al empleo que los complejos mecanismos de complemento salarial, donde el efecto más probable es que los empleadores descuenten esa subvención del salario ofertado -como ocurre en las ayudas al alquiler-.

Por el contrario, una renta básica a un nivel digno pero modesto tendría efectos emancipadores respecto al mercado de trabajo, beneficiosos tanto para los empleadores como para los empleados. Irían saliendo del mercado de trabajo ocupaciones tediosas, fáciles de mecanizar, que actualmente abundan porque hay empresarios que no se esfuerzan en innovar ante la facilidad con que encuentra demanda para puestos sin cualificación a sueldos muy bajos. Las personas podrían concentrase en tareas de mayor valor añadido o más gratificantes por la interacción humana.

La inexorable reducción del número total de horas dedicadas a empleos tradicionales no es una amenaza, sino una oportunidad que aporta el desarrollo tecnológico para que las relaciones laborales sean más productivas, más gratificantes y más igualitarias. También facilitará un mayor recurso al tiempo parcial a iniciativa del trabajador que podrá así conciliar mejor su vida familiar o dedicarse a actividades creativas o altruistas, que serán cada vez más decisivas en mejorar nuestra calidad de vida y la cohesión social.

En este marco de mayor igualdad para la negociación laboral y de incentivos naturales para crear ocupaciones eficaces, el Estado podrá concentrarse en proteger las condiciones dignas y seguras del trabajo, pero podría ir reduciendo su ineficaz intervención sobre la libertad contractual en materia de salario y despido, creándose así más empleo y un mercado de trabajo menos dual a través de un contrato único y la atenuación gradual de la referencia del salario mínimo. También podrían desarrollarse políticas activas de empleo más eficaces al concentrarse en quienes de verdad las necesiten y soliciten, en lugar de imponerlas a demasiadas personas dispersando esfuerzos.

Los progresistas no debemos permitir que la derecha se apropie de la cultura del esfuerzo, cuando las reformas del PP han ahondado las diferencias entre rentistas y quienes viven de su trabajo, al aprobar una reforma laboral que no solo permitía nuevas contrataciones con menores costes de despido -lo cual sí pudo incentivar nuevos empleos-, sino también despedir más barato a quienes ya estaban contratados.

¿Qué justificación tenía mejorar la cuenta de resultados de una empresa a base de que reduzca su actividad? ¿De qué sirvió mejorar la productividad a costa de la producción? Esos desempleados por capricho del PP ilustran su débil balance de gestión, pero “derogar la reforma laboral” no los devolvería a sus puestos.

Lo pertinente ahora es no caer en la simpleza de que cualquier flexibilidad es una concesión al patrón a costa del obrero. El principal problema del mercado del trabajo es la dualidad entre quienes tienen un empleo muy o bastante estable, y quienes se pasan literalmente toda su vida laboral alternando el paro con puestos precarios. Esta dualidad desincentiva la inversión en formación y la implicación del trabajador con los objetivos a largo plazo de la empresa.

Es necesario por lo tanto revertir esas debilidades estructurales con medidas radicales, es decir, que vayan a la raíz. Abolir la pobreza y liberar la innovación y el trabajo no son pues objetivos que deben competir entre sí, sino que se reforzarían mutuamente a través de un nuevo contrato social mucho más justo y mucho más transparente basado en garantizar una renta básica y simplificar las relaciones laborales.

Víctor Gómez Frías es militante del PSOE y consejero de EL ESPAÑOL.

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