La reparación estival

ES frecuente oír decir que los museos están para personas que se las dan de intelectuales. O bien para los interesados en la historia del arte. Se suele escuchar también que estas vacaciones estivales han servido para repararnos en el mar o en la montaña, pues los museos de arte no son lugares para descansar en familia o llevar a nuestros niños.

La neurociencia ha demostrado el desacierto de estas afirmaciones. Ha descubierto cómo nuestra capacidad visual necesita contemplar asiduamente obras de arte.

Al contrario de lo que la mayoría cree, no existe una percepción visual estándar o neutral. Basándose en la neurociencia, pensadores muy destacados de la actualidad, como John Searle, han explicado por qué el sentido de la visión no consiste en una recepción pasiva de estímulos. Y que dos personas con el órgano visual sano no ven lo mismo frente a idénticas sensaciones. De ahí que las investigaciones hayan comprobado que invidentes de nacimiento no ven las cosas igual que los demás en el momento de recuperar quirúrgicamente su facultad visual. ¿A qué es ello debido?

Para ver no es suficiente la recepción de datos sensoriales por parte de nuestro aparato neurovisual, sino que nuestra mente procesa, vale decir, interpreta esas sensaciones en función de nuestro trasfondo y bagaje.

Son nuestras experiencias educacionales y culturales las que hacen procesar los estímulos en un sentido u otro. Nuestros hábitos de ver y prácticas visuales inciden de manera decisiva en nuestra percepción. La mayor prueba de ello es que personas con trasfondos culturales diferentes responden de manera distinta a los mismos estímulos captados por la vista.

Y es aquí donde interviene la importancia de contemplar arte. Pues, entre todos los fenómenos de nuestro universo, solo las creaciones artísticas logran representarnos unas mismas realidades de muy diversas maneras.

El habituar, desde temprana edad, nuestros ojos y facultad visual a percibir las cosas de distintos modos hace que nos capacitemos para ver el mundo y sus personas de maneras diversas, enriquecidas y plurales.

Investigaciones recientes también han demostrado que el poder ver en más de un modo un mismo objeto nos hace más capacitados para resolver los problemas cotidianos con mayor rapidez y reflejos.

Los que han aprovechado este verano para ir a museos y contemplar obras de arte en vivo saben que es la mejor práctica para ejercitarnos en ese hábito y prepararnos para volver a las rutinas. Pues solo cuando nos ponemos frente a una obra original y la miramos con sumo detenimiento, contemplándola con plena atención durante varios minutos, adquirimos la capacidad de percibir de una manera nueva eso que el cuadro representa. ¿Por qué? Debido a la célebre distinción de Wittgenstein entre el ver y el ver como. Un ejemplo bien conocido es ver el pato que se puede ver como un conejo, o ver el conejo que se puede ver como un pato.

Contemplar con profundidad y durante largo tiempo la Noche estrellada de Van Gogh, por ejemplo, hace que desde ese momento podamos ver el cielo nocturno de un modo distinto, de una nueva manera, pues, como dice Searle, atender a ese cuadro de Van Gogh nos invita a ver esta noche nuestra como la noche que el holandés ha pintado en ese cuadro.

Pero hay otra poderosa razón, de naturaleza no tan funcional, sino más bien terapéutica, por la que acudir a museos en familia, en compañía de amigos o, simplemente, solos. Esa propiedad curativa es la analizada en uno de los ensayos cumbres del pensamiento escrito en español: «Lo bello y lo siniestro».

En este best-seller de los 80, Eugenio Trías prescribe contemplar arte para procesar con placer estético los males de nuestra época, pues demuestra en ese libro cómo lo siniestro aparece en las creaciones estéticas en forma de lo bello. Ir a museos sería, así, una «forma preventiva y de defensa –dice Trías– respecto a amenazas internas y externas que acosan por todas partes: sótanos del psiquismo y de la sociedad que cuanto más escondidos queden más efectos inesperados, crudos, intempestivos, dolorosos nos producen».

Ese es uno de los principales criterios para saber qué obra es obra de arte: aquella que tenga efecto benefactor, placentero. Junto con las prácticas de interiorización (mindfulness, espiritualidad), el arte es la única experiencia capaz de producirnos consuelo en momentos de dolor, de dificultades económicas, de terrorismo y violencia, de desunión europea, de desgobierno español o de incertidumbres climáticas. El arte nos hace gozar porque –como muestra Trías– al fascinarnos y seducirnos, nos hechiza e hipnotiza; cauteriza nuestra conciencia.

Arash Arjomandi, profesor de Ética Empresarial en la EUSS (UAB) y discípulo de Eugenio Trías.

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