“Speak English. This is America”. Estas son las palabras con las que un abogado de Manhattan reclamó al dueño de un restaurante para que sus empleados hablaran en inglés, y no en español. Son palabras que condensan una idea arraigada en buena parte de los estadounidenses y que justificó las sospechas de un agente fronterizo, en Montana, para detener a dos mujeres que hablaban en español.
Es la misma idea que llevó a una maestra en Nueva Jersey a decirles a sus estudiantes, que hablaban español, que en Estados Unidos se luchaba por defender el derecho de hablar americano, porque nada hay más natural que darle a una lengua el nombre del país en que se habla.
Las actitudes intolerantes son contagiosas y estos sucesos —irreflexivos y hasta violentos— reflejan que estamos viviendo una escalada de racismo, quizás provocada por el discurso del presidente Donald Trump. En lo que se refiere al español, las ideas e intenciones de Trump quedaron claras desde el inicio de su mandato: con el falso pretexto de su reorganización estructural, se suprimió la versión en español de la página web de la Casa Blanca. Es inevitable ver la alineación de Trump con el movimiento de English Only, que busca el uso excluyente y exclusivo del inglés en Estados Unidos.
Pero la idea del inglés como única lengua de Estados Unidos —y las discriminaciones subsecuentes— no iniciaron con el ascenso de Trump y su atrabiliaria política cultural. Los californios ya las sufrieron hace siglo y medio, cuando la fiebre del oro llevó hacia el Oeste a miles de anglohablantes que utilizaron el idioma como fundamento para reclamar derechos sobre una tierra que no era suya. Y las sufrieron los novomexicanos y texanos a los que hace un siglo se humillaba por hablar mal.
Uno de los casos de represión del español más delirantes en la historia de Estados Unidos fue el promovido desde la escuela Blackwell, en el sur de Texas, a principios del siglo pasado. Los alumnos del instituto habitaban un territorio tradicionalmente hispanohablante, pero el gobierno local quiso que abandonaran totalmente su idioma materno, el español, en beneficio del inglés. Como parte de una estrategia represora, los alumnos se vieron obligados a escribir “We will not speak Spanish” en un papel que debía depositarse en una caja con forma de ataúd. Una vez lleno, se organizó un funeral para “Mr. Spanish” y se ofició un entierro en presencia de toda la escuela.
La historia universal ofrece un amplio muestrario de premeditada represión social sobre determinadas lenguas, de manipulación de su estatus, de prohibición de su uso. Las formas de represión lingüística son muy variadas en sutileza y abarcan desde la coerción cotidiana en las familias o los barrios, hasta la prohibición de enseñar en la escuela alguna lengua.
Puede hablarse de represión lingüística cuando se ordena quemar libros en un idioma, como hicieron las fuerzas soviéticas con obras escritas en estonio en la Universidad Tartu de Estonia en los años cuarenta; cuando se obliga a los niños a cargar piedras por hablar la lengua de su familia, como ocurrió en el País Vasco español durante el franquismo; cuando a los alumnos que no hacen un uso adecuado u oportuno de la lengua debida se les prohíbe ir al baño o se les pega con una regla, como ocurría en Las Cruces, Nuevo México en los años setenta.
Esto ocurre acaso por una idea que se desarrolló durante el romanticismo nacionalista del siglo XIX que iguala lengua y nación. Si en el mundo existen unas seis mil lenguas y unos doscientos países, basta un simple cálculo para entender la ubicuidad del bilingüismo. Por ello, la búsqueda de una correspondencia absoluta entre una nación con una sola lengua solo ha traído tribulaciones a la humanidad: no hay nada más natural en los pueblos del mundo que la coexistencia de lenguas.
Michael J. Sandel, premio princesa de asturias de ciencias sociales de este año, ha reflexionado sobre cómo los derechos individuales no pueden sacrificarse en nombre del bien común. El Estado no debería imponer un modo de vida preferible, sino dejar que los ciudadanos elijan sus valores y fines, sin perjuicio de la libertad de los demás. Y uno de los derechos individuales más arraigados es usar la lengua propia en la comunicación personal. Así lo demuestran los 50 millones de hispanohablantes en Estados Unidos.
Por su parte, el filósofo coreano Byung-Chul Han propone una imagen que bien puede aplicarse a la actual represión del español en ciertos sectores de Estados Unidos: la expulsión de lo distinto. Nuestras sociedades están exhibiendo una veneración tan intensa a lo igual que las lleva a considerar su plenitud solo en lo idéntico: cuando las conductas están unificadas, las ideas se parecen y las lenguas se asemejan. En caso contrario solo cabe una salida: la expulsión. De ahí que muchos de los estadounidenses que exigen el uso público y privado del inglés están reivindicando mucho más que la lengua de un país: están demandando el uso de “la lengua del mundo”, la lengua, por tanto, en la que “todos” deberíamos igualarnos, especialmente los inmigrantes, los otros, los distintos. Aunque se podría observar que los distintos en Estados Unidos tienen la segunda lengua materna más hablada del mundo por número de hablantes, después del mandarín.
No importa la rica y longeva historia hispana de Estados Unidos (en 2016, los hispanos eran el 18 por ciento de la población estadounidense); no importa ser distinto en un país fundado por distintos. En los Estados Unidos de Donald Trump la única consecuencia de la discordancia parece ser la expulsión. Pero el hecho es que la diversidad, especialmente la lingüística, es un factor de identidad que no obliga a la renuncia de proyectos comunes. Por eso la diversidad se tiene que defender en América, en el continente entero.
Francisco Moreno-Fernández es director ejecutivo del Observatorio de la lengua española del Instituto Cervantes en la Universidad de Harvard y catedrático de la Universidad de Alcalá.