La república bananera de Donald Trump

En 1985, el cómico argentino Alberto Olmedo lanzó en su show de televisión un nuevo personaje, el Yeneral González, dictador de una república bananera llamada Costa Pobre. El Yeneral González tenía un humor chabacano y callejero tan cómico como peripatético. Era un payaso enfundado en un uniforme fucsia remendado hasta el trasero y rematado con una gorra de portero de la Quinta Avenida. Cruzada sobre el pecho, como banda presidencial, llevaba una cinta mortuoria que decía: “Tus amigos”.

El Yeneral González mentía con tanta simpatía que todos reíamos porque nos gustaba el engaño cómplice. Embaucaba, robaba, seducía y trataba a las mujeres como carne sin cerebro mientras repetía, cínico, que el pueblo no agradecía sus sacrificios. Daba imagen de duro, decía, pero tenía el corazón noble. Era un santo, un mártir que haría todo por salvar a la patria del desastre. “Soy el protector de los humildes”, repetía el Yeneral. “El pueblo me ama”.

La noche del domingo 9 de octubre, después de una hora de incoherencia, acusaciones desbocadas y mentiras sin filtro durante el segundo debate presidencial, el recuerdo del Yeneral González volvió a mí en el preciso instante en que Donald Trump escupió que, de ser presidente, nombraría un fiscal con la única misión de encarcelar a Hillary Clinton. Fue un extraño déjà vu: el Yeneral González solía enviar a prisión a todos sus opositores, y aunque Trump puede hacer check en todas sus mamarrachadas, aquel era un ejercicio de ficción, una parodia de los viejos dictadores latinoamericanos.

Esto, en cambio, es real.

Nada es humorístico en Donald Trump. Alberto Olmedo saltaba de tema en tema para abrir nuevas situaciones y provocaba la sensibilidad social con su humor de —sí— locker room, pero Trump no postula para protagonista de un show cómico. Durante el debate, incapaz de explicar algo y mucho menos detallar nada, su rol fue patético. David Rothkpof, editor de Foreign Policy, tuiteó que en política exterior Trump era tan incoherente que sonaba como “borracho en un bar”. A diferencia de Clinton —aburrida para la TV porque las políticas de Estado no son una sitcom—, fue imposible conocer el plan fiscal de Trump, cómo hará crecer al país, modernizará el sistema de salud o gobernará para todos. Es incapaz de hacerlo y no tiene interés. Pero mientras el balbuceo es aceptable en un humorista, resulta intolerable en un candidato a quien se pide, expresamente, claridad con el destino de todos.

Yo me he reído con el Yeneral González porque retrataba un universo que podía reconocer en la calle. Trump me atemoriza porque he visto esa película antes. Yo quiero aburrirme en un debate, no sobresaltarme cuando alguien que debe proveer cordura apenas escupe insensatez. Sigo sin creer que un hombre incapaz de profundizar dos centímetros por debajo de nada esté a un mes de, tal vez, dirigir la oficina más importante del planeta.

Cuando Carlos Menem presidió Argentina antes de inicio del siglo, su populismo de reality show fue gracioso al inicio, pero su voraz acumulación de poder y desprecio por la institucionalidad empujaron al país en que crecí a una crisis corrosiva que perdura. Menem, como Trump, era experto en promesas vacías, pero mientras el presidente argentino fue un espejo tragicómico del Yeneral González, el candidato republicano no es gracioso en su empeño por hacer de Estados Unidos una república bananera. La amenaza de perseguir a Clinton expresa el desconocimiento de Trump del régimen republicano: en democracia no hay ningún hombre ni mujer por encima de la ley, pero tampoco nadie es dueño de ella.

Aunque puede ser divertido comparar a Trump con un subproducto alucinado del tercer mundo, es menos confortable asumir que el hombre es fogoneado por millones de estadounidenses que piensan como él. Trump no surgió de la mente de un humorista sudamericano: aventurero, inmoral, macho, ignorante, racista y xenófobo, es un arquetipo del poder blanco que parecía acorralado —o barrido bajo la alfombra— hasta que encontró en la televisión el dictadorcillo adecuado. Cuando Trump aseguró en el debate que estuvo años sin pagar impuestos, nada lo diferenció moralmente de un robber baron o de un oligarca ruso. Y cuando dice que puede ordenar la persecución de sus opositores políticos, no resulta formalmente distinto de Vladimir Putin o de Nicolás Maduro. En Putin, Trump halla su reflejo de autócrata de país dominante; en Maduro está su símil del Yeneral González bananero.

Al final del debate, Trump tuvo un reconocimiento para Clinton: es una luchadora, dijo, nunca se detiene. Hasta resultó conmovedor observarlo, pero somos objetos del autoengaño: Trump ha arrastrado el debate político a una miasma tan hedionda que apenas diez segundos de humanidad parecen alentadores, pues nos resulta inconcebible aceptar que tanta estupidez y brutalidad conformen tan baja estatura moral en un hombre que puede ser el más poderoso de la Tierra.

A mí también me resultó conmovedor retornar a YouTube al terminar el debate para recordar al Yeneral González. Entré en el episodio donde despedía —sorprendentemente, con honorabilidad— al emisario del Fondo Monetario Internacional que le había negado un crédito justo cuando el pueblo de Costa Pobre se sublevaba en su contra. “Sé cuándo me toca perder”, dijo el Yeneral. Un minuto después hacía volar al emisario con una carga de dinamita.

Diego Fonseca es escritor argentino que actualmente vive en Phoenix y Washington. Es autor de Hamsters y editor de Sam no es mi tío y Crecer a golpes.

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