La república como petición de principio

Hay un sector del espectro político español, que abarca desde la izquierda radical al independentismo identitario, que rechaza la monarquía y reniega de la Constitución de 1978. Para ese sector que busca sustituir el sistema democrático imperante por otro alternativo, las turbulencias desatadas en torno al Rey Juan Carlos son la ocasión de dar su anhelado salto cualitativo con un postulado de apariencia sencilla: la monarquía es una institución corrupta que debe desaparecer y dar paso a una honrada república. Quienes auspician esa singular cabriola saltan alegremente de las personas a las instituciones y, jugando con los calificativos a su conveniencia, emiten apresuradas sentencias condenatorias con nombre y apellidos y expiden adivinatorios certificados de honradez con el nombre del titular en blanco. Pero no por insolventes hay que tomar sus argumentos a la ligera, pues tienen un público emocional muy receptivo a planteamientos sencillos al que no le preocupa mucho si son acertados, oportunos y viables o lo contrario.

Un mantra reiterado sin desmayo por ese sector de la izquierda que propicia esa solución a todos nuestros males es esa afirmación tan poética de que el alma de España es republicana, lo que le lleva a la conclusión, más estadística que poética, de que la opinión pública es mayoritariamente republicana. Se trata de una descarada falacia en su variante de petición de principio que sin embargo esos sectores –y otros más ingenuos– aceptan como verdad indiscutible. Está basada fundamentalmente en la premisa de que en España no hay, o hay pocos, monárquicos, lo cual permite concluir que necesariamente la mayoría es republicana. Como buena petición de principio, la conclusión está incluida en la premisa. Afirma lo que tiene que demostrar, pero no se toma la molestia de demostrarlo porque a sus ojos la conclusión es por sí misma evidente. Sorprende que un razonamiento tan primariamente tramposo siga gozando de respeto.

Y es que, aun dando por bueno que la premisa pudiera ser cierta, la conclusión es falaz porque el hecho de que haya pocos monárquicos no quiere decir necesariamente que haya muchos republicanos y que por lo tanto la república sea la única opción auténticamente democrática. Basta sin embargo ese mantra para exigir que se consulte a los españoles para confirmarlo. Este nuevo amor por el recurso a la consulta popular, tiene dos progenitores: un padre, el temor de muchos políticos a tomar determinadas decisiones y a responsabilizarse de ellas, y una madre, la sacralización de la democracia directa como la única verdadera, sin intermediarios innecesarios. Las implicaciones, los riesgos y los condicionantes que aconsejan medir con cuidado ese recurso se desacreditan ante el majestuoso peso específico de la voz del pueblo que se hace oír.

Pero supongamos por un momento que los apóstoles del mantra tuvieran razón, que en España hubiera una mayoría republicana y que lo que procedería por tanto es hacer un referéndum para confirmarla o descartarla. Y supongamos también que el resultado de esa consulta fuera el primero: mayoría a favor de la república. Parece un punto de llegada al que esa sociedad de alma republicana aspiraba y que por fin alcanza, pero en realidad no es sino un punto de partida desde el que todo está por definir y por hacer. ¿Qué república? ¿Como las dos anteriores nuestras? ¿Otra diferente? ¿A la francesa, a la alemana, a la venezolana, a la egipcia? La petición de principio tan alegremente aceptada como indiscutible da como sorprendente resultado que renunciamos a la certeza para adentrarnos en la incertidumbre. Conocemos, no con falacias sino con hechos, lo que la monarquía establecida por la Constitución de 1978 ha supuesto para los españoles: una extraordinaria y positiva transformación en su nivel de vida, en su régimen de libertades, en su crédito internacional y en su autoestima.

Y sin embargo algunos parecen preferir una incierta república que está por definir a una verificada monarquía bajo la que nuestra sociedad ha progresado a ojos vistas. ¿Por qué? Los más ilustrados defensores de este salto en el vacío dicen que para defender los valores republicanos, concepto que se ha puesto de moda antes de que se defina a qué exactamente se refiere. La república moderna por excelencia, la que rompe con el antiguo régimen, los proclama, antes incluso de su propio nacimiento como república, en el artículo primero de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de agosto de 1789 con una formulación radicalmente revolucionaria para la época: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos». Libertad e igualdad en derechos de todos los ciudadanos a las que tienen que adecuarse las instituciones y las leyes del Estado. Si esos son los valores de una república democrática, ¿en qué se diferencian de los de una monarquía parlamentaria? En nada; no hay, a esos efectos, ninguna diferencia entre una república democrática y una monarquía parlamentaria. La única diferencia, de otra índole, es la naturaleza hereditaria de la jefatura del Estado en el caso de esta última, que poco o nada significa dentro de un contrato social que, justo en virtud del principio democrático, desprovee de todo poder a quien recibe esa magistratura por herencia y lo concentra en quienes tienen la legitimidad electiva.

A fin de cuentas, todo se reduce a un juego semántico: la verdadera disyuntiva no es monarquía o república, sino democracia o no democracia, Estado de derecho o Estado de la arbitrariedad. En los dos tableros, el monárquico y el republicano, se pueden jugar las dos partidas, la democrática y la antidemocrática. Instintivamente infunde sospechas que quienes se están moviendo en ese primer tablero en el que se juega pacíficamente la primera partida, la del Estado de derecho, quieran pasarse, con el singular alboroto y el indiscutible coste político que ello conlleva, al otro tablero para aparentemente no hacer otra cosa que jugar esa misma partida. Como suele decirse, para ese viaje no hacen falta alforjas. O a lo mejor es que quieren cambiar de tablero para poder cambiar de partida.

Rafael Spottorno fue jefe de la Casa del Rey entre 2011 y 2014.

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