La República del plebiscito

Hay sobrados indicios de que el plebiscito quiere imponerse como el sistema de elección propio de esta nueva era, en la que poco a poco se intentará destruir la vieja democracia representativa para instaurar algo que todavía no sabemos qué es. El siglo XXI ha empezado y se está sacudiendo de encima los restos del anterior, mientras sus supervivientes contenemos el aliento ante lo que los ingleses llaman impending doom, el instante de silencio que precede al estruendo de la fatalidad. La primera cabeza de la Hidra apareció con el inesperado resultado del referéndum sobre la permanencia en la Unión Europea que celebró Reino Unido y que nos dejó a todos perplejos. La segunda acaba de asomar en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, que cabría interpretar como un plebiscito sobre el sistema que el propio Donald Trump convocó y ganó, después de presentarse ante el electorado como la alternativa a Hillary Clinton, representante, si bien se mira, de la última de las grandes dinastías republicanas, tras los Roosevelt, los Kennedy o los Bush. La derrota no es solo de los demócratas, sino también del Partido Republicano, cuyas élites intentaron distanciarse de Trump cuando vieron que el monstruo se les había escapado de las manos. En venganza, ahora los hooligansde Trump gritan eufóricos a los dirigentes del partido: “¡Habéis perdido!”. Y es verdad, han perdido el plebiscito.

La República del plebiscitoAunque está adquiriendo una virulencia desconocida y mutando a una gran velocidad, el fenómeno no es nuevo. Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo (1951), situó su aparición en la Francia del caso Dreyfus: “El populacho es principalmente un grupo en el que se hallan representados los residuos de todas las clases. Esta característica hace fácil confundir el populacho con el pueblo, que también comprende todos los estratos de la sociedad. Mientras el pueblo en todas las grandes revoluciones lucha por la verdadera representación, el populacho siempre gritará en favor del hombre fuerte, del gran líder. Porque el populacho odia a la sociedad de la que está excluido tanto como al parlamento en el que no está representado. Por eso los plebiscitos, con los que tan excelentes resultados han obtenido los modernos dirigentes del populacho, son un viejo concepto de los políticos que confían en el populacho. Uno de los más inteligentes jefes de los antidreyfusistas, Déroulède, clamaba por ‘una república a través del plebiscito”.

Se trata de una descripción exacta de lo que ha pasado en Reino Unido y en Estados Unidos, pero también de lo que ocurre en Cataluña —dirigida por el magma residual de Junts pel Sí, donde se cuecen restos convergentes, comunistas y republicanos, cuajados con el tóxico demagógico de la CUP— y de lo que empieza a vislumbrarse en el resto de Europa. Es posible que en Francia las elecciones presidenciales acaben siendo un plebiscito entre la vieja república, encarnada por Alain Juppé o François Fillon —ejemplos ambos de la clásica excelencia política francesa—, y Marine Le Pen, descendiente directa de los antidreyfusistas descritos por Arendt y en los que se incubó el nazismo. Algo ha cambiado y quizá ya no haya pueblo y todo sea populacho, puesto que hay una gran masa que no se reconoce ciudadanía y se proclama excluida y maltratada por sus antiguos representantes en la democracia parlamentaria. Esa masa está adoptando el plebiscito como una herramienta para impugnar la ley y el orden en el que vivimos, aunque, de momento, solo esté sirviendo para poner contra las cuerdas a unos políticos que han caído en la trampa y no saben cómo hacer efectivo el mandato plebiscitario.

La imagen que mejor describe la situación es la de Nigel Farage, ganador del plebiscito británico, con Donald Trump, el nuevo gran líder de la plebe estadounidense, en esos salones tornasolados de oro y que parecen haber sustituido de pronto la blanca asepsia del Despacho Oval. La risa de Farage en esa foto está llamada a ser icónica y recuerda a la de El entierro de la sardina de Goya o a la del payaso de humo creado por Thomas Mangold a partir de la nube de hongo atómica. Esa imagen representa la apoteosis de la estupidez que Flaubert empezó a catalogar en el siglo XIX y que ahora, gracias a las redes sociales, la televisión y la degradación educativa en todos los órdenes, tiene más visibilidad que nunca. Marine Le Pen ha dicho que el triunfo de Trump supone el nacimiento de un nuevo mundo. Y tiene razón. Trump y Farage han dado cara, voz y poder a los trolls digitales, esos virus anónimos que insultan y amenazan en los foros de Internet y que se están convirtiendo en una nueva forma de información y aun de autoridad.

En la campaña estadounidense, hemos visto cómo los mayores disparates sobre Obama, el cambio climático o cualquier otro asunto se han tomado como verdades irrefutables gracias al prestigio de una red social hegemónica. La severidad de las críticas publicadas en The New York Times y The Washington Post contra Trump no han servido de nada. El nuevo pueblo no atiende a esas lecturas y obedece a consignas publicitarias claras y brutales que actúan como corrientes eléctricas para estimular el cardumen de la masa. Elias Canetti estaría completamente fascinado. El plebiscito es la nueva forma de elección ideal en este nuevo ecosistema mediático.

Para entender el problema, no basta con decir que se trata de un conflicto entre ilustrados e ignorantes. Es verdad que Trump ha llegado a decir que él representa y está orgulloso de sus semejantes poorly educated, es decir, de los que desprecian cuanto ignoran, pero Boris Johnson, uno de los manipuladores más cínicos en la campaña a favor del Brexit, es licenciado en Clásicas por Oxford, una cultura que no le ha impedido asumir y vociferar el discurso del más tarado de los trolls. Hay algo que se ha desatado y que requiere de una toma de conciencia seria, por parte sobre todo de los ciudadanos europeos, si no queremos que la Hidra siga echando cabezas.

Para empezar, hay que exigir a los partidos políticos que no jueguen irresponsablemente con la tentación del plebiscito, un mecanismo que no puede utilizarse para resolver problemas ab ovo. Es lamentable, por ejemplo, que buena parte de la izquierda de este país, con Podemos a la cabeza, acepte un vulgar y embarazoso giro perifrástico —insostenible desde el punto de vista político y jurídico— como es el derecho a decidir solo porque es rentable comercialmente en muchas autonomías. Y del otro lado, los partidos constitucionalistas están paralizados en el fango de la corrupción y la incompetencia, dejando que unas instituciones creadas por una tradición política muy anterior a ellos sean desprestigiadas y puestas en peligro.

Por otra parte, a la imbecilidad de baba y sonrisilla de un Farage, no nos queda más remedio que seguir oponiéndole la complejidad del pensamiento, una facultad que, como recordaba Hannah Arendt al final de su Vita activa (1958), es mucho más vulnerable, en un régimen tiránico, que la capacidad de actuar. Nuestro reto estriba ahora en identificar esa nueva tiranía. Cómo pensemos y nos pronunciemos contra ella, eso será nuestra ética.

Andreu Jaume es editor y crítico literario

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