La responsabilidad de Casado

Un editorial de ABC destacaba el acoso que sufre la Monarquía y el silencio cómplice del Gobierno. Sánchez asiste silente y a veces es colaborador necesario en la estrategia de ataques a la forma de Gobierno que consagra la Constitución por parte de sus socios, cuyo objetivo es su derribo. Entre las instituciones y poderes del Estado, todos en el punto de mira de unos políticos vocingleros y petulantes pero activos, la Monarquía es el más indefenso por una derecha acomplejada; por el insólito apoyo a Sánchez, a veces decisivo, de un proclamado centrismo desnortado; por la complicidad de un Gobierno que ha pactado con los dinamiteros, y por la ambición de su presidente que acaso oculte delirantes aspiraciones a ocupar la cúpula de una opción republicana que ni la Constitución contempla ni la voluntad de los españoles desea. No son más ni tienen más razón los que más gritan.

El presidente Sánchez llegó a Moncloa por un claro golpe parlamentario disfrazado de moción de censura Se basaba en una sentencia de corrupción manipulada que, además, no condenaba al partido gobernante y amparada supuestamente en hechos que no afectaban al Gobierno censurado. Pero ni entonces ni después se escucharon voces representativas que lo denunciasen ni con firmeza la del propio Rajoy. Desde entonces Sánchez ha sumado los votos de quienes no creen en España.

Lo más preocupante es que la sociedad española no reacciona por comodidad, confianza o ambas cosas. Me temo que sea ya tarde cuando los españoles sensatos reaccionen. Bastó que unos matones de oficio violentaran a pacíficos ciudadanos que opinaban en las calles para que se acabaran las caceroladas. El ejemplo de lo que puede suceder está en la Venezuela de Chávez.

El acoso y derribo a la Monarquía se apuntaba ya el 15-M de 2011, quedaba muy claro tras la creación de Podemos en 2014 y se ha reiterado con fuerza siendo Iglesias vicepresidente del Gobierno. Las pruebas son numerosas, como estas declaraciones en internet: «Las fuerzas sociales y políticas expresadas en forma de mayorías en el ciclo 15-M deben tomar las riendas de un cambio profundo y radical», «deslegitimamos este régimen y por tanto sus leyes y nuestra guía es actuar en base a lo legítimo y no a lo legal», «exigimos la abolición de la Monarquía, institución arcaica, clasista y antidemocrática». Y un reciente ejemplo más que anecdótico: la ministra Irene Montero fue entrevistada en RTVE luciendo una pulsera republicana. El Ejecutivo tiene el deber institucional de denunciar este acoso y detenerlo.

El ataque a la Monarquía parlamentaria ha creído descubrir un nuevo filón: el Rey padre Juan Carlos I (no empleo Rey emérito porque me parece una cursilería). La acusación se ha reiterado hasta el cansancio en medios afines y beneficiados ignorando la presunción de inocencia y con una condena previa. La fiscal General del Estado encargó impropiamente a un fiscal del Tribunal Supremo investigar al Rey de la Transición sin prueba alguna el mismo día en que se movió para salvar las responsabilidades del delegado del Gobierno en Madrid que autorizó el 8-M y para rebajar la responsabilidad de Trapero, jefe de los Mozos de Escuadra durante la jornada golpista del 1-O. La fiscal General, hasta entonces ministra de Justicia y diputada socialista, hace sus deberes de militante.

La contradicción es una práctica clásica del comunismo. Es la que va del pisito en Vallecas que nunca abandonaría al casoplón campestre; de la Guardia Civil protectora de los poderosos y la misma Benemérita que protege masivamente al líder y multa a una ciudadana por circular delante de su dacha con la bandera nacional; de la lógica protección de los hijos ante un posible escrache a su residencia, cortando incluso su calle, y el escrache a la casa de la entonces vicepresidenta del Gobierno con su bebé en ella. El comunismo tiene dos varas de medir: la suya y la de los demás.

El acoso a la Monarquía tiene un objetivo: Felipe VI y como consecuencia el acceso a una República sectaria calcada de la amarga experiencia de 1931. Cada paso no es inocente y uno de ellos es el desprestigio de la Transición que supuso un ejemplo de responsabilidad entre adversarios y de superación de los enfrentamientos del pasado. Uno de los últimos episodios es la proposición no de ley impulsada por Podemos y apoyada por este PSOE de Sánchez, tan distinto del genuino, y por el desnortado C’s, para abolir los títulos nobiliarios discernidos entre 1948 y 1978; fue una decisión del Rey Juan Carlos I concederlos o en su caso validarlos en estricta aplicación de la ley.

No es asunto baladí, es un avance más en el camino de cambiar el sistema de 1978. La abstención del PP es sorprendente. Casado tiene una responsabilidad histórica y no puede transitar por la realidad como si fuese una democracia normal y como si cada decisión del Gobierno y sus socios no respondiese a una estrategia de derribo. Sus diputados no deben servir, ni por omisión, para blanquear el plan oculto de un Gobierno que se propone el desmantelamiento de los compromisos de la Transición y el orden constitucional. Lo demás es jugar a una normalidad que no existe. Cuando Casado pide una Comisión Parlamentaria se encuentra con la que tenemos, nacida muerta, y ahora pide otra para encontrarse con lo mismo.

Difícilmente se puede entender que en medio de una ácida campaña contra la Corona un partido que ha gobernado España y ha resuelto dos veces las graves quiebras económicas heredadas de gobiernos del PSOE transite a bandazos y no se percate, y si lo hace yerre, de que este tipo de iniciativas tiene sólo un fin: dar carpetazo a la Monarquía de todos empezando por tratar de anular el espíritu de la Transición y en este caso los reconocimientos a sus protagonistas por parte de quien era competente para decidirlos: el Rey.

La responsabilidad de Casado es histórica. Liderar la oposición no es influir en asuntos lógicos pero menores como solicitar días de luto nacional o pedir que se haga un merecido monumento a los muertos de la pandemia, iniciativas que al final se apunta Sánchez y nadie recuerda quién lo pidió primero; en lo de más calado ni le escuchan. Liderar la oposición es alertar a los socios europeos de que en España lo que peligra es la libertad, de la que nadie habla. Es no caer en la trampa cuando es encasillado en la extrema derecha, espacio que el PP ni ocupa ni ocupó, sin denunciar cada día que Sánchez tiene un vicepresidente y cuatro ministros comunistas. Es ser cauteloso con las encuestas favorables y valorar su intención. Además de brillantes discursos parlamentarios hace falta liderazgo, convicción y firmeza. En España la libertad está en riesgo.

Mientras, el ministro de Justicia proclama que vivimos «una crisis Constituyente». No fue un desliz sino un anuncio más. La sociedad española debe decidir entre ser Europa o Venezuela y Cuba. Y se acaba el tiempo. Así está el patio.

Juan Van-Halen es escritor y académico de las Reales Academias de Historia y de Bellas Artes de San Fernando.

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