La responsabilidad de los engañados

Cuenta la leyenda que, mucho tiempo después de la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial, seguían apareciendo unidades o grupúsculos de militares todavía convencidos de que el emperador seguía moviendo los hilos desde su palacio y que la victoria definitiva estaba cerca. En algunas de estas instancias y relatos (pues entretanto el asunto se convirtió en un subgénero literario) los resistentes descendían en paracaídas de un cielo, que más que de el los justos, parece el de los distraídos, por no decir el de los embobados.

Salgan a pie de los bosques o desciendan dramáticamente del cielo todos estos hombres pertenecen a una misma clase: son individuos atrapados en un tiempo que ya no existe, donde todavía se podía creer que el emperador era divino e invencible. Cualquier promesa puede sujetar a la población que ha decidido creer en ella siempre que no se ponga a prueba. Pero, una vez se ha contrastado con la realidad y la promesa queda desmentida estos soldados pasan a pertenecer a un mundo insostenible, da igual si siguen en sus trece por ignorancia o turbados por alguna fase del principio de negación. Los hechos han destrozado la posibilidad de servir a un Emperador divino. Quien siga rindiendo obediencia, quien prefiera seguir sujeto a la creencia, deberá encontrar nuevas evidencias, y será enteramente responsable de su situación.

La responsabilidad de los engañadosCuando se trata de engaños, el asunto de la responsabilidad se vuelve esquivo. La ley prevé castigos para las estafas, pero miramos con cierta condescendencia a los estafados a la espera de descubrir si se metieron en el pufo empujados por el altruismo o la codicia. Al fin y al cabo, en la estafa no se contempla la coacción. El engaño es una estafa sin delito, y no diré que las culpas se reparten, pero sí que nos cuesta menos repartirlas. Una sombra de responsabilidad cubre al engañado, a menudo tan bien predispuesto a dejarse levantar la camisa. Claro que, cuando se trata de engaños colectivos, ya no digamos si han sido diseñados y ejecutados por el poder institucional, la atribución de responsabilidad se complica.

En castellano decimos (y la frase se ha convertido casi en un refrán): «Disfruten de lo votado», incidiendo en la responsabilidad del ciudadano por no haberse percatado de la naturaleza engañosa de las promesas o anticipado el gusto por la prevaricación de sus representantes favoritos. Pero, insisto, ¿que ocurre cuando no se trata de un engaño sobre una medida concreta, sino más bien de un engaño que afecta a todas las políticas de la legislatura, a la futura estructura del Estado, que condiciona la vida entera, y a cuya difusión se han comprometido los medios periodísticos y los agentes culturales afines? El caso japonés nos sirve como ejemplo de engaño desde arriba, pero no es demasiado útil para afinar sobre la responsabilidad de los dirigentes en la medida que se remonta cientos de años atrás, una época en la que, si confiamos en Hölderlin, la visita de los dioses sonaba como algo plausible.

Sí disponemos de un caso reciente y cercano (para algunos, más que cercano, envolvente): el llamado proceso catalán, que ha pasado por muchas fases y ha agitado muchos engaños parciales, pero que acelera en el momento que sus dirigentes deciden difundir que es posible alcanzar una independencia unilateral (con más de la mitad de tu población y la capital, Barcelona, en contra), sin la menor violencia, la connivencia de la Unión Europea y el aplauso del mundo entero en cuanto se retransmita la declaración de independencia. El caso es todavía más interesante en la medida que la mayoría de políticos implicados sabían que estaban engañando a la población, que cuanto prometían y daban por seguro era casi tan falso como la imbatibilidad divina del Emperador.

Ni eran mayoría en su comunidad, ni el Estado se iba a quedar mirando, ni contaban con la aprobación de la UE (una suerte de cremallera que mantiene estable cientos de reivindicaciones identitarias, y que pronto señaló como árbitro del conflicto la legalidad española vigente), ni tenían medios para organizar un referéndum vinculante... y la declaración de independencia cosechó la escalofriante cifra de cero adhesiones internacionales. Todo esto lo sabían unos políticos fiados a la propaganda, que no prepararon ni una «estructura de Estado», que autorizaron a sus consejeros a declarar que sin un muerto la cosa iba para largo, y que ni siquiera izaron su bandera después de la proclamación. A día de hoy proliferan las declaraciones de implicados confirmando (y pasando la culpa a otro de los partidos del triunvirato impulsor) que todo fue una enorme trola. La trola amarilla.

Del proceso se ha hablado mucho, pero me gustaría empezar a pensar cómo se sale de este castillo (por seguir con Kafka) de delirio, dictado de arriba a abajo. La respuesta admite varias velocidades. Los políticos se adaptan (que es uno de sus talentos); los periodistas siguen en sus puestos, en una confirmación tácita de que buena parte de su trabajo pasa por apoyar al poder, impermeables al contraste con la realidad; mientras que intelectuales y agentes culturales vuelven a lo suyo como si los tiempos donde acusaban a los colegas que no se tragaron la trola de indiferentes, equidistantes y fascistas (si la cosa llega a durar dos años habríamos llegado al canibalismo) fuesen un sueño colectivo. Pocos han asumido que les estaban engañando o que aceptaron el engaño, confían en que olvidemos, se hace lo que se puede.

Pero lo más dramático prospera fuera de estos círculos de cinismo e indigencia intelectual; me refiero grueso de los votantes, los ciudadanos llamados de a pie, que han invertido más de cinco años en ir a manifestaciones, en recibir y enviar mensajes donde se argumentaba a favor de las trolas institucionales, a los que se pidió considerar las diferencias como antagonismos, y a quienes se les inculcó que vivían en un Estado de opresión insoportable antes de prometerles una república catalana sin paro, una educación de lujo y la mejor sanidad del mundo... liderada por el mismo partido político que acumulaba casi treinta años robando de las arcas públicas, responsable de interesados recortes en sanidad y educación.

Insisto en que el proceso fue el centro de la vida pública de decenas de miles de personas. ¿Cómo se recupera esa vida, como se regresa a la sociedad y a la política real después de un engaño tan masivo, cruel y prolongado? Algunas secuelas son estremecedoras: una porción considerable de población sigue negando la realidad y considerando a Puigdemont como el líder de la república catalana constituida en la declaración de independencia omitida por el resto del mundo (un caso insólito de unanimidad); otra porción de votantes descarga su frustración formando masas de acoso en Twitter, al viejo estilo de los buenos tiempos en los que la defensa de las trolas disfrutaba de amparo institucional; y un segmento de la culturase ha instalado en una trola de última hora, según la cual los políticos catalanes lo que fueron es unos blandos, y que rodeando el Palau con unos cuantos mossos fieles, y enviando a sus tíos y a sus sobrinas (los antiguos manifestantes pacíficos) a ocupar muelles y aeropuertos, quebrarían la resistencia internacional. En fin.

De quienes sabemos muy poco es de los engañados de buena fe, para quienes el final del proceso coincide con la comprensión de que han padecido un diluvio de fake news, institucional y programado, de una duración extenuante, que ha secuestrado sus energías políticas al servicio de un objetivo fantasma. Mi pregunta es si podemos dejar caer sobre ellos el peso implacable del disfruten de lo votado o si se les puede considerar víctimas de un abuso de poder en toda regla. La respuesta que pertenece más al orden moral que al legal, pertenece a otro artículo, o a decenas de ellas, que pasaremos años escribiendo si, como suele suceder, las secuelas se prolongan más que los hechos que las causaron.

Gonzalo Torné es escritor.

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