La retirada de Afganistán y sus implicaciones para la Administración Biden

Tema

Este análisis estudia la decisión estadounidense de poner fin a su compromiso en Afganistán, la implementación de dicha retirada y las consecuencias para la actual Administración en la Casa Blanca.

Resumen

Joe Biden ha sido el presidente estadounidense en llevar a cabo la retirada de Afganistán, argumentando tres razones de peso: (1) que los estadounidenses están cansados de las guerras sin fin; (2) que la amenaza que supone Afganistán no es la misma que hace 20 o 10 años; y (3) que resulta imposible forjar un gobierno competente en Afganistán. El acuerdo alcanzado en 2020 por el presidente Donald Trump y los talibán ya había establecido un plazo para que las tropas estadounidenses se retiraran totalmente del país tras casi 20 años de guerra. Biden amplió el plazo hasta el 31 de agosto, pero manteniéndose firme en su deseo de poner fin al papel militar de EEUU en Afganistán y rechazando las críticas tras la rápida conquista del país por parte de los talibán y el colapso del gobierno y el ejército respaldados por EEUU. La Administración Biden sigue afirmando que un Afganistán liderado por los talibán no constituye una amenaza que justifique una presencia continuada de efectivos estadounidenses. Además, EEUU desea centrarse en sus prioridades estratégicas, que están dando paso a una nueva era en la política exterior de EEUU. Pero los errores en los planes de evacuación y la imagen de un EEUU humillado también pueden tener sus consecuencias, aunque no tan dramáticas como algunos han anticipado.

Análisis

Tras la toma de Kabul por parte de los talibán el pasado 15 de agosto y las imágenes angustiosas de aquellos que trataban de huir del país, conviene analizar y diferenciar entre la decisión de EEUU de retirarse del país asiático y la forma en la que dicha retirada se ha llevado a cabo.

Fin del compromiso

El debate sobre la permanencia o no en Afganistán dejó de existir hace tiempo en EEUU. En política exterior había crecido el rechazo a la “gran estrategia” de la post Guerra Fría, que se había convertido en una vana búsqueda de un orden y una coherencia en un mundo cada vez más complejo, por lo que cada vez era más difícil dar una respuesta estratégica única a una gran variedad de riesgos. Además, republicanos y demócratas llevaban tiempo debatiendo sobre estrategias que implicaran la reducción de la presencia militar estadounidense en el exterior y se ajustaran cada vez más sólo a sus intereses vitales: una estrategia de política exterior que resultara de la combinación de cierto retraimiento (retrenchment) global y, por lo tanto, la retirada paulatina de algunas de sus fuerzas del mundo, con una restricción (restraint) o limitación de sus compromisos de seguridad. Al mismo tiempo, se forzaría a otras naciones a ocuparse de su propia seguridad, rompiendo además con impedimentos morales y de credibilidad de EEUU. Teniendo en cuenta todas estas premisas, encajaba perfectamente acabar con el compromiso estadounidense en Afganistán.

Joe Biden llegó a la Casa Blanca dispuesto a abordar la crisis de “solvencia” de la política exterior de EEUU y, por tanto, con la idea de no incurrir en obligaciones externas que excedieran en dinero, armas y voluntad de desplegar dichos recursos de forma indefinida y en todas partes. Porque en la competición entre grandes potencias en la que está inmerso ahora el mundo, con China y con Rusia como los principales competidores, los problemas de insolvencia podían ser incluso mayores para EEUU. Evitar intervenciones innecesarias en el extranjero significaba, además, respetar lo que una mayoría de estadounidenses espera y pide desde hace tiempo, que es centrarse en las necesidades domésticas y en la salud de la democracia del país.1

Biden lleva, además, muchos años siendo claro con las denominadas endless wars, las guerras inconclusas, que implican un gran despliegue de fuerzas estadounidenses en conflictos sin un claro objetivo estratégico. Como vicepresidente, Biden pidió en 2009 la retirada de las tropas de combate de Afganistán, abogando por mantener una modesta fuerza antiterrorista en el país en lugar de enviar decenas de miles de tropas en una oleada de refuerzos, como finalmente decidió hacer el entonces presidente Barack Obama. “Los talibán per se no son nuestro enemigo” llegó a decir Biden en 2011,2 distinguiendo entre los grupos terroristas que amenazaban a EEUU y los talibán, que amenazaban al gobierno afgano. Biden también se opuso a otras intervenciones, como la de Libia, lo que ponía en evidencia que tenía el carácter necesario para llevar a cabo la retirada.3

Hay muchas cosas que salieron mal durante estos casi 20 años en Afganistán. La estrategia fue en muchas ocasiones débil y el enemigo persistente. EEUU no siempre se centró en claros objetivos y no siempre se dotó de recursos suficientes. Los aliados sobre el terreno, no sólo los afganos sino los miembros de una coalición que perseguía la “Libertad Duradera”, fueron a veces menos capaces de lo que podrían haber sido.

“Se supone que nuestra misión en Afganistán nunca fue crear una democracia unificada y centralizada” afirmó Joe Biden el 16 de agosto en plena crisis tras la caótica evacuación del país.4 Pero fue precisamente esa misión la que se incluyó en los acuerdos de Bonn de diciembre de 2002, porque era el precio que pedían los europeos para comprometerse en una campaña de largo plazo en Afganistán. Además, un año antes EEUU pudo haberse limitado a una misión antiterrorista tras derrotar a los talibán, pero la Administración Bush optó por no hacerlo y decidió, en cambio, construir un Afganistán que funcionara y dejara de ser una amenaza para sí mismo y para los demás. Esa fue también la promesa que se hizo al pueblo afgano. Occidente finalmente fracasó en su misión de crear ese Afganistán, quizá porque nunca se tomó realmente en serio el reto que suponía, como demuestran las palabras de Biden.

Y así, durante casi dos décadas, la campaña antiterrorista por un lado y las campañas de estabilización y de construcción de instituciones por otro, se desarrollaron de forma paralela y con demasiada frecuencia entraron en conflicto a pesar de los esfuerzos. Se cometieron errores por parte de los mandos en el terreno, muchos de ellos inevitables dada la compleja naturaleza del lugar y de la misión, pero también por parte de los líderes políticos que quisieron los fines sin los medios.

Durante la última década, los presidentes Obama, Trump y ahora Biden apuntaron que estaban mucho más preocupados por cómo salir de Afganistán que por sacar adelante las obligaciones adquiridas. De esa manera, trataban de limitar cualquier impacto adverso que este complicado compromiso pudiera tener en sus posibilidades electorales. Incluso a pesar de algunos logros importantes, esta sucesión de presidentes hizo que parecieran menos valiosos. Durante más de una década, ningún presidente estadounidense estuvo dispuesto a persuadir a los estadounidenses de que la lucha en Afganistán merecía la pena, ni a utilizar su bully pulpit para alabar los progresos de esa nación.

Quizá por eso tampoco se contaba toda la verdad de lo que ocurría en Afganistán y se decía que las fuerzas armadas afganas estaban cada vez más capacitadas y que se podía dejar el país en sus manos. El general Mark A. Milley, jefe del Estado Mayor Conjunto de EEUU, afirmó en abril que las tropas afganas estaban razonablemente bien equipadas, razonablemente bien entrenadas y razonablemente lideradas. Pero dos años antes, el Washington Post sacó a luz una serie de documentos internos del Pentágono que desvelaban ya por entonces que no era así.5

Joe Biden asumió su cargo con un profundo escepticismo respecto a la implicación de EEUU en Afganistán. Heredaba, además, un acuerdo envenenado firmado por la Administración Trump con los talibán, del que había quedaba excluido el gobierno afgano. No era un acuerdo de paz sino de retirada total de las tropas estadounidenses antes de mayo de 2021. A cambio, los talibán se comprometían a cortar los lazos con al-Qaeda para que el país no volviera a ser una base de operaciones terroristas, así como a negociar un gobierno de transición con el gobierno afgano.6 No hicieron ninguna de las dos cosas, pero Biden decidió hacer suyo el acuerdo -o más bien sugerir que de alguna manera estaba obligado por dicho acuerdo- y llevar a cabo la que ha sido su primera acción significativa como comandante en jefe, confirmando una fecha de salida para las tropas.

Biden decidió seguir sus ideas y se enfrentó a parte de sus asesores, pero las consecuencias de su decisión llegaron más rápido de lo que la Casa Blanca anticipaba. Tras la toma de Kabul, fue extraño escuchar a un presidente estadounidense, líder de una Administración que se enorgullece de su promoción de los derechos humanos, en particular de los de las mujeres, y de tener una política exterior basada en principios y valores hacer una declaración, como la que hizo el 16 de agosto, defendiendo su decisión sólo frente a los estadounidenses, aunque el resto del mundo le estuviera observando. En ese momento, EEUU parecía no tener ni amigos ni enemigos permanentes, sólo intereses.7

La evacuación

No había vuelta atrás en la decisión de acabar con el compromiso en Afganistán, pero una sucesión de errores regaló a los talibán una victoria sorprendentemente rápida. La decisión de Biden, y antes de Trump, de fijar una fecha de retirada de las tropas estadounidenses en suelo afgano, sin ejercer suficiente presión sobre los talibán para establecer un mínimo de condiciones, les permitió a estos últimos planificar su exitosa ofensiva, aunque los avances de los talibán no pueden reducirse a los de las últimas seis semanas, seis meses o los últimos dos años.

El 14 de abril Biden anunció que el 11 de septiembre, coincidiendo con el aniversario de los atentados, se cumpliría la retirada total de las tropas, adelantando posteriormente la fecha al 31 de agosto. Una elección que parece haber tenido más que ver con la política interna de EEUU que con la estrategia de seguridad del país, como demuestra el poco edificante juego de culpas entre los presidentes Trump y Biden y el hecho de que los debates en Washington sobre política exterior en las últimas semanas no se hayan podido separar de la polarización política.

Las elecciones de medio mandato, previstas para noviembre de 2022 pero cuyas campañas empezarán en unos meses, tuvieron seguramente un importante peso en la decisión. El cálculo hecho por la Administración Biden era que en otoño ya nadie se acordaría de lo ocurrido en verano en Afganistán. No se tuvo en cuenta, por ejemplo, que el período de combate en Afganistán acaba en invierno, en cuyos meses más duros disminuyen las ofensivas que se reanudan cada primavera. Así que, siguiendo el calendario establecido por la Administración, en plena ofensiva talibán no sólo se retirarían las tropas estadounidenses sino también los asesores y los casi 18.000 contratistas clave para la operatividad de las fuerzas afganas y, sobre todo, de la fuerza aérea, que es lo que les diferencia de los talibán. Fue un gran error de cálculo y un duro golpe para las fuerzas afganas.

Además, la fecha de finalización del compromiso estableció un claro vínculo entre la retirada y el vigésimo aniversario del 11-S, lo que sin duda estimuló a los talibán a tomar Kabul. Al mismo tiempo, ha proporcionado a los yihadistas de todo el mundo un inmenso golpe de propaganda y una poderosa herramienta de reclutamiento. Estos grupos de hecho interpretan lo que ha ocurrido en Afganistán estos días como una derrota de Occidente y el cumplimiento de una profecía.

Y no olvidemos los errores en los planes de evacuación. Estos constaban de dos grandes elementos: por un lado, el Pentágono retiraría las últimas tropas estadounidenses de la base aérea de Bagram, símbolo de la lucha contra el terrorismo de las últimas dos décadas, a principios de julio. Y así lo hizo, sin ceremonias ni alardes8 y sin mantener una fuerza mínima por el riesgo que podía suponer para los propios soldados en un conflicto que ya se habían dado por perdido. Por otro lado, el departamento de Estado mantendría la embajada en Kabul abierta con 1.400 estadounidenses protegidos por 650 marines y soldados. Sin embargo, cuando en abril se elaboraron dichos planes, nadie imaginó que los talibán tendrían el control del acceso al aeropuerto antes del 31 de agosto, la única forma de salir del país una vez cerrada Bagram.

Se erró por tanto al calcular que, priorizando la retirada de tropas de Bagram antes de evacuar a los ciudadanos estadounidenses y a los afganos que les dieron su apoyo en esos años, daría lugar a una retirada ordenada. Pero el equipo de Biden siguió creyendo durante semanas que tenía a su favor la gran ventaja del tiempo, a pesar de que los talibán iban “comprando” fidelidades y se hacían con armas y dinero a medida que asaltaban pueblos y provincias, a pesar incluso de que en mayo lanzaran una gran ofensiva en la provincia de Helmand y otras áreas del país, y a pesar de que se incrementaban los grupos de refugiados que decían que ya no había tiempo para visados y que los afganos tenían que moverse rápidamente si querían seguir con vida.

A principios de agosto, los informes de inteligencia comenzaron a advertir de que las capitales de distrito de todo Afganistán estaban cayendo rápidamente en manos de los talibán y el gobierno afgano podría colapsar en “días o semanas”. “Estamos ayudando al gobierno para que los talibán no piensen que esto va a ser pan comido, que pueden conquistar y hacerse con el país”, dijo entonces el principal enviado estadounidense a las conversaciones de paz para Afganistán, Zalmay Khalilzad.9 Sin embargo, días después, eso fue exactamente lo que ocurrió. La Administración tuvo que cambiar los planes originales ante el rotundo fracaso y Biden envió de nuevo miles de soldados a asegurar el aeropuerto, duplicando aproximadamente la fuerza que decidió retirar en abril.

Las consecuencias

Durante la campaña política de 2020 el presidente Biden se presentó como un líder trotamundos que había dirigido el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, había sido el hombre clave del presidente Obama en numerosas cuestiones internacionales y estaba decidido a aportar una mano firme a la seguridad nacional. Alguien sumamente “competente” volvía a la Casa Blanca.

Nada de lo que han visto en las últimas semanas los estadounidenses les ha hecho cambiar de opinión, porque el pueblo norteamericano decidió hace años que la guerra de Afganistán no merecía la pena. El apoyo a la retirada militar sigue siendo alta, incluso a pesar de que una mayoría crea que con dicho repliegue puede haber un incremento de amenaza terrorista que afecte a su seguridad nacional.

Pero los estadounidenses también distinguen entre el cierre del capítulo afgano y la manera en la que se ha llevado a cabo. No quieren más guerras, pero tampoco que les humillen delante de todos. Tres de cada cuatro estadounidenses piensan que la salida se ha ejecutado mal, y sólo un 33% piensa que había un claro plan de evacuación. Ocho de cada 10 apoyan el rescate de aquellos afganos que han apoyado durante dos décadas a los estadounidenses y que ahora temen por su vida, y seis de cada 10 concluyen que no se ha hecho lo suficiente para ayudarles. Por lo tanto, una mayoría desaprueba la gestión de Biden en el asunto, a lo que se suma una caída en los índices de aprobación por debajo de los 50 puntos.10

Lo cierto es que la luna de miel de Biden tras su toma de posesión se acabó hace semanas. Tras los éxitos en la vacunación por el COVID-19, crece la preocupación por las nuevas variantes mientras que un alto porcentaje de la población rechaza las dosis, la tensión entre los demócratas moderados y progresistas mantiene la incertidumbre sobre el plan de infraestructuras y, sobre todo, preocupa la inflación, aunque la economía sigue su buena marcha. En consecuencia, es difícil evaluar cuál es el verdadero peso de lo ocurrido en Afganistán en la caída de los índices de aprobación de Biden.

Esta primera gran crisis desde que se hiciera cargo de la Casa Blanca no necesariamente debe ser fatal para su presidencia. De hecho, Biden y su equipo de seguridad nacional creen que, con el tiempo, los acontecimientos en Afganistán se verán de forma muy diferente. Con algo de perspectiva se verá la salida como parte de un importante reajuste generacional de la política exterior estadounidense. Y van más allá: se verá como un punto de inflexión en el retorno al liderazgo mundial de EEUU, aunque hoy resulte algo inverosímil.

Pero mientras llega ese momento, no faltan los que afirman que los aliados más próximos a EEUU ya no a van a estar seguros de que Washington tenga la capacidad política o la paciencia estratégica para mantener el rumbo de cualquier campaña de forma prolongada. La imagen de que EEUU es “incapaz” de mantener unos pocos miles de soldados en Afganistán para garantizar cierta estabilidad hace crecer las dudas sobre la voluntad de Washington de mantener la disuasión en otras regiones del mundo ¿Qué pasaría en Taiwán, en Corea del Sur o en Ucrania?

Estos días las capitales europeas vuelven a hablar de aislacionismo, de unilateralismo, se preguntan en qué quedó el America is back de Biden. Todos estos son argumentos válidos, pero precipitados. Cuando Biden viajó en junio a Europa en su primer destino al exterior como nuevo presidente de EEUU, buscó recompactar el frente Occidental pero con una nueva visión de lo que tienen que ser las alianzas en la próxima década, lo que incluye a una UE más autónoma y capaz, y un liderazgo estadounidense diferente. Los europeos ya intuían que America first sería también la brújula y uno de los pre-requisitos para hacer creíble el America is back, y que Biden buscaría una política exterior que mejorara la vida de los estadounidenses o, como su equipo denomina, una “política exterior para la clase media”. Y aquí de nuevo encajaba la salida de Afganistán, que conocían ya de antemano pero que entonces pocos cuestionaron y apenas hubo debate.

A pesar de las críticas de ahora, EEUU insiste: no mira a Afganistán en términos de competición entre grandes potencias como Rusia y China; no es Ucrania ni Taiwán, es un caso único y no comparable con el resto de los compromisos; y nada tiene que ver con su relación con socios y aliados.

Biden cree firmemente que salir de Afganistán mejorará la capacidad del país de ser un líder mundial más fuerte, más comprometido con los aliados y más eficaz a nivel internacional, volviendo a centrarse en la competencia de grandes potencias. El propio Blinken afirmaba que no es ningún secreto que a los competidores estratégicos de EEUU les gustaría que Washington estuviera empantanado en el conflicto durante otros dos años, o dos décadas. Se trata, además, de poner fin a dos décadas de política exterior errónea, errática y perjudicial tras el 11-S, y dar paso a un cambio estratégico.

En las colinas alrededor de Kabul se han apagado los últimos rescoldos del intervencionismo liberal Occidental.11 Iraq, Siria, Libia y ahora Afganistán cierran una etapa con muchos fracasos que comenzaron en 2001. Pero retirarse de Afganistán no significa que la guerra haya acabado. La diferencia es que pasa de ser un asunto global a uno regional, o al menos es lo que también espera la Administración Biden.

Resulta interesante la rapidez con la que tanto Pekín como Moscú se han movido para establecer relaciones con el nuevo régimen talib, aunque todavía no le hayan otorgado un reconocimiento formal. A ambos les preocupa el fundamentalismo y los espacios vacíos, y a Rusia además le preocupa la droga que entra en su país desde Afganistán, como a Irán. Teherán tampoco ha sido amigo de los talibán. Durante 20 años, la presencia de EEUU le ha permitido evitar enfrentarse a la amenaza que supone la inestabilidad en Afganistán, pero ahora tendrá que hacerlo. China siempre ha puesto sus codiciosos ojos en los grandes recursos minerales que se cree que se encuentran bajo la tierra al sur de Kabul y, sin duda, se moverá rápidamente para incluir a Afganistán en su Iniciativa de la Franja y la Ruta. Pakistán ha tenido siempre un papel clave en la vida del país, y habrá que ver cómo usa esos lazos para que quizá los talibán moderen su curso. Y otras capitales están haciendo sus cálculos. Que otros tomen las riendas o asuman su responsabilidad está en el interés y en los cálculos de EEUU, pero eso no va a mitigar un problema humanitario al que esta Administración no puede dar la espalda.

Conclusiones

Hay dos cuestiones principales a tener en cuenta a partir de ahora después de la salida de EEUU de Afganistán. Por un lado, hay que ver cómo queda la política de Washington hacia Afganistán en términos de lucha contra el terrorismo y también de derechos humanos. Y, en segundo lugar, cómo puede el presidente Biden reafirmar al mundo que EEUU no es débil o poco fiable, sobre todo en aquellas partes del globo donde las consecuencias de la guerra podrían ser incluso mayores que en Afganistán.

Sin duda la segunda cuestión será mucho más fácil de llevar a cabo, porque qué duda cabe que EEUU y sus socios y aliados se necesitan mutuamente. EEUU, además, mantiene la presencia militar en el extranjero, desde Japón y Corea hasta Polonia y Alemania, pasando por las aguas del Golfo Pérsico y el Pacífico. Todas sus alianzas y despliegues militares siguen intactos bajo el mandato de Biden. Además, acaba de comprometerse a mantener las fuerzas estadounidenses en Irak, aunque con una postura y un papel reducidos, y tampoco muestra signos de retirar las fuerzas estadounidenses de otros países.

La primera cuestión es la más dudosa: ¿qué ayuda mantendrá EEUU en Afganistán?, ¿qué relación tendrá con los talibán?, ¿cómo tratará de preservar algunos de los logros en materia de salud y educación que se han conseguido estos últimos 20 años?, ¿cómo se controlará el desembolso de las ayudas?, y ¿cómo se supervisarán los movimientos de organizaciones terroristas en el país? La política de Afganistán ha fracasado, pero sigue habiendo opciones para saber hacia dónde dirigir los siguientes esfuerzos.

Carlota García Encina, Investigadora del Real Instituto Elcano | @EncinaCharlie


1 Carlota García Encina (2020), “EEUU 2020: hacia dónde va su política exterior (I)”, ARI, nº 118/2020, Real Instituto Elcano, 20/X/2020.

2 Leslie H. Gelb (2011), “Joe Biden on Iraq, Iran, China and the Taliban”, Newsweek, 19/XII/2011.

3 Carlota García Encina (2020), “EEUU 2020: hacia dónde va su política exterior (II)”, ARI, nº 120/2020, Real Instituto Elcano, 29/X/2020.

4 The White House (2021), “Remarks by President Biden on Afghanistan”, 16/VIII/2021.

5 Craig Whitlock (2019), “Unguarded nation”, The Afghanistan Papers, The Washington Post, 9/XII/2019.

6 Carlota García Encina (2021), “Biden y la cuestión afgana”, Blog Elcano, Real Instituto Elcano, 12/II/2021.

7 The White House (2021), “Remarks by President Biden on Afghanistan”, 16/VIII/2021.

8 Carlota García Encina (2021), “¿Hay una oportunidad para Afganistán sin EEUU y los aliados?”, Blog Elcano, Real Instituto Elcano, 9/VII/2021.

9 Zalmay Khalilzad (2020), “Remarks at the Aspen Security Forum”, US State Department, 3/VIII/2021.

10 William A. Galston (2021), “Can the Biden presidency survive the impact of Aghanistan?”, FIXGOV, Brookings, 23/VIII/2021.

11 Luis Simón (2021), “¿Fin del ciclo? La caída de Afganistán en perspectiva estratégica”, Comentario Elcano, nº  28/2021, Real Instituto Elcano (23/VIII/2021)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *