La retórica de la intransigencia

A lo largo de los tiempos, el radicalismo político siempre se ha nutrido de los discursos de odio, las retóricas intransigentes y el simplismo conceptual. No hace falta remontarse muy atrás para comprobarlo, incluido el negro pasado previo de este remanso de convivencia, de bienestar y de paz que ha sido Europa occidental desde el final de la II Guerra Mundial, con las conocidas excepciones de Portugal, Grecia y España hasta mediados los años setenta.

Con la irrupción de las fuerzas enemigas de la democracia parlamentaria —el bolchevismo, el fascismo, el militarismo reaccionario—, el período de entreguerras asistió a una floración extraordinaria de actitudes intolerantes y lenguajes bélicos. Lenguajes en los que el recurso al insulto, el maniqueísmo, la descalificación y la demagogia arroparon la deshumanización del adversario, todo ello como paso previo, en los casos más extremos y cuando las circunstancias lo propiciaron, a su pura y simple eliminación física.

La retórica de la intransigenciaPor encima de sus diferencias, los dirigentes políticos que se esmeraron en minar los cimientos de la democracia en el ágora pública compartieron las mismas destrezas oratorias, su visceral desdén por las formas propias del parlamentarismo, su gusto por la movilización de la militancia en la calle y su constantes llamamientos al uso de la violencia como instrumento legítimo para dirimir las luchas de poder y los conflictos políticos. Lenin fue un consumado maestro en despellejar con la palabra a sus enemigos, como también lo fueron Benito Mussolini o Adolf Hitler en sus inflamados discursos ante grandes multitudes concentradas en espacios abiertos. Cuando se les presentó la oportunidad, una vez aupados al poder, a ninguno de ellos les tembló la mano al pasar sin solución de continuidad de la destrucción simbólica del adversario a su encarcelamiento o aniquilación. A ninguno de los tres tampoco les faltaron imitadores por todos los rincones del continente.

Por desgracia, la España de los años treinta no supo sustraerse al influjo de tan nefastas influencias, por más que la intransigencia nacional bebiera también en las fuentes de la cultura política patria, con sus particulares adaptaciones, respectivamente, del mito de la revolución social, el jacobinismo sectario, la devoción a la santa tradición, el militarismo o el nacionalismo totalitario. El triste final de aquella experiencia democratizadora que fue la Segunda República nunca estuvo preestablecido de antemano, aunque las tensiones, desencuentros y violencias se prodigaran al hilo de los ambiciosos proyectos de cambio que flanquearon su puesta en escena. En último término, la Guerra Civil fue consecuencia directa del golpe de Estado alentado por los que se levantaron contra la legalidad vigente.

Pero los golpistas del 18 de julio de 1936 no actuaron sobre el vacío. Las retóricas de intransigencia, la vulneración de los usos parlamentarios, el incumplimiento de las reglas del juego establecidas y los impulsos insurreccionales jaleados por los enemigos de aquella democracia desde flancos diversos, todo ello se concitó para allanar el camino a los militares facciosos. Cuando el general José Sanjurjo se levantó el 10 de agosto de 1932 nadie le siguió, más allá de unos cuantos allegados incondicionales. Cuando cuatro años después sus homólogos del extremismo castrense hicieron lo propio, el viento sopló más fuerte a su favor, aunque eso no deba hacernos olvidar que una parte considerable de la oficialidad militar se mantuvo dentro de la ley, fiel a su honor y a la palabra dada.

Que cientos de miles de españoles se mostraran dispuestos a coger las armas para apoyar a los militares insurrectos o, por el contrario, para neutralizar su golpe de fuerza no fue ajeno a los enfrentamientos experimentados con anterioridad. Tales choques (mensurables en el mínimo de 2.600 muertos causados por la violencia política en los cinco años que duró la experiencia republicana), se vieron acompañados por una intensa radicalidad verbal vertida por variopintos emisores, que, aun así, no cabe confundir con toda la clase política del momento. Sin duda fueron más los que se mantuvieron dentro de la moderación, pero los audaces de la intransigencia y el desafuero verbal acabaron ganándoles la partida.

Los más fanáticos del anarquismo hispano gustaron de practicar la “gimnasia revolucionaria” (tres insurrecciones armadas entre 1932 y 1933) bajo la consideración de que todos los situados a su derecha eran “fascistas”. Los comunistas, pocos todavía, llegaron crecidos al Parlamento en la primavera de 1936. Fue entonces cuando José Díaz le dijo a José María Gil Robles aquello de que habría de morir “con los zapatos puestos”. Una invectiva brutal contra el líder de la CEDA justificada con la atribución de ser uno de los “verdugos” de la represión posterior a la insurrección de octubre de 1934. Por su parte, los socialistas —mayoritariamente moderados y críticos con la violencia hasta el verano de 1933 como fuerza de gobierno que eran— no supieron sustraerse a los cantos de sirena del infantilismo izquierdista del caballerismo, con el consiguiente y desastroso alejamiento del régimen republicano, ahora estigmatizado como democracia burguesa. Los jabalíes del republicanismo, aunque minoritarios en ese ámbito, no les fueron a la zaga desde mucho antes. Como tampoco el heterogéneo y no menos nutrido universo derechista, donde las estridencias del carlismo se combinaron con las ambigüedades y la falta de lealtad de sectores amplios de la derecha católica, también proclives al catastrofismo retórico y a los diagnósticos apocalípticos, sobre todo en los períodos electorales. Ello por no hablar de los monárquicos alfonsinos, echados al monte y a la conspiración desde el primer momento, o los muy singulares fascistas autóctonos, a los que les faltó tiempo para aplicar la “dialéctica de los puños y las pistolas” enunciada al poco de nacer.

Por fortuna, la España de hoy se encuentra a años luz de los años treinta y todo paralelismo al respecto resultaría exagerado. Con todo, cuando algunos líderes incurren en la demagogia y la descalificación hiriente del adversario, vulnerando la cortesía parlamentaria más elemental, inevitablemente nos recuerdan el estrépito de aquella época. Por eso, y salvando las distancias, convendría no obviar que demandar la conquista del cielo “por asalto” siempre podría animar a otros a sentirse legitimados para cortarles las alas a los postulantes de tal fórmula por un procedimiento similar. Como tantas veces en nuestra accidentada historia, los ciudadanos españoles —pacíficos, pluralistas y demócratas en su mayoría— acabarían pagando los platos rotos por esos políticos irresponsables.

Fernando del Rey es catedrático de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Complutense de Madrid.

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