La reunión de los 18

Sabido es que a instancias del Gobierno español se celebró ayer una conferencia de los 18 Estados miembros de la UE que, a través de sus parlamentos -en la mayoría de los casos- o con el concurso de referendos -en los de España y Luxemburgo-, se inclinaron por aprobar el tratado constitucional de la Unión. Cabe suponer que, retórica aparte, esa conferencia responde al designio de defender la redacción primitiva del tratado en cuestión, esto es, aquella que nos convocó a las urnas en febrero de 2005.

Lo que semejante conferencia significa es, por encima de todo, que nuestros gobernantes han asumido una delicada -y me temo que poco afortunada- interpretación de lo que ocurrió dos años atrás, y ello tanto en lo que hace a los fundamentos de los noes referendarios francés y holandés como en lo que se refiere a los del propio sí español. La iniciativa que nos ocupa parece ciega ante una evidencia inicial: la de que el rechazo del tratado constitucional en Francia y en Holanda daba cuenta de problemas de fondo en el funcionamiento de la Unión, que afectaban en particular a su condición democrática y al futuro de los derechos sociales.

Pero esa iniciativa se asienta en el propósito paralelo de no tomar nota de las muchas miserias que se han hecho valer en aquellos escenarios en los cuales todo se da por sabido y se rehuye la discusión pública. Muchas veces pregunté en 2005 qué valía más: si el no francés, livianamente mayoritario, registrado luego de una seria y plural discusión, o el rotundamente mayoritario sí español alcanzado tras una triste campaña en la que la desinformación despuntó por doquier. Nuestro Gobierno parece ignorar que, si el resultado del referendo de febrero de 2005 -con una elevada abstención, por cierto- bien podía ajustarse a sus intereses en materia de política interna, a la larga se antojaba pan para hoy y hambre para mañana.

La reunión de los 18 ha configurado, por lo demás, una sutil fórmula de presión que, respetable en sí misma, nada enjundioso parece aportar, sin embargo, para resolver los problemas de fondo. En este caso esos problemas son en sustancia tres. El primero recuerda que, a menos que asistamos a un impresentable pucherazo, nada puede hacerse para reflotar incólume el tratado de dos años atrás: está jurídica y políticamente muerto conforme a las reglas del juego entonces estatuidas. El segundo remite al hecho de que casi todo el mundo parece tener mucha prisa por dotar a la UE de un tratado constitucional, y ello acarrea una consecuencia delicada: se descarta por completo cualquier horizonte que implique partir desde cero en la redacción, que se tomaría su tiempo, de un texto nuevo. Agreguemos, en tercer lugar, que, para hacer las cosas aún más difíciles, quienes disienten del texto de 2005 lo hacen desde perspectivas muy diferentes. Parece razonable aducir, y rescatemos dos posiciones, que los motivos mayores de disensión en Francia remiten al porvenir de los derechos sociales, en tanto en el Reino Unido lo que se barrunta es una suerte de temor a una integración más plena y, con ella, y curiosamente, un recelo ante el ahondamiento en esos derechos.

Pero, más allá de lo anterior, lo que se revela por encima de todo es un problema de calado: como quiera que, cuando a la ciudadanía se le ha dejado la oportunidad de expresarse, ello ha conducido en casos significados a llamativos rechazos del tratado, cualquier fórmula que implique que son los dirigentes políticos, o los parlamentos, los que han de tomar en exclusiva las decisiones futuras no hará sino ahondar la crisis. En tal escenario, lo suyo es que exijamos, sin más, que se esquiven las trampas y se permita que sean los ciudadanos quienes tengan la última palabra.

Lo de las trampas viene a cuento porque algunas de las propuestas de estas horas se prestan a ellas. Estoy pensando en la sugerencia de la candidata socialista a la presidencia de Francia, Ségolène Royal, en el sentido de convocar un nuevo referendo en su país en torno a un texto reformado. Aunque nada hay que oponer en abstracto a la propuesta, las dudas asaltan a uno por todas partes. ¿Qué hacemos con quienes aprobaron un texto diferente en 2005? ¿Cuáles son las partes de ese texto que deben ser preservadas y cuáles las reformulables? ¿Quién decide al respecto? ¿Por qué no demandar también la repetición del proceso de ratificación en los países que se inclinaron por avalar el tratado? ¿No hubiera sido muy saludable, en fin, que los portavoces de la familia socialista que ahora sugieren la conveniencia de conferirle al texto original un marchamo social más hondo se hubiesen acordado de tan interesante propuesta en 2005?

Carlos Taibo, profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Bakeaz.