Hace algunos días, el presidente ruso Vladímir Putin anunció que la megaempresa Gazprom comenzaría a cobrar sus ventas de gas a Ucrania con un mes de adelanto. En respuesta, el periódico británico The Observer publicó una llamativa caricatura en la que Putin aparece sentado en un trono erizado de dagas mientras corta el gasoducto a Ucrania al tiempo que dice: “Se viene el invierno”. El fondo es de un rojo intenso, y en el pecho de Putin hay una hoz y un martillo. Parece que al menos para algunos, estamos de vuelta en la Guerra Fría.
Pero antes de vernos arrastrados a una segunda Guerra Fría, sería bueno que nos acordemos de por qué tuvimos la primera. El fin del comunismo eliminó uno de los motivos importantes que había en aquel momento: el avance expansionista de la Unión Soviética y la determinación de las democracias occidentales de resistirlo. Pero otros motivos siguen estando.
El diplomático estadounidense George F. Kennan los enumeró del siguiente modo: por el lado de Rusia, inseguridad neurótica y secretismo oriental; por el lado occidental, legalismo y moralismo. Hasta el día de hoy, sigue sin hallarse un término medio donde prime el cálculo sosegado de los intereses, las posibilidades y los riesgos.
Se considera que Kennan sentó las bases intelectuales de la Guerra Fría (al menos en Occidente) en el largo telegrama que envió desde Moscú en febrero de 1946, que luego siguió con el famoso artículo publicado en Foreign Affairs en julio de 1947, firmado con el seudónimo “X”. Kennan sostuvo que una paz duradera entre el Occidente capitalista y la Rusia comunista era imposible, debido a la combinación de la tradicional inseguridad rusa con la necesidad de Stalin de contar con un enemigo exterior y el mesianismo comunista.
Según Kennan, Rusia intentaría derribar el capitalismo no mediante un ataque militar, sino apelando a una mezcla de hostigamiento y subversión. La respuesta adecuada, en palabras de Kennan, era la “contención” de la agresión soviética por medio de la “aplicación atenta y habilidosa de una contrafuerza”.
Durante el gobierno del presidente Harry Truman, los funcionarios estadounidenses interpretaron que las ideas de Kennan demandaban acumular poderío militar contra la posibilidad de que los comunistas invadieran Europa occidental. Así nació la Doctrina Truman, que derivó luego en la lógica de la confrontación militar, la OTAN y la carrera armamentista.
El rumbo que tomaron los acontecimientos consternó a Kennan, quien afirmaba que la contención tenía que ser económica y política, no militar; fue uno de los principales arquitectos del Plan Marshall después de la Segunda Guerra Mundial y se opuso a la creación de la OTAN.
Tras la muerte de Stalin, Kennan esperaba que se entablaran negociaciones fructíferas con el sistema soviético “ablandado” que conducía Nikita Khrushchev. Se lamentó por el uso que se había hecho de la terminología ambigua contenida en el “largo telegrama” y el artículo de “X”, y deploró ver a las democracias basar toda su política exterior en un “nivel primitivo de eslóganes y patrioterismo ideológico”.
En retrospectiva, uno se pregunta si lo que evitó que Europa occidental abrazara el comunismo fue la OTAN o el apoyo político y económico de Estados Unidos. En cualquier caso, ambos lados se convencieron de que el otro era una amenaza existencial y acumularon arsenales colosales para garantizarse seguridad.
De modo que hasta el derrumbe de la Unión Soviética, lo que hubo fue una trayectoria tachonada de breves períodos de “distensión” seguidos por más acumulación de armas. En todo esto se respiraba cierta demencia, y hasta nos queda la inquietante sospecha de que la OTAN le prolongó la vida a la Unión Soviética al servirle en bandeja un enemigo en sustitución de la Alemania nazi.
Es necesario tener en cuenta estos antecedentes para comprender la postura actual de Rusia respecto de Ucrania. Tras resultar “vencedor” de la Guerra Fría, Occidente cometió el gran error de negar a Rusia toda forma de hegemonía regional, incluso en países como Ucrania y Georgia que en algún momento de la historia formaron parte del Estado ruso.
En vez de eso, bajo la bandera de la democracia y los derechos humanos, Occidente hizo todo lo posible por arrancar de la órbita de Rusia a los países ex soviéticos. Muchos de ellos estaban determinados a sustraerse al influjo del Kremlin, y así fue que la OTAN se expandió hacia el este, dentro del antiguo bloque soviético en Europa Central e incluso dentro de la ex Unión Soviética con la admisión de Estonia, Letonia y Lituania. En 1996, ya con 92 años de edad, Kennan advirtió de que la expansión de la OTAN en territorio de la ex Unión Soviética era un “error garrafal en términos estratégicos, con consecuencias potencialmente desastrosas”.
Es indudable que los avances de Occidente alimentaron la paranoia rusa, que hoy se ve reflejada en las teorías de conspiración impulsadas por el Kremlin en relación con Ucrania. Y teniendo en cuenta las advertencias de Kennan en contra de una política exterior “utópica en sus expectativas, legalista en su concepción (…) moralista (…) y arrogante”, hoy la política de Occidente debería apuntar a encontrar medios para cooperar con Rusia a fin de impedir la desintegración de Ucrania.
Lo cual implica hablar con los rusos y escucharlos. Estos ya presentaron sus ideas para resolver la crisis. En términos generales, proponen una Ucrania “neutral” según el modelo de Finlandia y federada según el modelo de Suiza. Lo primero excluye la pertenencia a la OTAN, pero no la entrada a la Unión Europea. Lo segundo apunta a garantizar la formación de regiones semiautónomas.
Tal vez estas propuestas sean cínicas, tal vez sean impracticables. Pero Occidente debería apresurarse a probarlas, explorarlas y ver el modo de mejorarlas, en vez de desgarrarse las vestiduras por las acciones de Rusia.
Suspendida entre la paranoia y el moralismo, a la diplomacia razonable le aguarda una difícil tarea. Pero que no sea necesario citar el inminente centenario de la segunda guerra más sangrienta de la historia para recordarles a nuestros estadistas cómo a veces unos acontecimientos de bajo nivel pueden salirse de cauce irremediablemente.
Robert Skidelsky, Professor Emeritus of Political Economy at Warwick University and a fellow of the British Academy in history and economics, is a member of the British House of Lords. The author of a three-volume biography of John Maynard Keynes, he began his political career in the Labour party, became the Conservative Party’s spokesman for Treasury affairs in the House of Lords, and was eventually forced out of the Conservative Party for his opposition to NATO’s intervention in Kosovo in 1999. Traducción: Esteban Flamini.