La revancha de la «relación especial»

Hace 75 años, Estados Unidos y el Reino Unido no podían gozar de mayor prestigio. Habían derrotado al Japón imperial y a la Alemania nazi, y lo hicieron en nombre de la libertad y la democracia. Es cierto, su aliada, la Unión Soviética de Stalin, tenía otra concepción sobre esos excelentes ideales y se ocupó de la mayor parte de las batallas contra la Wehrmacht de Hitler. De todas formas, los vencedores de habla inglesa moldearon el orden de posguerra en amplias regiones del mundo.

Los principios básicos de este orden habían sido definidos en la Carta del Atlántico, redactada en 1941 por Winston Churchill y el presidente Franklin D. Roosevelt en un barco de batalla a orillas de Newfoundland. Lo que tenían en mente, después de la eventual derrota de los poderes del Eje, era un mundo de cooperación internacional, instituciones multilaterales, y el derecho de la gente a ser independiente y libre. Aunque Churchill se resistía a extender este derecho a los súbditos de las colonias británicas, Roosevelt creía que la relación angloamericana era demasiado importante como para discutir demasiado por eso.

Durante muchas décadas, a pesar de una cantidad de guerras insensatas, estallidos de histeria por la Guerra Fría y el apoyo oportunista de algunos aliados muy poco democráticos, el RU y EE. UU. mantuvieron su imagen como modelos de democracia liberal e internacionalismo.

En la época de Donal Trump y la Brexit, esta imagen ha quedado hecha añicos: de todas las democracias más antiguas, es en gran Bretaña y EE. UU. que los populistas de derecha se han adueñado de los partidos conservadores y gobiernan sus respectivos países. Lo mismo ocurrió en Hungría y Polonia, pero son países con modelos más nuevos de liberalismo; y también en la India, pero su democracia no es tan antigua.

Los republicanos de Trump —con el eslogan «América primero» que tomaron de los aislacionistas de la década de 1930, quienes con frecuencia fueron más afines a Hitler que a Roosevelt— representan todo aquello a lo que se oponía FDR. Y Gran Bretaña le ha dado la espalda a Europa de una forma que Churchill —internacionalista y uno de los primeros defensores de la unidad europea (aunque no daba precisiones acerca del rol británico en una Europa unida)— nunca hubiera aceptado.

¿Cómo pudo ocurrir esto?

Hay, por supuesto, muchas razones, que no son exclusivas de EE. UU. ni del RU: aumento de la desigualdad económica, instituciones esclerosadas, élites complacientes y animosidad contra los inmigrantes, entre otras; pero yo diría que los problemas actuales en ambos países están vinculados al mayor de sus triunfos en 1945.

Al salir del aislacionismo y derrotar a los poderes del Eje, es posible que EE. UU. se haya ensoberbecido con su poder militar. Esta tentación de considerar a Churchill (siempre más popular en EE. UU. que Gran Bretaña) como un modelo de liderazgo ha llevado por el mal camino a muchos presidentes estadounidenses. Suya es la cara del bulldog del excepcionalismo y la defensa heroica de la libertad anglosajones que apela al amor propio de los líderes estadounidenses. George W. Bush no fue el primer presidente devoto de Churchill que decidió embarcarse en una guerra mal concebida, en su caso, la de Irak contra Saddam Hussein, quien era despiadado, pero no constituía una amenaza remotamente comparable a la de Hitler.

El resurgimiento del aislacionismo con la «América primero» de Trump y su aversión a las instituciones internacionales y los aliados estadounidenses en el mundo democrático se deben, al menos en parte, al resultado de la desastrosa guerra de Bush. Trump apeló a aquella gente —blancos, de zonas rurales, a menudo con poca educación formal y profundamente resentidos con las élites costeras— que fue enviada a morir en las aventuras estadounidenses en el extranjero.

El ex primer ministro del RU Tony Blair era tan devoto de Churchill como Bush. También él tenía una visión casi mesiánica de la alianza angloamericana en una misión para liberar al mundo de los Hitler contemporáneos.  En la época de la guerra contra Irak sostuvo que solo un país se mantuvo junto a gran Bretaña en el momento de mayor peligro en 1940; por eso ahora gran Bretaña tenía que unirse a Estados Unidos en la invasión de Irak. Más allá del error histórico (EE. UU. aún no había entrado en la guerra contra Alemania), la nostalgia de Blair tenía un propósito tonto.

Pero, desde Suez en 1956 hasta Vietnam en la década de 1960 e Irak en 2003, la nostalgia no fue el único motivo por el cual presidentes y primeros ministros han entrado en guerra desde 1945. El otro fantasma que obsesiona a los ocupantes de la Casa Blanca y de 10 Downing Street es el de Neville Chamberlain y su «apaciguamiento» de Hitler en 1938. Cuando se dio cuenta de que su país no estaba preparado para ir a la guerra, ni dispuesto a ello, Chamberlain permitió que Hitler invadiera Checoslovaquia («una disputa en un país distante»). Churchill denunció esta política como «una derrota absoluta, sin atenuantes». El temor a ser percibidos como otro Chamberlain ha tenido la misma intensidad en los líderes de posguerra que la esperanza de repetir la gloria de Churchill.

Esa gloria llevó a Gran Bretaña al borde de la bancarrota, pero la persistente memoria de su mejor momento fue incluso más nociva para la suerte del país.  Gran Bretaña se mantuvo alejada de todos los esfuerzos europeos para establecer instituciones comunes, no solo porque el gobierno socialista de Clement Attlee en 1940 creía que Europa destruiría el estado de bienestar británico, sino porque Gran Bretaña no podía concebir que su país estuviera se pusiera a la misma altura que otras potencias europeas. Gran Bretaña había ganado la guerra, los otros o habían sido nazis, o habían sido superados por ellos.

Incluso después de que líderes como Harold Macmillan se dieron cuenta de que el RU no podía permitirse quedar fuera de la Comunidad Económica Europea, la tentación de mantenerse codo a codo con EE. UU., especialmente en guerras lejanas, fue mayor que su deseo de desempeñar un papel de liderazgo en Europa. Cuando Gran Bretaña aún era en gran medida su primus inter pares en la década de 1950, los demás europeos le hubieran cedido con gusto el liderazgo del futuro del continente para moldearlo. EE. UU., mucho menos sentimental en cuanto a la «relación especial» que Gran Bretaña, instó a los británicos a que lo hicieran. El secretario de Estado de EE. UU. Dean Acheson describió la negativa a aprovechar esa oportunidad como el «mayor error del período de posguerra» de Gran Bretaña.

Así que, aquí estamos, con un Estados Unidos aislacionista y una Gran Bretaña cada vez más separada de Europa; su momento de mayor gloria terminó albergando el germen del futuro desastre.

Ian Buruma is the author of numerous books, including Murder in Amsterdam: The Death of Theo Van Gogh and the Limits of ToleranceYear Zero: A History of 1945, and, most recently,  A Tokyo Romance: A Memoir.

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