La revancha del hombre blanco

Mientras las élites de EE.UU. y de otros lugares celebraban la victoria del primer presidente negro de EE.UU. e invitaban al mundo a inspirarse en su multiculturalismo, la otra mitad de los estadounidenses rumiaba su rencor. Aquellos a los que llamaban con sorna los «pequeños blancos» eran vistos desde las alturas del poder, de los medios de comunicación, de las universidades y de las torres de Wall Street como una especie en vías de extinción. Hasta que Donald Trump, con una excepcional intuición política, con un descaro desmedido y con el importante eco de las redes sociales, entendió que esos «pequeños blancos» seguían siendo lo bastante numerosos como para convertirse en una mayoría. Les ha dicho lo que querían oír, que el auténtico EE.UU. eran ellos.

«Cuando EE.UU. era grande», retomando el eslogan de Trump, solo era estadounidense el hombre blanco, que era amo en su casa, dictador de su mujer y de sus hijos, generalmente protestante, trabajaba con sus manos en la granja o en la fábrica, despreciaba a las personas de color y era soldado en caso de necesidad. Desde la década de 1960, ese hombre blanco ha visto cómo su universo se desmoronaba con la liberación de las mujeres, la dominación de las músicas, los artistas y los deportistas afroamericanos y latinos, la discriminación positiva, la exaltación de la diversidad cultural, el matrimonio homosexual y el lenguaje políticamente correcto. El varón blanco considera que todo eso es una sustitución de la identidad auténtica por una identidad nueva, globalizada, cosmopolita y mestiza. En esta desposesión, tal y como la siente el varón blanco, la raza, como siempre en EE.UU., era discriminatoria.

Ya en la década de 1780, el primer escritor estadounidense que reflexionó sobre la identidad de su nuevo país, Saint-John de Crèvecoeur, un inmigrante normando, se planteaba el tema de la raza. A Saint-John de Crèvecoeur le sorprendía y le maravillaba que los ingleses se casaran con irlandesas, e incluso con alemanas y con suecas. Los indios y los negros no tenían una figura humana en su descripción (Lettres d’un fermier americain, 1782), y no se imaginaba los movimientos migratorios que se producirían más adelante, procedentes del centro de Europa, del sur, y luego de Asia. No obstante, Crèvecoeur definía a América como una «raza nueva», blanca y europea, un crisol original diferente de los países de origen.

Desde esa época, los estadounidenses se han dividido en dos grupos, dos identidades, dos definiciones de lo que significa ser estadounidense: una mitad es de «raza estadounidense», los votantes de Trump, mientras que la otra mitad se define según las instituciones y solo se considera estadounidense porque respeta la Constitución de EE.UU., ese símbolo sacrosanto de la República. A estos poco les importa el color de la piel, las costumbres y las creencias. Este conflicto entre las dos identidades que conforman EE.UU., donde cada uno considera que solo la suya es auténtica, también existe en Europa, sobre todo en Francia, pero en EE.UU. se dice todo de forma más clara y más brutal.

Este análisis de la ola de Trump minimiza, sin ignorarlos, los efectos económicos de la globalización sobre los «pequeños blancos». Es cierto que las regiones de industrias antiguas, las que han apoyado a Trump con mayor vigor, se han convertido en una sombra de lo que fueron en el pasado por los efectos de las importaciones, pero, en mayor medida –y es decir poco– por los profundos cambios provocados por las innovaciones técnicas que han transformado los modos de producción prescindiendo de los obreros de antaño. En contra de toda lógica, Trump promete restablecer este EE.UU. industrial, pero no lo logrará. Las promesas irreflexivas de Trump van a toparse con dos muros, muy reales, que son la economía de verdad y la Constitución. Nada de lo que consumen los estadounidenses, su querido teléfono, su no menos querida carabina y su gorra de béisbol, es totalmente Made

in USA. Como tampoco nada es totalmente Made in France. La economía capitalista estadounidense es una economía globalizada por naturaleza; si dejase de serlo, el nivel de vida de los estadounidenses se desplomaría y habría penurias y un mercado negro. ¿Cómo explicará eso Trump a los estadounidenses o Marine Le Pen a los franceses?

El otro muro entre los compromisos de Trump y la realidad del poder es la Constitución. Esta otorga pocos poderes al presidente, un Gulliver atado por unos enanos, ya que así lo quisieron los Padres Fundadores que, en 1787, temían el regreso de la monarquía o el reinado de un dictador. Presidir EE.UU. es negociar constantemente con todos los contrapoderes, el Congreso, el Senado, los estados y los jueces. A título de recordatorio, Barack Obama, en ocho años, no ha conseguido cerrar la cárcel de Guantánamo, y el matrimonio homosexual, del que al principio no era partidario, le ha sido impuesto por un Tribunal Supremo considerado conservador. Trump no podrá hacer más, ni podrá hacerlo mejor, porque si lo hace, corre el riesgo real de ser destituido (impeachment).

Le quedará la política exterior, en la que el presidente dispone de alguna autonomía, pero siempre que el «complejo militar-industrial» (una realidad descrita por primera vez por el presidente Eisenhower) lo consienta. ¿Cuál es el poder más importante de Trump? Una magistratura influyente, la magia del discurso. ¿Satisfará a sus partidarios lo que ha bastado para llevarlo al poder? Estos al menos tendrán la impresión de recuperar una cierta legitimidad, un derecho a expresarse, nada más, porque la inmigración, legal o no, continuará por la prosperidad estadounidense, el mestizaje interior proseguirá, y la nueva raza estadounidense, un crisol, sustituirá inevitablemente a la resistencia de la identidad de los varones blancos. Esta transición podrá ser dolorosa, e incluso violenta, si Trump la agrava en vez de facilitarla, pero no siempre lo peor es cierto.

Guy Sorman

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