La revisión identitaria de América Latina

Pedro Castillo, durante su investidura en Perú
Pedro Castillo, durante su investidura en Perú

El nuevo presidente de Perú hizo un fuerte alegato anticolonialista y contra los siglos de explotación de España sobre América, y lo hizo (en esta ocasión) ante Felipe VI. Lo que le da un mayor dramatismo.

Pedro Castillo no es el primero en hacerlo. El presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador fue más allá y señaló que la negativa de España a disculparse por los abusos cometidos durante la conquista no permitía "mejorar" las relaciones bilaterales.

Por supuesto, las palabras de Castillo y la actitud de López Obrador son merecedoras de análisis y debate, tanto en América como en España. Pero desde el plano político hay que entenderlas más como el resultado de un proceso político que como una afrenta contra España.

A ningún país latinoamericano le interesa enturbiar gratuitamente su relación con España. El debate no conduce a ninguna parte. España hará oídos sordos y las relaciones económicas y comerciales seguirán adelante, con ambas naciones compartiendo proyectos en el espacio iberoamericano.

El propio Castillo se reunió con el rey Felipe para hablar de “intereses comunes” antes de lanzar su arenga. De haber buscado una retórica anticolonial exclusivamente destinada a reforzar su posicionamiento ideológico podría haber recurrido a los Estados Unidos, mucho más cercanos en la historia. Pero lo que revelan estos discursos es un ascenso al poder de unas mayorías históricamente excluidas.

Unas mayorías que, al alcanzar los altavoces del gobierno, reivindican discursos con elementos que las élites tradicionales habían omitido. De modo que lo que se levanta no es una América antiespañola, sino una América que cuestiona su propia identidad, que es diversa y paradójica.

Mientras Castillo confronta la conquista, en Colombia la minga indígena tira abajo los monumentos de los próceres de la independencia de España. Han caído juntas las estatuas de conquistadores como Sebastián de Belalcázar y del libertador Simón Bolívar, que abolió la esclavitud. De acuerdo con algunos movimientos indígenas, ambos son modelos de opresión.

La clave del proceso es entender la necesidad de que se reconozca que el relato siempre ha sido excluyente, y que la exclusión indígena es común a la región y es sangrante. Tanto que, si pusiéramos un rostro a la pobreza, sería el de una mujer indígena.

Pero América Latina es, también, muchas cosas más: es mestiza, criolla, negra, judía, romaní, alemana en el sur de Brasil, árabe en el extremo norte de Colombia, un poco japonesa en las costas del Perú, y hoy en día hispana en Estados Unidos. Las historias de sus pueblos no pueden imponerse entre sí. Tampoco limitarse a los revanchismos históricos.

Además de hacer valer su legítimo derecho a incluir los temas que considere en su discurso, el presidente de Perú hará bien en viabilizar un cambio en las estructuras históricas de la desigualdad. Esas que han permanecido a expensas de gobiernos liderados por los propios peruanos 200 años tras la marcha de los españoles.

Demostrar que es posible el cambio es el mayor de los respetos a esa democracia fuerte que lo ha llevado hasta el poder. Ojalá ese cambio se escriba en español, y también en aimara y quechua.

Ahora bien, respecto a la responsabilidad histórica de España, el tema sigue abierto. Lo cierto es que en la conquista se cometieron grandes abusos. Contra los pueblos originarios y contra los africanos sometidos a la esclavitud. Hasta tres pontífices de la Iglesia católica lo han reconocido: Juan Pablo II en 1992, Benedicto XVI en 2007 y el papa Francisco, que además ha alentado a los pueblos indígenas a reclamar justicia.

Algunos países europeos han pedido perdón o reconocido (entre una cosa y otra hay una gran diferencia) algunos de los desmanes en su pasado colonial, entre ellos Francia, Alemania y Reino Unido. Otros, como Bélgica, que aniquiló a más de la mitad de la población originaria del Congo, siguen sin hacerlo, a pesar de que incluso la ONU les ha instado a ello.

En el marco de los bicentenarios de la independencia, España podría reconocer que la conquista fue un proceso que dejó muchas víctimas, y tal vez apostar por proporcionar una enseñanza más plural de la historia de América.

Una España que se ha reencontrado con su descendencia latinoamericana en la inmigración, que es puntera en avances sociales en Europa y que es líder de un iberoamericanismo promotor de las ventajas del idioma común probablemente tenga que hacer frente a esta decisión.

Mientras tanto, en América, los políticos deben aprovechar el espacio que se ha abierto para superar los déficits estructurales y pasar de las reivindicaciones a las trasformaciones sin dejar a nadie atrás. Será esa la manera de librarse de pedir perdón en el futuro.

Erika Rodríguez Pinzón es doctora en Relaciones Internacionales, profesora de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid y coordinadora de América Latina en la Fundación Alternativas.

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