La revolución árabe

Hemos vuelto a equivocarnos. Estábamos convencidos de que en el mundo musulmán no había revoluciones por tener el Corán respuesta a todos los problemas de este mundo y del que viene. Sus «revoluciones» eran en realidad contrarrevoluciones, contrarreformas, retornos a la pureza del islam. Las últimas de ellas: la del ayatolá Jomeini, para expurgar Irán del occidentalismo del Sha, y la de los talibanes, para acabar con el comunismo ateo en Afganistán. Así que solo nos preocupó que ayatolás o talibanes pudieran alcanzar el poder y apoyábamos cualquier régimen que lo impidiese, sin preguntarle los métodos. Olvidando que, de tanto en tanto, surge un factor nuevo, inesperado, que origina un salto cuántico y cambia totalmente el escenario. El factor en este caso ha sido la globalización de las comunicaciones, la posibilidad de ver cómo viven en las antípodas, escuchar lo que hablan y darnos cuenta de lo retrasados que estamos. Únasele una población formada mayoritariamente por jóvenes en paro, sin otra salida que emigrar a lugares donde son tratados como seres de segunda categoría, y tendrán el detonante y el explosivo. Los jóvenes árabes se alzan contra la parálisis de sus sociedades, contra el retraso de sus países, contra la explotación ajena de sus recursos, contra la corrupción de sus elites, sean de izquierda o derecha, militares o clérigos. Piden ser dueños de su destino, que se oiga su voz, que se rompa la cápsula que ha mantenido aherrojados a sus países durante los últimos siglos. Se cumple así la máxima de Hegel: «La historia es una larga marcha del hombre hacia la libertad».

Pero un pero muy grande. Mejor dicho, dos. El primero, que esos jóvenes no piden seguir los pasos de Occidente ni, menos aún, que Occidente lidere ese cambio. Bastantes de ellos han vivido en el Oeste, otros lo conocen por sus películas, libros, ordenadores. Y no les ha convencido. He tenido ocasión recientemente de mantener una charla tan amistosa como franca con jóvenes turcos que estudian en España, bastantes de ellos tras hacerlo en Alemania, y mi gran sorpresa fue comprobar que no están entusiasmados con nuestra forma de vida. Admiran, sí, los progresos materiales, pero lamentan la escasa fibra moral, el individualismo feroz, la carencia de principios de nuestra sociedad. La desintegración de la familia es algo que les hace sufrir casi físicamente, y no la querrían nunca para sus países ni para ellos mismos. Están decididamente contra los sátrapas que hasta ahora el Oeste ha tolerado e incluso mantenido en el mundo musulmán. Pero tampoco quieren que el Oeste les imponga sus valores, o, mejor dicho, su falta de valores.

Es este un hecho que conviene tener muy en cuenta al trazar nuestra política hacia la revolución árabe. No es una revolución dirigida por Al Qaida, los Hermanos Musulmanes, los talibanes o los ayatolás, para volver a la pureza del Corán. Pero tampoco es una revolución contra el Corán. En eso se diferencia de la Revolución Francesa y del resto de las revoluciones laicas occidentales. Quieren conservar del Corán bastante más de lo que apetece a una mente como la nuestra crecida en la Ilustración, la duda metódica, la crítica kantiana, el materialismo dialéctico y el individualismo como principio y fin de prácticamente todo. Quieren adoptar de nosotros aquellas innovaciones y técnicas que elevan la calidad de vida de ciudadanos y naciones. Pero sin exagerar, como sería rendirse a la sociedad de consumo.

Con lo que llegamos a la encrucijada en que nos encontramos tanto ellos como nosotros. Desean para sus países un cambio importante, pero no radical. Quieren democracia, pero no la nuestra. Aspiran a una sociedad que combine lo nuevo y lo viejo, el pasado y el futuro. Lo malo es que una revolución no puede hacerse a la medida, como un traje. Se cambia o no se cambia, se estrenan nuevos usos —lo que, según Ortega, es lo que diferencia una auténtica revolución de una mera revuelta— o se mantienen los viejos. Los jóvenes árabes que, apoyados por el grueso de la población, han derribado ya dos regímenes sólidamente asentados y amenazan bastantes más quieren ambas cosas.

Pero eso, en teoría perfecto, resulta en la práctica dificilísimo. Cojamos lo más a mano, la democracia. Piden democracia, hacer oír su voz, participar en las decisiones. Magnífico. Pero convertirlo en realidad es arduo, complejo, frustrante muchas veces, aunque solo sea porque no todos deseamos lo mismo. En Occidente sabemos de sobra que la democracia no es la forma perfecta de gobierno. Es la menos mala. E incluso en los países que llevan siglos practicándola está llena de fallos, de escándalos, de enfrentamientos, de partidos endebles y de políticos corruptos. Es verdad que ofrece, bien llevada, un equilibrio de poderes y un mecanismo de transmisión de los mismos más racional y pacífico que cualquier otro sistema. Pero los guirigáis que se arman en ella no son precisamente el oasis de estabilidad con que sueñan los jóvenes árabes. Otro tanto puede decirse de la libertad: llevada al plano individual, conduce inevitablemente a la erosión de los lazos tradicionales —familia, religión, círculos sociales— que ellos desean mantener. Eso, sin entrar en el tema de la mujer, que ni siquiera se han planteado, pero que inevitablemente deberán plantearse, sin que tengan de momento respuesta para él. Quiero decir que llevar a buen puerto su revolución no va a ser corto ni fácil.

A lo que se añade el segundo «pero» antes anunciado: mientras que en alguno de esos países, Túnez, Egipto, el dictador decidió retirarse ante el empuje de las masas, en otros, Libia, Siria, Yemen, se resiste a dejar el poder y echa mano de toda la fuerza en su mano para mantenerse. Con el peligro de guerra civil, que de hecho ya está teniendo lugar en Libia y puede extenderse a otros países o eternizarse, al convertirse en lucha entre las diferentes tribus o facciones del islam. Un remedio peor que la enfermedad.

Lo que nos conduce a nuestra encrucijada: qué papel nos toca en esa revolución árabe. Lo primero que nos dicen los expertos es que bajo ningún concepto debemos intervenir directamente. Estamos tratando con pueblos hasta ayer, como quien dice, bajo el yugo colonial, y dicha intervención se tomaría, incluso en caso de «guerras justas», como neocolonialismo por buena parte de su población. Luego, no intentar imponer nuestras fórmulas democráticas, que pueden no ajustarse a aquellas sociedades. Lo mismo para los líderes: no forzar a los que nos caigan más simpáticos, hayan vivido mucho tiempo en Occidente o hablen inglés o francés perfectamente, sino dejar que sean aquellos pueblos los que los elijan. Por último, ayudarles cuanto podamos en las reformas que vayan haciendo, sin atosigarles ni censurarles más de lo absolutamente necesario. Y tener paciencia, mucha paciencia con ellos.

La pregunta del millón, o del billón, es: ¿está hoy Europa, están los Estados Unidos en condiciones de prestar esa ayuda, que no va a ser solo material, sino también comercial, técnica, administrativa? ¿Aceptarán nuestros parlamentos y opiniones públicas abrir las fronteras a los productos de esos países, acoger a sus emigrantes y despachar los expertos necesarios para que realicen su revolución, aunque no sea como la nuestra, en medio de la crisis que atravesamos? Lean los periódicos daneses, alemanes, holandeses, franceses, italianos, españoles incluso, y tendrán la respuesta.

Por José María Carrascal, periodista.

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