La revolución azul

Hace algunos veranos preguntaba a mis alumnos, en un curso de la Universidad de Santander, qué pondrían en un imaginario pabellón de España en una expo universal del siglo XXI.

Si pensamos en términos tradicionales, hace tiempo que ya se nos han acabado los hechos diferenciales. La globalización -con mejor o peor capacidad digestiva- se los ha tragado irremisiblemente.

La Expo de Sevilla nos pilló justo antes del final de un recorrido, pero todavía pudimos admitir, sin un excesivo sonrojo, que cada país nos exhibiera su Disneylandia particular. En algunos casos, se hacía con el sentido más crítico, como aquel que representaron las vacas y los largos cuernos alpinos del pabellón de Suiza; e incluso cuando los países más industrializados mostraban con orgullo sus espectaculares resultados en I+D, el sentido de la diferencia seguía todavía presente.

Así las cosas, ¿cuál debe ser el mensaje de esos pabellones que cuestan una fortuna en esas manifestaciones que, cada cuatro años, se disputan a brazo partido diversas ciudades del mundo?

Una respuesta válida es la que, el próximo año, va a dar -del 14 de junio al 14 de septiembre- la Exposición Internacional de Zaragoza: centrándose en torno a un problema -y sólo en uno, no como en aquella caótica Cumbre de Johanesburgo, donde a fuer de querer tocar tantas teclas, no sonó melodía alguna-, cual es el del agua y su desarrollo sostenible.

Zaragoza ha dado en el clavo, porque de lo que aquí se trata es de situar al público, a la sociedad civil, frente a una cuestión de primordial importancia para la humanidad y su porvenir. Un asunto erizado de derivaciones que, como elemento previo a la búsqueda de soluciones, requiere algo tan importante como la sensibilización de la sociedad, para que ésta demande a sus gobernantes, a través de los mecanismos democráticos, las soluciones necesarias.

Y ahí sí que ver, país por país, qué se está o cómo se está haciendo es algo que pueda interesar sumamente al público que acudirá a Zaragoza; porque las experiencias son muy diversas en sus concepciones y planteamientos, tanto en el mundo desarrollado como en los países en vías de desarrollo.

Pensemos que, a estas alturas, 1.100 millones de seres humanos carecen de acceso a agua potable y que 2.400 millones no lo tienen a un saneamiento adecuado. Por ello, unos 2.200 millones mueren al año de enfermedades asociadas con la falta de agua, tales como el paludismo, el cólera o la fiebre tifoidea.

A decir de los especialistas, el problema no es tanto la falta de agua potable cuanto la deficiente -cuando no corrupta, incluso- gestión y distribución de los recursos hídricos y de las metodologías aplicables.

Pero el interés que Zaragoza puede suscitar ante tan apremiante cuestión -que no nace de un grupo de especialistas encerrados en un congreso, sino de la gente de la calle, que comprueba directamente la magnitud de un problema que le afecta de primera mano- es muchísimo más amplio; empezando por la dialéctica entre quienes ven el agua como un producto comercial, o quienes la consideren como un bien íntimamente relacionado -por razones obvias- con el derecho a la vida.

Meses atrás, matando el tiempo entre dos conexiones aéreas en un gran aeropuerto europeo, vi cómo un enjambre de palés cargaba un mastodóntico 747 de contenedores con botellas de una conocida marca de agua mineral, con destino a otro país desarrollado, con total autosuficiencia en aguas de calidad. Mi primera reacción fue pensar que estamos todos locos. A mi lado, un viajero que advirtió mi sorpresa, todavía la aumentó más: "¿Sabe usted que los beneficios mundiales en el negocio del embotellamiento de agua de calidad están a punto de superar los de la industria farmacéutica?".

Añadan a estas cuestiones otras tan candentes como la de la privatización del agua: media docena de grandes corporaciones multinacionales pueden estar monopolizando, en unos pocos años, el 75% de los recursos hídricos globales.

Junto a ello, las soluciones, que haberlas, haylas y Zaragoza las puede poner significativamente de relieve; que van desde procedimientos tan primarios, elementales y simples -aunque todavía infrautilizados- como la irrigación por goteo, el uso de rociadores por aspersión, la reutilización del agua desechada, a la consolidación de otros conceptos tan sofisticados como el de agua virtual (o cantidad de agua necesaria para la producción de un bien o un servicio), su capacidad de transferencia, su impacto en el comercio internacional, etcétera.

Zaragoza debería suponer, como el premiado filme de Al Gore, un aldabonazo en la conciencia hídrica de la ciudadanía, propiciando una suerte de revolución azul, a la manera de aquella revolución verde que, hace unas décadas, sirvió para transformar la agricultura mundial.

Porque un mundo con agua mal distribuida está abocado a la inestabilidad. Lo que a nadie interesa.

Zaragoza puede hacernos tomar el agua en serio.

Delfín Colomé, embajador de España ante las dos Coreas y ex director ejecutivo de la Asia-Europe Fundation.