La revolución de las buenas personas

Oriol Junqueras en el acto unitario del independentismo en Montjuic, con la presencia del presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, en Barcelona. Samuel Sanchez (EL PAÍS)
Oriol Junqueras en el acto unitario del independentismo en Montjuic, con la presencia del presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, en Barcelona. Samuel Sanchez (EL PAÍS)

Hace cuatro años tuve que hacerle a Oriol Junqueras una entrevista simpática, género veraniego que no domino porque no soy simpático. Aproveché el viaje a Barcelona y cerré otra cita para una serie que salía en agosto con la directora de cine para adultos Erika Lust. Este tipo de entrevistas exige preguntas no especialmente ligadas a las profesiones del entrevistado o con la profesión en una especie de segundo plano. Preparé preguntas para los dos, todas lamentables, y de camino a la sede de Esquerra me comunicaron que el tiempo con Junqueras se reducía a quince minutos. Así que llegué tan nervioso que saqué los papeles y empecé a hacer las preguntas que eran para la directora de cine porno, del tipo “¿Para dirigir, tres mejor que dos?”. Junqueras, avisado de que era una entrevista veraniega, respondió pensando que se las hacía en clave política. Cuando me di cuenta de mi error le pregunté a bocajarro, para salvar unos muebles que nunca estuvieron en peligro, si él veía porno. Junqueras miró la hora, luego a su jefe de prensa y finalmente me miró a mí. “¿Cuál es el origen de su apellido?”, preguntó con curiosidad de historiador. Respondí lo menos sexual que pude que francés. Seguimos la entrevista, ya sin confusiones, y al terminar habló largo y tendido de etimología.

Pienso en aquel encuentro a menudo: primero porque no he vuelto a ver cine para adultos sin repasar antes las raíces etimológicas de mi nombre, y segundo porque cuando escucho a Junqueras siempre me parece que sus respuestas valen para cualquier clase de pregunta. Hace dos años quise saber la razón y pedí pasar con él la Diada. Entonces lo comprendí: era un hombre sentimental. Había dicho en alguna ocasión que se recordaba a sí mismo con nueve años como independentista y contrario a la Constitución española; a la edad en que algunos aún recuerdan la traumática separación del chupete, Junqueras ya estaba planeando separarse de España. Sentimental y predestinado. De ahí que el hombre más ilustrado del proceso soberanista suela llorar cuando habla de un intangible.

La última vez ocurrió el 22 de septiembre, el día después de las detenciones de la Guardia Civil: Junqueras deambuló de una televisión a otra con la voz entrecortada diciendo que “antes que demócrata soy buena persona”. Que actuaba en función de su conciencia y convencido de que lo hacía por el bien de los ciudadanos. Tenía razón en todo. Pero en su discurso había dos problemas irresolubles. El primero es que hay más buenas personas en Cataluña. El segundo es que las malas personas tienen los mismos derechos que las buenas y algo mejor para distinguirlas: los mismos deberes. Lo que Junqueras intentaba que asumiéramos era que el concepto que tenía de sí mismo estaba por encima del gobierno del pueblo. Pero en ninguna democracia del mundo alguien toma decisiones políticas fuera de la ley alegando que, por encima de demócrata, es buena persona y está haciendo el bien. Aunque lo sea y crea estar haciéndolo. Las elecciones son el instrumento que tienen las personas buenas y malas para gobernar a los ciudadanos, que eligen lo que creen mejor para ellos. De ahí que existan las leyes: para que las buenas y malas personas tengan un código común. Por eso, finalmente, conviene ser demócrata: para que el código sea cumplido, reformado y destruido, si se quiere, cuando la mayoría de las buenas y malas personas quieran.

Detrás de los conflictos más largos suelen estar las buenas personas; el mal se detecta rápido. El proceso soberanista es en esencia un asunto de personas convencidas de su bondad y su aportación, paradójicamente, al bien común. Las Diadas son fiestas familiares, pacíficas y ejemplares; las universidades e institutos se han convertido en el corazón de la revuelta: noches en vela cantando Un beso y una flor; en los colegios públicos se han organizado actividades extraescolares de 72 horas: escuelas llenas de niños jugando y durmiendo juntos un fin de semana. Hasta la represión se ha presentado a sofocar esta fiesta de fin de curso con un barco gigante pintado con dibujos de Looney Tunes. ¿Cómo no querer esto, cómo no sumarse a la revolución de tantas buenas personas? Cuando alguien se emociona no se pregunta si es legal o ilegal. ¿Va a prohibir el Estado la felicidad? ¿No es lógico preguntarse, cuando uno es feliz, si lo que está mal es la ley? ¿Prohíbe la ley votar, la democracia, la libertad, la sonrisa?

Puede responderse que hay niños de nueve años que todavía no han aprendido a estar en contra de la Constitución y preguntan en casa por qué no pueden pasar el fin de semana con sus amigos en el cole, y no se les puede decir que las fiestas no son para que jueguen ellos, sino sus padres. Puede responderse que detrás de tres millones de personas en éxtasis hay otras tres mirando espantadas a través de las cortinas cómo se les echa de su país sin moverse de casa. Por eso hay una parte de España que se opone a esto no por españolismo, ni por patriota ni por la unidad de una nación que a mí personalmente no me importa nada; sino para impedir, hoy y en cualquier momento, que unas personas decidan unilateralmente privar de derechos a otras porque se crean mejores y han sido más conscientes de su propio sufrimiento que el resto, dentro y fuera de Cataluña. Porque en algún momento puede parecer que sólo ellas han sufrido a Franco, sólo ellas han pagado la corrupción sistemática del PP, sólo a ellas se les han hecho recortes de derechos y servicios sociales, sólo a ellas les produce repugnancia la adolescencia fascista cantando en Cibeles el Cara al Sol, sólo ellas han sido castigadas por esa entidad opresora que es Madrid, tan opresora que los propios madrileños se independizaron de su ciudad poniendo de alcaldesa a Manuela Carmena. En nombre de la insolidaridad se han querido quedar con todo el sufrimiento y no dejar nada para los demás. Sólo así se explica que la feliz burguesía catalana se presente no como cómplice y promotora de la derecha corrupta, sino como víctima de una agresión insólita que ha despertado de repente su identidad nacional.

Cómo no va a perder entonces el Gobierno la batalla de la opinión pública internacional. Si a la revolución candy-candy le opone una justicia frecuentemente averiada, aquella policía política de Interior organizada en despachos con micrófonos, la fiscalía afinando, los desfiles antes de salir para Cataluña como quien sale a Gibraltar a cumplir un viejo sueño imperial o la exigencia de cumplir la ley en un partido cuya mejor habilidad ha sido siempre incumplirla. Cómo no va a perder la batalla de la opinión pública internacional si su secretaria de Estado para la comunicación, la máxima autoridad del Gobierno en relación con los medios, tiene como foto de perfil de WhatsApp la captura de pantalla de la web del referéndum intervenida por la Guardia Civil. Para después intentar convencernos de que el “a por el ellos” es cosa de cuatro descontrolados.

Con semejante panorama no extraña que en la rueda de prensa del viernes, otra vez Junqueras y Romeva, con Turull en lugar de Mas, se dieran los datos de participación del domingo. Cada uno se ha puesto a vivir su propia ilusión. Pero nada ha cambiado desde aquella entrevista fallida de 2013 que Junqueras enderezó: el soberanismo se ha desconectado de las preguntas, por tanto de las responsabilidades, y si se le pregunta cómo se cambia una rueda del coche te responderá que con la independencia. Ha construido un mundo lleno de soluciones que no tolera ningún problema salvo los externos. Una nación que admite haber sido fortalecida gracias a las fábricas de independentistas de Madrid, desde Aznar hasta Rajoy. Cuyo espíritu se ha elevado gracias al país del que huyen y no gracias al que se dirigen. Con muchas respuestas que dar, pero casi ninguna pregunta ya que hacer.

Manuel Jabois es periodista y escritor.

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