La revolución de los robots

No acaba de estar del todo claro si fue un personaje real o se trata solo de una leyenda. En todo caso, se dice que Ned Ludd fue un tejedor nacido en un pueblo cerca Leicester, en el Reino Unido, que en 1779 rompió, en un arrebato de ira, dos máquinas de tejer. De él tomarían el nombre los antimaquinistas de principios del siglo siguiente. Los ludistas, muchos de ellos artesanos, personifican la reacción contra la Revolución Industrial. Las máquinas, razonaban, ocupan las fábricas y nos quitan el trabajo. Había que pararlo. Con violencia, si era necesario.

La hoy llamada cuarta revolución industrial despierta lo que, en el fondo, son temores idénticos. ¿Cuál será el impacto sobre el trabajo del acelerado desarrollo de la robótica y la inteligencia artificial? ¿Y, de forma más general, cuáles serán las consecuencias para la economía? ¿De lo que estamos hablando es, en realidad, de un grave vuelco en la distribución del trabajo y la riqueza?

En contraste con ello, la corriente tecno-optimista retrata un mundo idílico donde los humanos podrán dejar de realizar trabajos pesados y aburridos, dispondrán de más tiempo y, en definitiva, vivirán mejor. Los puestos de trabajo que se destruyan se compensarán con otros nuevos y más estimulantes. Los robots -de los diferentes tipos- y la inteligencia artificial se convertirán en la puerta de entrada a un mundo mucho mejor.

Los optimistas -tecnólogos, economistas, artistas, pensadores, intelectuales, etcétera- suelen agarrarse a lo que es una evidencia histórica: los saltos en productividad fruto de la adopción de nuevas tecnologías siempre han revertido en un mejor nivel de vida para el conjunto de la población. No tiene nada que ver cómo vivía un trabajador en Europa en el pasado con cómo lo hace ahora. Dicho en términos puramente económicos: un obrero debe trabajar ahora muchas menos semanas que antes para asegurarse la subsistencia.

Naturalmente, están los que no lo ven tan claro. O que no lo ven nada claro. Señalan que lo ocurrido en el pasado no garantiza en absoluto que en esta ocasión los efectos del cambio sean inocuos.

En el último encuentro del Foro Económico Mundial de Davos, por ejemplo, se apuntó que se perderán más de cinco millones de puestos de trabajo --los que requieren menos cualificación y son más repetitivos-- en las 15 economías más desarrolladas del mundo. Otras previsiones han llegado a estimar que alrededor de la mitad --o incluso, en el caso de España, más de la mitad-- de los trabajadores se encuentran en peligro. Según un estudio de la OCDE publicado el pasado mes de mayo, de entre las economías de esta organización, que son 21, la española sería la tercera peor situada.

También Andrew Berg, Edward Buffie y Luis-Felipe Zanna, investigadores del FMI, han advertido, entre otros expertos, sobre la posibilidad de que las nuevas tecnologías dejen a una parte notable de la población trabajadora fuera de juego, lo que conllevaría un fuerte aumento de las desigualdades. La lógica es sencilla: si los robots y la inteligencia artificial pueden reemplazar a las personas en una proporción alta o muy alta, entonces en los próximos decenios las rentas tenderán a concentrarse exageradamente en los propietarios del capital (del que forman parte los robots).

Ante esta pesadilla hay quien se pregunta, como ha hecho, algo a modo de provocación, Josep María Álvarez, secretario general de la UGT española, si los robots no deberían de cotizar a la Seguridad Social. Otros han concluido que habrá que establecer algún tipo de impuesto que permita compensar el descalabro económico y social que se puede producir. En una línea paralela, hay quien apuesta por la instauración de una renta básica con el objetivo de intentar amortiguar el golpe.

Todo ello parte de la evidencia de que los robots no son exactamente una máquina más. Si los humanizamos y los conceptualizamos como 'trabajadores mecánicos', la idea deviene bastante más diáfana. Pensar en los robots como ‘pseudopersonas’ no es un ejercicio excéntrico, puesto que, por ejemplo, existen prototipos de inteligencia artificial cuya conversación es ya muy difícil de distinguir de la humana.

Por eso no es de extrañar que algunas voces vayan más allá y se hagan preguntas más radicales en torno al futuro que algunos dibujan: ¿de quién tienen que ser propiedad los robots? ¿Solo de las personas y empresas que tengan capacidad para comprar tantos como necesiten o puedan? ¿Deben estar sujetos a alguna forma de control o limitación por parte de la Administración? ¿Todo el mundo ha de poder tenerlos?

Marçal Sintes, periodista. Profesor de Blanquerna-Comunicación (URL).

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