La Revolución de Octubre en la Rusia pos-verdad

Rusia está atrapada en una batalla entre la historia oficial (la historia del estado) y la contra-historia (la historia de la sociedad civil y las memorias del pueblo). Este año en que se cumple el centenario de la Revolución de Octubre, el choque se instalará en el centro de la vida pública.

El presidente Vladimir Putin es la personificación de la nostalgia no tanto por los tiempos soviéticos sino por la sacralización del estado de ese período, que le permitió al gobierno utilizar, en lenguaje moderno, "noticias falsas" para fomentar sus propios fines. Por cierto, la Revolución de Octubre es recordada con una cuota no menor de ambivalencia e inquietud. Sólo la palabra "revolución" les resulta aborrecible a las elites rusas modernas por estar, en general, acompañada por los epítetos "naranja" o "color" -la bête noire para el régimen de Putin-. Al mismo tiempo, la revolución fue un momento importante en la historia de Rusia y, por ende, una fuente de identidad nacional.

Para el Partido Comunista, el aniversario es una clara oportunidad para presentarse como el sucesor de una tradición anticapitalista grande y perdurable que, sin embargo, hoy reúne las enseñanzas marxistas-leninistas y las enseñanzas de la Iglesia Ortodoxa rusa. Pero el Partido Comunista ya no está en el poder, y para quienes sí lo están, es mucho más difícil articular una estrategia coherente frente al centenario.

Dada la importancia histórica de la revolución, el Kremlin no puede evitar conmemorarla. Pero en lugar de buscar la reconciliación necesaria de los adversarios -los rojos y los blancos-, el régimen probablemente tome partido, para darle un sesgo a la historia en beneficio propio. Ese sesgo probablemente sea imperial.

Según la narrativa del imperio, Vladimir Lenin fue un genio malvado que desestabilizó el imperio ruso en un momento en el que estaba floreciendo y rebosaba de espiritualidad. José Stalin luego reconstruyó el imperio ostensiblemente sobre los cimientos del marxismo-leninismo, aunque, en verdad, sobre los cimientos de los valores rusos conservadores y tradicionales.

El "deshielo" post-Stalin de Nikita Khrushchev, cuando se relajó la represión y la censura, minó los valores fundamentales del imperio, al entregarle irresponsablemente Crimea a Ucrania. Pero, desde el fin de 1964, cuando Khrushchev fue depuesto, las cosas mejoraron y los rusos vivieron tranquilos y contentos. La caída de la Unión Soviética, que representó otra desestabilización del imperio, fue una gran catástrofe geopolítica en la historia de Rusia.

En esta interpretación, las eras de hielo en la historia de Rusia -los períodos en los que líderes de sangre fría gobernaban con puño de hierro- fueron buenas para el país. El deshielo -los períodos de democratización y modernización- fue malo, y estuvo caracterizado por la desestabilización y la violencia. Todas las alusiones por parte del régimen de Putin a la era estalinista deben reforzar la propia imagen de Putin como un dictador benevolente moderno, capaz de restablecer la influencia global de Rusia y traerle prosperidad.

Este discurso ha llevado a algunas autoridades locales a construir monumentos a Stalin e Iván el Terrible, mientras que las autoridades federales han creado ceremoniosamente un monumento a Vladimir el Grande, que trajo la ortodoxia al Rus de Kiev. Qué coincidencia que hasta comparte el nombre con el presidente actual.

En un sentido, la historia es más poderosa que la política. La propaganda se centra en las victorias militares de la "historia de 1.000 años" de Rusia (copyright: Vladimir Putin), para reforzar la imagen de Rusia como una fortaleza sitiada por el Occidente hostil. La Segunda Guerra Mundial, de la cual surgieron 70 años de democracia liberal en Europa occidental, se utilizó en Rusia para legitimar al actual régimen autocrático.

Glorificar el pasado puede incluso compensar las ramificaciones políticas de un mal desempeño económico. Consideremos cómo la postura de Putin se benefició de la anexión de Crimea -una acción que defendió en términos históricos- a pesar del impacto devastador de esa medida en la economía de Rusia. Como ese impacto se materializó, en gran medida, en las sanciones occidentales, le calzó como un guante a la narrativa imperial de Putin.

Pero, más allá de la biografía de un estado -las historias de guerras, cañoneos, comandantes militares, estadistas, jerarquía administrativa y construcción del imperio que conforman la historia oficial de Rusia-, existe otra historia. Es la historia de libertad, que abriga las historias y recuerdos de la gente común, de los disidentes y de los pensadores independientes.

En su lucha con esta contra-historia, el régimen intenta nacionalizar las historias y biografías personales. Cuando Putin se sumó a las filas de la marcha informal "Bessmertnyi Polk" (Regimiento Inmortal), en la que los ciudadanos conmemoran a los seres queridos que murieron en la Segunda Guerra Mundial, la transformó en una iniciativa del Kremlin.

Pero esos esfuerzos no pueden esconder el choque entre estas dos historias, reflejado tal vez con más claridad en la división entre conservadores y liberales cuando condenan la represión estalinista. También es evidente en las discusiones sobre la Segunda Guerra Mundial -o la "Gran Guerra Patriótica", como la llaman los rusos- y los turbulentos años 1990. En ese sentido, el aniversario de la Revolución de Octubre puede ser visto como un evento de menor relevancia, a pesar de su simbolismo.

De todos modos, el centenario le ofrecerá a Putin la oportunidad de fortalecer su narrativa preferida: que Rusia, que siempre ha sido más fuerte cuando estuvo gobernada por líderes nacionales poderosos, hoy está regresando a la grandeza, gracias al poder que ha consolidado el propio Putin. Esto es historia, al estilo ruso: un pasado al servicio de los fines actuales.

Andrei Kolesnikov is a senior associate and the chair of the Russian Domestic Politics and Political Institutions Program at the Carnegie Moscow Center.

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