La Revolución, ese horror

EL 14 de julio de 1789, el precio del pan en París había alcanzado el máximo del siglo; los parisinos consideraron responsable al Rey, lo que en parte estaba justificado. Con su quisquilloso reglamento, el régimen real hacía difícil el comercio de grano entre las provincias, lo que causaba hambrunas locales. A esto le siguió una revuelta en la capital y la toma de la Bastilla, una prisión vacía pero simbólica del absolutismo monárquico. Más tarde, una élite ilustrada por las ideas disparatadas de Jean-Jacques Rousseau confiscó y asumió el control de lo que se convirtió en una Revolución. Esta generación, hombres de unos veinte años, que iba a inventar la primera dictadura moderna, desangró Francia antes de emprenderla contra Europa, en nombre de la República y de la Virtud a la que pretendía encarnar. Robespierre, que personificó el apogeo, se había designado a sí mismo en 1789 mesías republicano, encargado de la «depuración» del antiguo mundo. Esta historia es conocida, pero a menudo se reconstruye de forma positiva, bendecida por la ideología del «bien común» y la «voluntad general».

La Revolución, ese horrorCómo no rememorar ese gusto francés por la rebelión, idealizado como progresista y forzosamente positivo, cuando ahora mismo unos revolucionarios incendian los Campos Elíseos. ¿Equivaldrá este símbolo de la sociedad de consumo en el espíritu de los rebeldes contemporáneos a lo que fue la Bastilla hace dos siglos?

¿Hasta dónde puede llegar la comparación? Esta vez el origen de la protesta ya no es el precio del pan, sino la subida por parte del Gobierno del precio de la gasolina: la equivalencia es indiscutible, pues la gasolina es en nuestra vida diaria lo que en otro tiempo fue el pan para nuestra forma de vida. Luis XVI fue culpable sin querer; Emmanuel Macron, presidente de la República, me parece igualmente responsable por su indiferencia ante el sentir popular. Subir el precio de la gasolina, que ya es el más alto de Europa, en vísperas de fin de año y sin justificación, es una falta política grave. Peor aún, la justificación ha llegado después de la revuelta: el Gobierno ha explicado a los franceses dubitativos que en realidad este nuevo impuesto era ecológico, y por lo tanto justo, y que su fin no era engordar las arcas del Estado, sino luchar contra el cambio climático. Nadie, evidentemente, cree en esta coartada lamentable, ni siquiera el Gobierno; o por lo menos eso esperamos.

La verdad es que el Estado francés, desde Luis XIV y la construcción del castillo de Versalles, siempre ha manifestado una incapacidad notoria para equilibrar su presupuesto y ha recurrido sin cesar a alguna medida urgente para lograrlo. Los monarcas vendían al mejor postor los empleos públicos; hoy se grava la gasolina. ¿Acabará Macron como Luis XVI? No estaba escrito de antemano que Luis XVI fuera a acabar en el patíbulo y que el Terror fuera a suceder a la Monarquía para dejar luego paso al Imperio y, solo un siglo después, a la República liberal que ahora conocemos.

La democracia liberal no obedece a una necesidad histórica; esta necesidad es siempre una reconstitución a posteriori por parte de alguna filosofía hábil. Prueba de los balbuceos de la Historia: en este momento observamos que algunos regímenes republicanos dan «marcha atrás», invirtiendo el sentido de la historia al admitir que esta tiene un sentido y pasando de la democracia liberal a la democracia iliberal. Ni siquiera Estados Unidos, donde se inventó la democracia moderna, está a salvo de esta regresión. Por consiguiente, serían muy osados quienes, a partir de las revueltas que se están produciendo en Francia, dedujeran el porvenir. Guardémonos también de toda grandilocuencia en la descripción de estas revueltas y de sus actores.

Emmanuel Macron, con esa propensión que le caracteriza a ver fascistas por todas partes, considera oportuno denunciar a algunos movimientos de extrema derecha, sobre todo entre quienes no entienden nada de su política, si es que tiene alguna. Es más probable que los amotinados sean una mezcla de ciudadanos empobrecidos por los impuestos, militantes políticos dados a la violencia y alborotadores ordinarios atraídos por los escaparates de los Campos Elíseos. La multitud del 14 de julio de 1789, por lo que sabemos, era también bastante heterogénea y probablemente estaba borracha. Por mi parte, al contrario que los analistas visionarios, temo menos a los alborotadores, incluso borrachos, que a los militantes.

Los militantes de extrema izquierda y de extrema derecha, unidos por el mismo gusto por la violencia, son portadores de ideologías absolutistas y de futuros prometedores, y son realmente peligrosos. Cuando releemos, citado por el filósofo Marcel Gauchet, que acaba de publicar una obra destacada sobre los escritos y discursos de Robespierre, que este, en 1789, pretendía legislar «para el mundo y por los siglos», tememos a los virtuosos. Un gamberro que pega a un policía no quiere cambiar el mundo, pero un ideólogo mesiánico, sí. Este, por lo tanto, es más temible que aquel. Por desgracia, los franceses consideran que la Revolución fue algo bueno: lo enseñan en la escuela. Pero no. Lo que está bien en política es lo que Robespierre llamaba con desprecio «el Marais»: ciudadanos en busca de soluciones intermedias. Hay que enterrar a Robespierre y aprender a escuchar y a amar al Marais.

Guy Sorman

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