La revolución fallida del calendario

No es inamovible, pero al ser un instrumento tan complejo y de tan alta precisión, el calendario resulta muy difícil de reformar. Esta dificultad quedó muy bien ilustrada por el que quizás fue el intento más llamativo y radical para remplazar el calendario gregoriano: el realizado por la Revolución francesa. El espíritu racionalizador quiso entonces imponer una normalización de los sistemas de medidas y, como parte de ello, quiso basar el nuevo calendario –que debía inaugurar una nueva era, la de la libertad– en el sistema métrico decimal.

El poeta Sylvain Maréchal, ferviente ateo que deseaba borrar todo rastro clerical, ya había avanzado en 1788 un calendario completamente profano, denominado Almanach des honnêtes gens, que contenía algunos de los elementos que acabarían formando parte del calendario republicano. En ese calendario precursor, todos los santos y fiestas religiosas fueron sustituidos por homenajes a personajes célebres; por ejemplo, el 25 de enero estaba dedicado a Newton y el 20 de abril a Cervantes. Pero naturalmente entre los homenajeados abundaban los franceses e incluso encontraba un lugar… ¡el mismísimo padre del autor del calendario!

Con la toma de la Bastilla (14 de julio de 1789), los panfletos comienzan a referirse a la era de la libertad y se realizan diferentes intentos para empezar a contar los nuevos tiempos a partir de un nuevo origen, que nada tenga que ver con Cristo, y con un nuevo calendario. No quiero fastidiar al sufrido lector describiendo los múltiples intentos fallidos realizados entre 1789 y 1793 para definir ese origen, y nos contentaremos con referirnos al que se fijó en el 22 de septiembre de 1792, día del equinoccio de otoño en el meridiano de París, cuando los revolucionarios fijaron el inicio de la era de la República. En palabras del matemático Gilbert Romme, encargado de un comité para la elaboración del nuevo calendario, esta nueva era debía terminar con la era cristiana de la crueldad, la mentira, la perfidia y la esclavitud.

En el nuevo calendario, el año contaba con 12 meses de 30 días. Pero para acompasar el año civil al año trópico, debieron introducirse cinco días epagómenos que se situaron al final del año y pasaron a llamarse sansculottides, para realizar un homenaje a los sans culottes, es decir, a los sectores menos acomodados de la sociedad. Además, cada cuatro años había que añadir un sexto día extra (el equivalente al que se pone en nuestros bisiestos) en unos años que pasarían a llamarse sextiles, y en ese día extra se celebraría el Día de la Revolución. Cada periodo de cuatro años pasó a denominarse una franciada. Naturalmente, estos años sextiles no coincidían con los bisiestos del calendario gregoriano. Además, para ajustar bien el año civil al trópico, se decretó que al cabo de 132 años habría que saltarse un sextil. En el nuevo calendario, los días debían estar divididos en 10 horas de 100 minutos cada una, y cada minuto en 100 segundos. Pero esto resultó muy difícil de aplicar inmediatamente en la práctica. Durante un tiempo se intentó compaginar los dos sistemas horarios, pero el uso del sistema centesimal se pospuso de manera indefinida en 1795 reimplantando oficialmente el sexagesimal como único sistema válido.

Aunque las semanas tengan una inspiración claramente lunar, pues una semana equivale a una de las fases de la Luna, los revolucionarios renegaron de las semanas por considerarlas de inspiración demasiado religiosa y, concretamente, deseaban evitar referencias al domingo (dies Dominica, día del Señor). En lugar de en semanas, los meses de 30 días quedaron divididos exactamente en tres periodos de 10 días, a los que llamaron décadas.

Inicialmente, el calendario revolucionario no tenía nombres para los días ni para los meses. Había que referirse, por ejemplo, al cuarto día del quinto mes del año sexto. Y es aquí cuando interviene el escritor y actor Fabre d’Églantine dotando al calendario de una terminología sumamente poética que hace referencia a la naturaleza, la agricultura y los ciclos de las estaciones. Difícilmente podrían haberse inventado nombres más bellos y evocadores para los meses. Por ejemplo, los de verano pasan a denominarse mesidor, termidor y fructidor, y todos ellos hacen referencia al estado por el que pasa la naturaleza en cada mes. Así, mesidor (nuestro mes de julio) alude, según explicaba Romme, a «las espigas ondulantes y las mieses doradas que cubren los campos en esta época del año». Los otros meses tienen nombres igual de sugerentes: vendimiario, brumario, frimario, nivoso, pluvioso, germinal, floreal y pradial.

En lugar de los días de la semana (lunes, martes, etcétera), cada día del mes llevaba asociado un nombre correspondiente al lugar en que se encuentra dentro de su década. Es decir, los días 1, 11 y 21 del mes se llamaban primedi, los días 5, 15 y 25, quintidi, etcétera. Además, siguiendo nuevamente la inventiva poética de d’Églantine, cada día del año estaba dedicado a una planta, un animal, o un instrumento agrícola. Tenemos así el día del tulipán, el de la manzanilla, o el del arado. Por no ir más lejos: el antiguo 25 de diciembre pasó a ser el día del perro.

El calendario republicano no llegó a arraigar en las costumbres del pueblo. Las gentes del campo se resistían a abandonar sus fiestas patronales y otras largas tradiciones como la de la noche de San Juan. Y las décadas no consiguieron acabar con la celebración de los domingos. En el año 1800 se decretó que la observación de las décadas no fuese obligatoria, y en 1802 se volvió a fijar el descanso de los funcionarios en domingo. Y al perder las décadas, junto al ya perdido sistema decimal y centesimal de las horas, el nuevo calendario perdió su anhelada racionalidad de métrica decimal.

Por supuesto el calendario republicano fue un engorro para las relaciones internacionales y, en la práctica, hubo que mantener ambos calendarios vigentes simultáneamente. El anuario del Bureau des Longitudes publicaba cada año una tabla de equivalencia entre las fechas revolucionarias y gregorianas pues había que convertir continuamente de un sistema al otro.

A estas complicaciones y a esta falta de arraigo se sumaron, muy pronto, otras complejidades técnicas, como las referentes a la intercalación de los sextiles. Por un lado, la regla de eliminar uno cada 132 años no ofrecía la precisión que ofrecen las reglas del calendario gregoriano (en el que se suprimen tres bisiestos cada 400 años). Además, cuando el equinoccio cayese cerca de la medianoche, una imprecisión de unos minutos o segundos en la predicción del paso del Sol por el meridiano podría conllevar un cambio de un día completo en la fecha del inicio del año. El astrónomo Jean-Baptiste Delambre advirtió que esto tendría un efecto en la intercalación de los sextiles.

El de la intercalación de los sextiles fue un lío monumental que trajo de cabeza a los astrónomos durante los pocos años de vigencia del poético calendario. Baste decir que Lagrange y Laplace (también astrónomos del Observatorio de París) acabaron aconsejando que se modificase la regla de intercalación republicana para utilizar la gregoriana. Y por si todo esto fuera poco, la comisión encargada de la introducir estas correcciones sufrió un parón cuando, tras la caída de Robespierre (9 de termidor del año II), Romme cayó en desgracia, fue condenado a muerte y se suicidó para evitar la condena; sufría así un destino tan triste como el de d’Églantine que había sido guillotinado el 16 de germinal del año II. Tras la muerte de Romme, nadie quiso retomar el trabajo de reforma y el calendario quedó incompleto, con reglas de intercalación incorrectas.

El meteórico ascenso de Napoleón precipitaría el fin del calendario republicano. El 26 de mesidor del año IX, tratando de afianzar su régimen, Bonaparte firmó el llamado Concordato de 1801 con el papa Pío VII en el que se reconocía al catolicismo como la religión mayoritaria en Francia y se aliviaban las profundas diferencias que la Revolución había mantenido con la Santa Sede. Este concordato debió tener su influencia en el regreso al calendario gregoriano. Por otro lado, un calendario tan sumamente focalizado en la historia y en la geografía de Francia, tan nacionalista, parecía poco compatible la creación de un gran imperio como el perseguido por le Petit Caporal.

El 15 de fructidor del año XIII se decretó que el calendario republicano sería definitivamente abolido a partir del 11 de nivoso del mismo año (1 de enero de 1806). Fueron 13 años de sueños poéticos en los que dominaba la idea de dar un nuevo rumbo a la historia y, para ello, marcar un nuevo origen de tiempos. Pero el río de la historia siguió su curso imparable integrando también en su flujo a los tiempos de la revolución. El calendario juliano-gregoriano, con sus 20 siglos de historia y su implantación en gran parte del planeta, es demasiado complejo, demasiado lleno de sutilezas como para ser reemplazado precipitadamente, aunque trate de primarse una estructura racional. El gregoriano es hoy un elemento de cohesión a escala global, testigo y contenedor de múltiples revoluciones (de las que la francesa es una más), contrarrevoluciones y muchas otras convulsiones a lo largo del tiempo y en todo el planeta.

Rafael Bachiller es astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN) y autor de El universo improbable.

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