La revolución marchita

Lo habitual, en vísperas de una huelga general, es que los sindicatos hagan gárgaras, aclaren la garganta, y ensayen el registro de voz que más les convendrá usar ante el respetable cuando se levante el telón y dé inicio la gran velada. En este territorio propedéutico, o de calentamiento de motores, se sitúa la serie de vídeos que UGT ha lanzado bajo el epígrafe genérico de «Las mentiras de la crisis». Pero al sindicato no le ha salido un trémolo incipiente, sino un gallo absurdo. Tres rasgos sobresalen en los vídeos: la grosería, el acento cómico, o lúdico, o como queramos llamarlo, y el hecho de que los mensajes no parecen dirigidos contra el Gobierno sino contra los empresarios y la oposición. Lo último integra, a bote pronto, un misterio absoluto. Sobre el papel, se ha convocado la huelga con ánimo de neutralizar una ley de reforma laboral elaborada y promovida por el Gobierno de la nación. Lo natural, por consiguiente, habría sido arremeter contra éste, no contra quienes, por las razones que fuere, no votaron la ley en el Congreso. En los vídeos, sin embargo, no se habla del Gobierno. Se habla más, y con mayor encono, del PP, o incluso se menciona, en una especie de evocación retro, a Fraga. ¿Cómo explicarse esta extravagante, inaudita, falta de puntería?

La tesis que la UGT defiende implícitamente en los vídeos es que la crisis se ha generado en el ecosistema en que se mueven los empresarios y sus aliados políticos. La derecha, la nacional y la internacional, es la que ha apretado al Gobierno para que legisle en perjuicio de los trabajadores. Es más, si el representante de los malos, a saber, el PP, hubiese estado en el poder, habría redactado una ley aún más aviesa. De ahí que el enemigo auténtico no sea el que ha hecho la reforma, sino… el que no la ha hecho. No necesito decir que el razonamiento es ridículo. Un gobierno que se deja intimidar por los enemigos de los trabajadores, es, ex hypothesi, un gobierno culpable. Si el gobierno, además de culpable, es socialista, todavía peor. ¿Entonces? ¿Ha sufrido la UGT, acaso, un episodio alucinatorio?

Quia, de ninguna manera. Lo que ocurre, es que la UGT no tiene ningunas ganas de hacerle una avería a Zapatero. Ahora bien, por razones escenográficas, o simbólicas, o porque no hacer nada habría abierto un espacio decisivo a Comisiones Obreras, los ugetistas se han considerado en el deber de salir al escenario y alzar el gallo. Bien, ya están sobre las tablas. Ha llegado el momento de levantar el puño y decir algo contundente y sonoro. ¿Contra quién? Contra el enemigo de clase, un enemigo, por así decirlo, de oficio. Los de Cándido Méndez se han conducido como quien, enojado porque le han dado muy mal de comer, escribe una carta de reclamaciones contra el restaurante de al lado, al que no ha ido pero donde afirma que habría comido todavía peor. Ignoro si el sindicato logrará dejar tieso al país mañana. Su planteamiento es falaz y oblicuo, y no fácil de entender. O si se entiende, no muy a propósito para encender el entusiasmo del currante medio.

Cabe recordar, a todo esto, que existen países, con tradiciones socialistas mucho más potentes que España, donde los sindicatos, en vez de hacer visajes y figurerías, negocian con el Gobierno, sea o no socialista, acuerdos duraderos de política laboral. Tal ocurre, por ejemplo, en Alemania. Pero entre los sindicatos alemanes y los españoles existe una diferencia crucial. Y es que los primeros, al revés que los segundos, sí están imbricados en las empresas. Son por tanto interlocutores eficaces en un diálogo enderezado a organizar de verdad el mundo del trabajo, es decir, a cambiar los pormenores y exactitudes que conforman la economía productiva de una nación. Por el contrario, la UGT, y en menor medida Comisiones, son como una sombra javanesa proyectada sobre la idea genérica de que los sindicatos son necesarios. Ocupan un lugar en la conciencia pública, y ninguno en los talleres. Su instrumento principal, en consecuencia, es la retórica. Esta reflexión me devuelve a otro de los rasgos que más me ha sorprendido en los vídeos: la grosería.

La grosería es desbordante. En el vídeo que da inicio a la serie, comenta una oficinista, después de un encuentro con el personaje grotesco (Chikilicuatre) en que se encarna la causa de los empresarios: «¿No ha dicho este tío que el PP nos sacaría de la crisis? ¡Es para mearse en las bragas!». La grosería representa en nuestro país un mal endémico. En estos tiempos en que la falta de maneras ha adquirido dimensión planetaria, la propensión nacional a la salacidad se ha acentuado. Pero esto es sólo un lado de la cuestión. Resulta más interesante observar que la grosería es más probable cuando se ha decidido, desde el primer instante, no argumentar. Los guionistas de la serie han localizado al enemigo; el enemigo es sólo eso, un enemigo; y como el sentimiento de enemistad no aparece mediado, ni articulado, por razones, saltan, fáciles, la cuchufleta y el insulto. El aparato fonador, en vez de emitir silogismos, se explaya en higas, pedorretas, y bromas de mal gusto.

Vayamos al tercer aspecto, el que he llamado «cómico» o «lúdico». La comicidad se alía naturalmente con el dicterio. De momento, ninguna sorpresa. Pero ¡atención!, una huelga general no es una pamema. El familiarizado mínimamente con la historia del movimiento obrero sabe que las huelgas generales, de inspiración más anarquista que socialista, no se formularon inicialmente como pulsos que se echa a un gobierno para conseguir tal o cual mejora en el orden laboral. El propósito era más vasto, más generoso, más apocalíptico, más redentor. Se concibieron las huelgas como movilizaciones gigantescas cuyo fin era la transformación revolucionaria de la sociedad. Con el correr del tiempo, el Estado liberal y los revolucionarios llegaron a una suerte de arreglo: los revolucionarios dejaron de ser revolucionarios y el Estado liberal se convirtió en un Estado social. La subversión telúrica ha dado paso al mero conflicto: es decir, a una pugna que ha lugar dentro de los límites establecidos por la ley.

Aún con todo, la huelga general había mantenido, hasta ahora, algo de su antiguo halo sacral. Intriga por lo mismo que los editores de los vídeos hayan evacuado su encargo tirando de los efectos más fáciles, más superficiales, de que se valen los publicitarios para instar los méritos de un quitamanchas o un euforizante sexual. El truco consiste en llamar la atención con un episodio chusco, y deslizar después algunas precisiones (menores) sobre los méritos del producto. Del drama tremendo, hemos pasado al chascarrillo mediático. Ausentes las ideas, licenciadas las emociones, sólo permanece la curiosidad de saber si lograrán o no los sindicatos paralizar los medios de transporte en la jornada de mañana. El secuestro de los servicios de interés público constituye, por cierto, una vieja herencia blanquista. Es lo único que sobrevive del sindicalismo revolucionario. Pero nadie recuerda ya quién fue Blanqui. O, por lo menos, no lo hacen quienes escogieron a Chikilicuatre para dar resalto a la pobre, penosa fantasía digital de esta UGT posmoderna y fané.

Álvaro Delgado-Gal